Kizu vio como muy lógico el hecho de que el chico, con aquel espléndido sentido que tenía de las tras dimensiones, hubiera elegido la carrera de Arquitectura. La maqueta de plástico que el joven portaba mientras avanzaba, y que Kizu pudo ver un momento antes de que un ala se incrustara en la entrepierna de la chica -una construcción en forma global de bumerán, con dos alas ensambladas-, él la consideró entonces como el diseño de una estación espacial, según podía recordar.
Igualmente, Kizu creía entender bien cómo un joven dotado con aquellos rasgos, ya hecho adulto, llevara esa vida libre tras dejar la universidad. ¿No era esa acaso la juventud apropiada para un muchacho que ostentaba una terrorífica cara perruna, y al mismo tiempo unos preciosos ojos, desbordantes de sentimiento? Sin duda poseía ese talante, como para destruir a sus pies, de golpe, aquella construcción que apenas podía él sostener con sus propios brazos, y que le habría llevado un año entero hacer; tiempo que él mismo, a sus diez años aproximados de entonces, habría sentido como infinitamente largo.
Resultaba imposible seguir la pista del chico e informarse sobre su paradero, toda vez que él hacía su vida al margen de su familia, con la que había cortado. No obstante, Kizu no abandonaba su visión optimista de que durante esta especial estancia suya en Tokio podría muy bien toparse con él por mera casualidad.
Otra persona que no había olvidado el encuentro de aquel día con el joven era la chica que se había visto suspendida en el espacio por la construcción en forma de bumerán. Ella tenía un motivo más que claro para continuar recordándolo, a saber: porque la punta del ala de plástico portada por el joven con ambos brazos la había despojado de su virginidad. Ella tuvo ocasión de averiguarlo por propia experiencia. Fue durante su segundo año en la Escuela de Grado Superior, en la ciudad de Ashikawa, adonde su padre había sido trasladado; allí, con ocasión de mantener relaciones íntimas con su profesor de Educación Física -que amablemente le enseñaba también danza-, el acto sexual se desarrolló con inesperada suavidad, hasta el punto de que el profesor tomó esto a mal, interpretando que ella habría tenido ya muchos contactos por el estilo; pero eso mismo a la vez le devolvió cierta calma. Ella no le dijo nada al profesor, pero no pudo menos que acordarse de aquella ceremonia de los premios, en la que le habían segado su más íntima flor. Por aquel entonces, ya una vez de vuelta en casa, pudo sacarse del interior de los pantys una pieza de plástico amarillo del tamaño de un dedo pulgar, con sangre reseca incrustada.
La joven advirtió asimismo que la valoración dada por el articulista del recuadro al proceder del joven -al comentarlo como una anécdota artificialmente bella, en la que el joven habría sacrificado su propia creación por salvar del trance a la desventurada niña- se apartaba enteramente de la realidad. Se decía allí que cuando el joven se disponía a subir al escenario, llevando su obra -ya altamente considerada en su fase de candidatura- para presentarla a la deliberación final, él había adoptado una audaz decisión por tal de salvar a la joven -la cual había quedado enganchada en aquella obra- del dolor y de la vergüenza. Sin embargo, la joven era consciente de que, vestida como estaba para la actuación, todo se resolvería si alguien le levantaba la falda enrollándola, le bajaba la ropa interior, y le arrancaba aquella ala de plástico que de tan imprudente manera se le había deslizado allá dentro. Por más que hubiera gente alrededor mirando, ella no se habría sentido avergonzada. Igualmente se dio cuenta de que, aun siendo dolorosa la intrusión del pico del ala en sus partes íntimas, la incomodidad de la postura que estaba ella aguantando la defendía de sentir más agudamente el dolor, pues podía hincársele el filo de aquel pico; y esto la alentaba a perseverar en dicha postura.
En un instante le sobrevino un dolor violento y agudo, que no tenía nada que ver con el sufrido hasta el momento. Fue cuando el muchacho, haciendo acopio de sus fuerzas, arrojó su obra al suelo, como dejándose llevar por la inercia del mismo movimiento. Se trataba en realidad de un ataque. La niña supo que era un ataque intencional que aquel joven con cara de perro, pero con unos preciosos ojos capaces de estremecer el pecho de cualquiera, dirigía contra sí mismo. Asustada por tanto salvajismo y crueldad, no pudo contener el llanto.
De esta manera, tres personas, que en aquella fecha vieron entremezclarse levemente sus vidas, estaban predestinadas a encontrarse quince años más tarde. La historia que entonces empezó constituye el hilo narrativo de estos hechos; y por lo que respecta al relato transcurrido hasta este punto, la voz que en él se ha oído ha sido la de Kizu, como sin duda habrá quedado patente al atento lector. Pues la visión que captó la figura del joven como la de un hombrecito, con la musculatura de un hombre corpulento reducida a escala, no podía deberse más que a los ojos de un artista, hechos de por vida a la observación.
CAPÍTULO. 1 CIEN AÑOS
Cierto joven, llamado Ogi, recibió de sus nuevos compañeros, a poco de conocerlos, el sobrenombre de "el inocente muchacho"; pero esto no le hizo sentirse especialmente incómodo. Pues aunque estemos hablando de "compañeros", si únicamente hacemos la salvedad de una joven, los dos hombres estaban próximos a la edad de su propio padre. Y no tardó Ogi en convencerse de que la chica en cuestión no tenía nada de inocente en comparación con él mismo. Los dos hombres algo mayores que se contaban entre esos compañeros recibían las denominaciones respectivas de "Patrón" y "Guiador". El joven Ogi contaba entre sus recuerdos que, hacía ya diez años, leyó al azar tales nombres en un periódico, como personajes claves de cierto "incidente". En resumidas cuentas, siendo ellos los protagonistas del "incidente" -que desde la perspectiva de Ogi era un hecho perteneciente a un pasado ya bastante remoto-, se podían considerar aún ambos en la flor de la vida. Así y todo, en los medios de comunicación del momento ya se los describía como personas que han dejado atrás la juventud.
Puestos a explicar, aprovechando la ocasión, los extravagantes apelativos de esos dos, digamos que al protagonizar el incidente cortaron los lazos de relación con el grupo religioso que hasta entonces habían dirigido; y el New York Times, que publicó reportajes sobre el incidente, en vez de usar los nombres respectivos de ambos los sustituyó por esos epítetos burlescos; los cuales fueron acogidos sin problema por los interesados. Más tarde, a la joven que compartía con ellos la vida en común, la llamaron -valiéndose del mismo estilo- "Bailarina".
Cuando Ogi supo por vez primera que, en los meses y aun años que siguieron al incidente, ellos dos guardaron silencio al respecto, recibió un fuerte impacto. Pues ellos, aparte de mantener un canal abierto a las escasas conexiones necesarias para su sustento, vivían en el más rotundo aislamiento respecto al resto del mundo. Además, algo que causaba asombro a Ogi era que Patrón, siendo el de más edad de los dos, y aun no teniendo un cuerpo muy robusto, era un hombre verdaderamente dotado de energía vital. l pasaba sus días en una existencia soterrada de cara a la sociedad, como sitiado por asuntos urgentes, aunque viviendo a tope. Pero, como revés de la moneda, también Ogi tuvo la ocasión de vislumbrar en medio de todo esto la excesiva tendencia a entrar en depresión que acusaba aquel hombre.
Por lo demás, el otro, el llamado Guiador, siempre daba muestras de una gran presencia de ánimo y, como resultaba fácil de advertir incluso para los extraños, era para Patrón un compañero de toda confianza. El joven Ogi, acogiéndose a un símil sugerido por su escasa experiencia como lector, comparaba las conversaciones de ellos con las de Kanzan y Jittoku, aquellos monjes legendarios coetáneos con la dinastía tang de China. Así las cosas, cuando ellos dos se encontraban charlando mutuamente, si Ogi asomaba la cara por allí, solía encontrarse con que la joven se sumaba a la charla, y trataba a ambos usando los consabidos apodos. Andando el tiempo, conversar con ellos llegó a ser para Ogi un ingrediente de su trabajo, y él entonces sintió como forzada y antinatural esa modalidad de trato de la joven. Incluso le pareció irritante. Pero estas impresiones se le disiparon cuando Bailarina pasó a contarle abiertamente esto: