– Si conseguimos que venga, también nosotros tenemos que volver a poner en pie nuestro comité, ¿verdad? No para turbar a ese señor con viejas historias de "nuestro Mossbruger"; más bien tenemos que disponernos a oírlo predicar tan maravillosamente como él sabe hacerlo.
– A mí además me gustaría hacer una filmación de sus sermones, ya que la señorita Tachibana me ha asegurado que ese señor posee una especial energía -intervino la señorita Ásuka, hasta ahora silenciosa, de la que, sin embargo, se había hecho mención a veces en la conversación anterior; mantenía una expresión hierática en su cara plana como una tabla, cargada de maquillaje; pero su sugerencia daba en el clavo, con un soniquete de martilleo.
Las palabras que siguieron a éstas procedían de la señorita Tsugane, quien en su tono y timbre de voz solía mostrar más afabilidad que nadie, pero cuya intervención, en este caso, supuso un corte para Ogi, dándole que pensar.
– Ese señor llamado Patrón quiere, por lo visto, relanzar sus actividades religiosas. Pero escúcheme, Ogi: si el Comité Mossbruger consigue hacerlo venir para dar una charla, y lo que ustedes persiguen es la ocasión favorable de invitar a los miembros del comité a participar en su fe, entonces no le va a ser posible al Comité Mossbruger disponer de un salón de reuniones del centro para ese fin. Otra cosa es que antes o después de una reunión, las personas quieran individualmente adherirse a esa fe, para lo cual tienen toda la libertad del mundo.
Sólo entonces, Ogi, haciendo realidad el mote que le habían puesto en la oficina de "el inocente muchacho", fue cayendo en la cuenta por fin del papel que se le había asignado como organizador de un movimiento religioso.
– Sucede lo mismo que cuando yo escribí la carta. Yo no pretendía hacer venir a aquel señor con esa finalidad. Y siendo esto así en mi caso, tampoco creo que los intereses de los demás miembros del Comité Mossbruger se orientaran en esa dirección -afirmó la señorita Tachibana, en tanto que unos cabellos sueltos de su pelo se le pegaban a su pálida frente, sudorosa por la excesiva calefacción.
También la señorita Ásuka, sin romper su mutismo, corroboró con un gesto las palabras de su compañera.
– A mí, simplemente, como desde ahora vamos a vernos con frecuencia, lo que me gustaría dejar claro, a fin de que estemos de acuerdo, es que este Centro de Cultura y Deportes es un establecimiento público -dijo la señorita Tsugane.
Pero, a todo esto, añadió unas palabras que, de sopetón, venían a dar razón de la vaga nostalgia que Ogi sentía al verla. Ella por su parte también esbozaba una sonrisa cargada de nostalgia, que le llenó la cara.
– Ogi era entonces un tierno niño, todo espontaneidad y frescura, cuando yo tuve ocasión de verlo a menudo en la altiplanicie de Nasu, donde su familia tenía una casa de campo. Yo quise tratarte, Ogi, con el mejor cariño, y según le oí decir a tu cuñada, también tú guardabas un tierno afecto hacia mí. ¡Qué bien has crecido hasta convertirte en un apuesto joven!
Esa tarde, cuando Ogi volvió a su apartamento, que quedaba una estación después de la llamada de Seijoo Gakuenmae -que era la de la oficina- en la línea Odakyuu, y mientras ya se aplicaba a prepararse la cena, un nítido recuerdo que le traían las impresiones del día revivió en él, sumiéndolo en el desconcierto.
Durante el verano siguiente a su primer año de segundo ciclo de Grado Medio, que pasó en aquella casa campestre de la altiplanicie de Nasu cuando por entonces su padre era director del Departamento de Medicina en la universidad pública, un amigo del padre y de toda la familia iba frecuentemente a verlos: era diseñador de mobiliario de hospital. Y en una ocasión fue acompañado de su joven esposa. Ésta había sido compañera de curso de la cuñada de Ogi en una universidad femenina -casada con el hermano mayor del aún niño Ogi-, y su familia tenía también una casa de campo en la misma altiplanicie. Ni que decir tiene que Ogi, por su corta edad, nunca había llegado a compartir trato con aquellas dos parejas: el diseñador y su esposa, la primera; su hermano y su cuñada, la segunda.
Un buen día, cuando su hermano mayor y demás iban a nadar a una piscina climatizada que había en las cercanías, y se cambiaron en la casa de Ogi para salir ya en bañador, una vez que se fueron, Ogi entró en el cuarto de aseo anejo al cuarto de baño japonés, y allí descubrió, en una canasta destinada a la ropa que se habían quitado, una camiseta de tirantes de la esposa del diseñador, junto a una falda de suave dril de algodón, y unos pantys con diseño acuarelado de flores, todo en el lote de la misma mujer. Movido por un súbito impulso, Ogi se metió en el bolsillo un puñado de ropa al que había echado mano: los pantys. Esa noche, ante el apremio de una fuerza irresistible, Ogi desplegó aquello que era un par de trozos de tejido elástico unidos por una delicada cinta, con su parte delantera y trasera: los floreados pantys, en suma, en los cuales podía entrar holgadamente su flaco cuerpo. Se los puso y, envuelto en aquella sensación cálida, se durmió. Se sentía felizmente transportado de vuelta a su primera infancia Por supuesto que al día siguiente, entre que el robo de los pantys no podía pasar inadvertido y que -debido a ello- lo atenazaban los remordimientos, se resolvió a regresar él solo a Tokio.
A raíz de ese incidente, cada vez que en verano la familia se ponía en marcha hacia la casa de la montaña, él salía del paso pretextando que tenía actividades en su club deportivo; y no volvió a emprender el viaje a aquella residencia veraniega familiar.
Pues bien, cuando Ogi consultó su opinión a Bailarina, ésta le dijo que, sin descartar la posibilidad de que Patrón encaminara sus pasos al Comité Mossbruger, en su propia opinión más les valía esperar un poco antes de proponer el plan al propio interesado. Pues por el momento, al parecer, a Patrón lo absorbía el afán de tratar sus nuevos planes con Guiador, quien por cierto se había recuperado, de la noche al día, y había salido ya felizmente del hospital. El joven Ogi, tan meticuloso él en cuanto a llevar los asuntos de oficina, pensó que debía comunicar cuanto antes al Centro de Cultura y Deportes de la ciudad universitaria que la respuesta iba a demorarse. Pero además pesaba en él otro motivo de orden afectivo para llamar: aquella animada voz de la señorita Tsugane al teléfono que, al oírla, le ponía a él la cara encendida; y no le quedaba más remedio que reconocerlo.
– Siendo así, yo diría que lo mejor es que lo trates directamente con la señorita Tachibana.
Dicho esto, la señorita Tsugane le comunicó el número de teléfono de la señorita Tachibana, la cual trabajaba en la Biblioteca Universitaria que la orden de los jesuitas tiene en el barrio de Yotsuya.
– La señorita Tachibana es una persona de gran valía, y desde hace tiempo vive con un hermano menor suyo, que está impedido. Y eso no lo hace como un sacrificio que se impone a sí misma, sino que de este modo tanto ella como su hermano pueden realizarse en un ambiente de cierta independencia. Así lo ve ella, toda una mujer. Por otro lado, también la señorita Ásuka es una joven muy coherente por lo que respecta a procurarse su independencia, y la vive en la práctica, muy a su modo. Ya la señorita Tachibana mencionó esto antes; pero, por expresarlo sin tapujos, diré que su trabajo se orienta a la diversión del público adulto: hace películas, para las que tiene que ahorrar dinero… ¿Por qué estas dos personas tan distintas están las dos tan compenetradas para ayudarse mutuamente en el Comité Mossbruger…? Casi no lo entiendo. Bien, creo que con todo esto sabido no os va a faltar tema de conversación. Una vez que te hayas entrevistado con ella, pásate por aquí a verme. No es que tenga importancia, pero me debes una, ¿no? ¡Aah! Ja, ja…
Antes de que acabara el día, Ogi se puso en contacto con la señorita Tachibana, aún en su lugar de trabajo, y se citó con ella para el día siguiente, a la hora en que ella salía de trabajar, junto a una de las puertas de la universidad, cerca de la biblioteca. Una vez allí, se fueron a hablar hacia un talud desde donde se dominaba una hondonada, y sobre el cual se erguía una arboleda de cerezos, de hojas ahora enrojecidas.