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– La frase vendría originariamente de Kierkegaard -respondió Kizu-, aunque Thomas la cita varias veces. Por supuesto que, en relación con la poesía de Thomas, he hablado con Patrón acerca de Kierkegaard. Ese texto no hay que buscarlo directamente en la obra poética de Thomas, sino más bien en el volumen que se compiló como homenaje a él cuando cumplió los ochenta años: este libro, de hecho, que tengo aquí. El autor del texto elegido ahora por mí estudia el uso metafórico que Thomas hace en su poesía de la aridez desolada que se extiende sobre el País de Gales, tanto en sus campos cultivables como en su mar. Bien: así es, como digo; y el autor trata el tema con detalle.

"Concretamente cita dos poemas. Como es en el segundo que cita, el titulado Equilibrio, donde aparece directamente Kierkegaard, vamos a verlo:

"Sin piratería alguna, citemos lo que Kierkegaard solía decir: hay que caminar por una tabla extendida sobre un abismo de más de setenta brazas de hondura bien alejado, por demás, de tierra firme. He abandonado cosas: mis teorías, la fácil seguridad de la fe… No hay barandilla a la que agarrarme. A ambos lados de donde me mantengo en pie yace una estremecedora galería de muertos; ellos, cuando vivían, anduvieron por este sitio, de donde cayeron. Allá arriba, más allá de todo, se halla la violencia de la Vía Láctea, ese dispendio de energía sin sentido,

ese caos que aproxima a sí mismo al rubio héroe,

al saltar éste por encima de mi cabeza.

¿Hay aquí un lugar para el espíritu? ¿Hay un tiempo?

¿Hay algo aparte de este estrecho sitio donde poner el pie,

para algo que no sea la actuación de la mente,

en su fallido intento de explicarse a sí misma?"

"El autor del estudio, tras aportar este poema de Thomas, también cita unos párrafos, algo más largos, de Kierkegaard. ¿Te los traduzco?

"Sin riesgo, no hay fe posible. El hecho de creer significa precisamente la contradicción que media entre la ilimitada pasión hacia la interioridad de cada individuo, y su incertidumbre objetiva, orientada hacia fuera. En el supuesto de que yo pueda captar a Dios objetivamente, en tal caso, no tengo fe. Sin embargo, precisamente al no ser eso posible, yo tengo que creer. Si yo deseo mantenerme a mí mismo en el ámbito de la fe, tengo que actualizar a cada momento mi intención de agarrarme fuerte a la incertidumbre objetiva: para poder conservar mi mente en la fe sobre un abismo de aguas profundas, cuya hondura rebasa las setenta mil brazas".

– Así que eso es todo, ¿no? Patrón conversaba conmigo queriendo usar citas de Kierkegaard -dijo Bailarina, con aire de haberse convertido en una brillante heroína de teatro-. Patrón se pone a bromear en las circunstancias más inesperadas, de modo que muchas veces no sé lo que está diciendo en realidad. Con todo, aun en esos momentos, creo que él sufre por cuestiones de fe. Es una sensación parecida a la que para mí se desprende de las palabras de Kierkegaard que acabo de escucharte. Es estupendo que me hayas brindado esta ocasión de oírte hablar.

Kizu sintió por dentro una exaltación desproporcionada para su edad: le recordaba la alegría que sentía cuando, durante las horas de consulta de alumnos en su departamento universitario, los estudiantes iban a hacerle preguntas puntuales, dejándole luego a él explayarse en la respuesta, que escuchaban extasiados.

Kizu, procurando retener un poco a Bailarina, le enseñó un libro en que aparecían poemas selectos de R. S. Thomas, para acompañar láminas con pinturas de artistas que, empezando por los impresionistas franceses, llegaban hasta los surrealistas. A diferencia de las obras completas de Thomas y de la antología de tapas blandas, esta edición ilustraba la selección de poesías,con aquellas láminas, donde destacaban los vividos colores de su esmerada impresión; y le había llegado recientemente a Kizu como regalo de cumple-. años que le dedicaba la responsable de la oficina de su departamento. ¡›

Al ver a Bailarina, que con expresión aparentemente boba mantenía su boca entreabierta mientras se enfrascaba en la contemplación de las ilustraciones, Kizu recordó, por contraste, la solicitud con que ella se apresuraba a limpiarle la boca a Patrón, y la inteligencia práctica que ella solía poner en juego… Un contraste muy curioso, por cierto. Kizu lo entendía como un resto nostálgico de infancia que aún conservaba aquella chica.

Al oscurecer, como Kizu no sabía la hora en que volvería Ikúo, empezó a preparar un estofado. Siguiendo la costumbre americana, había comprado a la vez varias porciones de carne de vacuno de diversas partes, y lo que no cocinaba de inmediato lo congelaba. Para aprovechar los restos de otros días y aderezarlos, cortó apios, zanahorias, cebollas, y demás verduras que se habían ido acumulando en la parte baja del frigorífico. Y se dedicó a cocinar y darle el punto al estofado. Una vez listos los preparativos, probó el caldo, que había empezado a hervir: sabía casi a su gusto, a falta de un pellizco de sal que no estaría de más echarle. Aun en ese trance, le quedaba flotando interiormente un regusto de su conversación con aquella chica. Kizu agarró el salero de plástico para ir a golpearlo contra la tabla de cortar, y así liberar la sal que había quedado apelmazada en un rincón del bote. Pero como en realidad no era de plástico, sino de cristal, se le rompió de tan mala manera que uno de sus trozos le hizo un profundo corte en la muñeca de la mano derecha.

No se acordaba en ese momento de ningún médico, excepto el oncólo-go que aquella gran personalidad de un famoso Instituto de Investigación le había recomendado. Así que, en medio de su presente confusión, dio un telefonazo al administrador de su bloque. Y por ahí fue recomendado a un centro médico del barrio de Roppongi, que mantenía un concierto de asistencia con la universidad de Kizu. De modo que tomó un taxi, urgiéndole al conductor para que se apresurase. Después de su operación de cáncer de colon, era la primera vez que volverían a coserle la piel. El médico de guardia le salió con un comentario un poco burdo, tratando de hacerse el gracioso: -De haber sido en su muñeca izquierda, difícilmente se habría librado de contestar a alguna pregunta enojosa.

Kizu volvió a su apartamento, adonde aún no había regresado Ikúo, y ante el incipiente dolor de su muñeca se sintió un poco desconcertado -pues también presentía un dolor grande y muy profundo, que le había de venir de lo más íntimo de sus entrañas- y se aplicó a poner orden en la cocina, que había abandonado en plena faena. Sobre la chapa del fregadero aún quedaban gruesos goterones de sangre oscurecida mezclados con agua.

Kizu no lograba apartar de su mente la conciencia de su cáncer, que allí se había asentado; lo cual le llevó a pensar en lo frágil que era su cuerpo, aun estando vivo. Si bien, al considerar la perennidad del alma, capaz de enlazar a través de su existencia el pasado de la humanidad con el presente, y de ahí con el futuro, la fragilidad del cuerpo no representaba mayor obstáculo. Eso más bien era una señal que apuntaba a la capacidad de la existencia humana para trascender su condición individual. Era la perennidad del alma, que puede conectarnos con un pasado aún anterior al Neolítico, y con esa futura Edad de la Electrónica, que tal vez sea un purgatorio, hacia donde la humanidad se encamina y crece. ¿No habría ahora mismo en el interior de Kizu una fe en esa alma humana? Lo que podía encontrarse en él como más próximo a la fe era la idea que arraigaba en esas mismas sensaciones suyas; así tenía que reconocerlo en su corazón desamparado, incapaz de reaccionar con energía.

A fin de cuentas, acabó por desistir del estofado, y se contentó con una sopa de tomate Campbell enlatada, que puso a calentar; y cogiendo unas grandes galletas saladas que guardaba en una bolsa de papel, se lo llevó todo a la sala de estar. Allí, sobre la estrecha mesa estaba el libro ilustrado de poemas de Thomas que le había enseñado a Bailarina, y también libros de investigación, tal como los había dejado. Kizu se decidió a tomar en sus manos el libro que comparaba a Thomas con Kierkegaard, y que también le había mostrado a Bailarina; de él eligió el artículo en que cierta investigadora comentaba la antología ilustrada con láminas en color, y lo fue leyendo un poco al azar.