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La participación de Kizu en el jurado del concurso de maquetas de plástico se debía a que el presidente de dicho jurado, que había sido delegado por la oficina central de América, era una persona que siempre le había ayudado, tanto al prolongar Kizu su estancia de becario en América como después, por lo que él le estaba muy agradecido. A todo esto, en el certamen infantil ya referido, la obra creada por aquel joven llamó desde luego la atención por su originalidad, pero lo que más impacto había causado en Kizu era la luz que irradiaba de la figura del joven y de sus ademanes, o -mejor se diría- de todo su ser. Lo que a Kizu más le dolía era que a él mismo le faltaba aquel aura original que poseía el joven. Pero aún había más: según había venido advirtiendo desde su estancia en América, Kizu acusaba la sensación de que su estilo abocaba a un estancamiento, lo cual iba aflorando a la superficie como prueba de que carecía de una base firme en que apoyarse como artista.

Dio la casualidad de que un profesor adjunto que trabajaba en el mismo departamento de Kizu no pudo obtener la continuidad en su cargo ni conseguir una plaza fija, por lo que tuvo que trasladarse a otra universidad; entonces el tutor de Kizu invitó a éste a suceder en el cargo al anterior. Como Kizu se había planteado rotundamente que no volvería a hacer carrera como pintor en su país natal -y a esa decisión se había visto forzado, sin duda, a raíz del incidente del "hombrecito"-, aceptó la invitación de su tutor, y volvió a América para establecerse allí. A partir de entonces, y por un período de quince años, Kizu residió en la costa Este, desempeñando sin problemas su cargo docente. Durante su vida académica, había ya tenido ocasión de beneficiarse de varios descansos sabáticos; y cuando de nuevo le llegó el turno, en este caso y por primera vez eligió regresar a Japón. Existía para ello una razón apremiante. Cuatro años atrás, Kizu se había operado de un cáncer de colon. Las pruebas e intervenciones a que tuvo que someterse tras aparecer las primeras sospechas fueron trances insoportables. Y además su hermano mayor, operado ya de la misma enfermedad, dos años antes había sufrido una metástasis que le afectó al hígado, por lo que tuvo que pasar por sucesivas operaciones, muy dolorosas, y falleció al fin.

Por eso Kizu, aunque su estado general no era satisfactorio, rehusó someterse a más pruebas.

En otoño del año anterior, cuando el departamento que dirigía en la universidad celebraba una cena, un famoso especialista en Oncología, allí presente, le dijo que a primera vista lo notaba flojo de salud, y le recomendó hacerse unos análisis. Kizu echó mano de la conciencia resignada que había venido alimentando en sí mismo secretamente, y aceptó que el oncólogo le escribiera una carta de presentación dirigida a un discípulo suyo, que ejercía la profesión en Tokio. Con esas premisas, nada más comenzar su año sabático, Kizu se dirigió a Tokio. A pesar de todo, por más dolencias que el cáncer le trajera, él no se encontraba en absoluto animado a ser otra vez objeto de dolorosas pruebas u operaciones.

Antes de su partida, un especialista en Literatura Japonesa que había llegado al Departamento de Asia Oriental para investigar temas de su especialidad -por los datos de su tarjeta, era Catedrático de la Universidad de Tokio-, le dijo:

– Con que tenemos aquí a Rokubu, el monje budista peregrino, que vuelve a su tierra patria, ¿verdad?

No parecía ser un comentario muy considerado; y Kizu lo encajó como una broma pesada. Para él la realidad presente era algo mucho más serio.

En medio de todo, y aunque por lo general su estancia en Tokio se debería a motivos de índole negativa, aun así pudo él imaginar una finalidad positiva. Y era que albergaba el presentimiento de que aún podía volver a ver a aquel joven con quien se había encontrado por azar quince años atrás, nada menos; aquel chico tan feo como para no poder mirarlo fijamente, pero dotado de tanta belleza -que por cierto en un instante le había mostrado- como para estremecer el corazón de cualquiera. A Kizu le gustaría ver cómo se había desarrollado su vida desde entonces. Hacía ya quince años, él mismo había abrigado el presentimiento -por una dialéctica afín a la de los sueños- de que su deseo no llevaba camino de realizarse, pero -al mismo tiempo- de que con toda certeza se realizaría.

A poco de establecerse en un apartamento de Akasaka, propiedad de la universidad, Kizu se valió de la confianza que le inspiró un periodista, que fue a entrevistarlo sobre la situación de las enseñanzas de Bellas Artes en América, para pedirle que le buscara artículos de prensa relativos a lo ocurrido aquel lejano día; cosa que consiguió del periodista. Sin embargo, el artículo dedicado a la ceremonia final del concurso de maquetas construidas con piezas de plástico -tema tan de moda en América como en esta otra costa del Océano Pacífico- era sumamente escueto, aunque la editora del periódico del reportero especializado en Arte había sido una de las entidades patrocinadoras del acto. Allí no aparecía el nombre del chico que, en el día de la adjudicación del premio, cuando llevaba al escenario la construcción hecha por él mismo para recibir el último veredicto, destruyó su propia creación un momento antes. Sólo que un artículo que salió en un recuadro del mismo periódico relataba aquel incidente que interesaba a Kizu, resaltando el comportamiento desinteresado del joven, así como la bravura de la chica, que aguantó el dolor afanándose por salvar aquella obra artesana de la destrucción.

Así las cosas, Kizu llamó de nuevo por teléfono al periodista; y éste le puso en contacto con el autor del artículo del recuadro. Aquel articulista, ya veterano, se había convertido en un ejecutivo; por supuesto, le había interesado el incidente protagonizado por el joven, y cuatro o cinco años atrás -por lo que le explicó- había tratado de escribir un artículo de seguimiento del caso. No obstante, no había podido realizarse un encuentro con su protagonista, ya todo un adulto.

Al tiempo de realizarse el concurso, el joven tenía diez años, y era alumno de una Escuela de Grado Elemental. Luego pasó sucesivamente por los centros de Grado Medio y Superior de la misma institución privada, para ingresar más tarde en el primer ciclo de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Tokio. Luego, hasta el momento de promocionarse ingresando en la Facultad de Arquitectura, su nombre aparecía en los catálogos de antiguos alumnos de la Escuela de Grado Superior. Pero en el siguiente catálogo publicado, al no haber él respondido a la encuesta, su dirección actual se daba como desconocida. Tras hacer indagaciones en la universidad, se averiguó que había dejado voluntariamente los estudios. En mucho tiempo no había tenido contacto ni siquiera con sus padres; y aun en el supuesto de que se encontrara bien de salud, era de suponer que llevaba una vida errática.

Pero, por otra parte, el periodista declaró que, tratándose de la joven, sí sabía cómo contactar con ella, ya convertida en persona adulta. Antes de escribir aquel primer artículo del recuadro, naturalmente intentó entrevistar al joven, pero, ya fuera porque éste se negó, o bien porque tampoco la familia se mostró a favor, su propuesta fue rechazada. En tal situación, escribió el artículo basándose en las palabras de la joven. Al periodista, incluso, le había llegado una tarjeta de felicitación de Año Nuevo enviada por la madre de ella -que, al presente, residía en Hokkaido-. Todo esto era cosa de unos años atrás; pero allí se decía que la hija se había marchado a Tokio, llevada por su deseo de convertirse en bailarina profesional, y que, como se hacía constar su lugar de residencia en Tokio y demás detalles, era posible localizarla.