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– Éste es mi refugio -dijo Tsugane, mientras traía una botella de litro de Evian y unas finas copas; y volvió la vista hacia lo que estaba mirando Ogi-. Esas láminas las coleccionaba mi marido en Francia. Hay también otras de varias clases, que muestran puentes de hierro dibujados. En cada uno de esos puentes había una pagoda montada encima, sin utilidad práctica alguna, por supuesto, sino más bien como ostentación, para culminar un monumento.

– Dice aquí que es de fines del siglo XIX, y, según eso, coincide con la época de construcción de la torre Eiffel -dijo Ogi, mientras leía la fecha que acompañaba a la firma.

Tal vez fuera una época en que las construcciones de hierro se sentían como algo religioso.

Acto seguido Tsugane se sentó en el sofá, y esperando que la vista de Ogi dejara de fijarse en el cuadro para mirarla a ella, dijo:

– Es algo que pasó hace mucho tiempo: en la casa de la altiplanicie de Nasu cogiste unos pantys que… ¿Qué pasó con ellos luego? ¿No quieres contármelo con detalle?

La cara de Ogi enrojeció. Se sentía a sí mismo ridículo, con la sensación de estar suspendido en el aire. Se quedó tanteando con sus dedos la botella de Evian, que reposaba sobre la mesita baja ante él, mientras se preguntaba a sí mismo cómo lanzarse a hablar; en tanto que Tsugane inclinaba su torso y alargaba un brazo hacia Ogi, dando muestras de querer darle palmaditas en la rodilla. Con todo, por el contrario, enderezó ella el cuerpo, y habló en un tono serio, dominado por una profunda inteligencia práctica.

– No te enfades, y escúchame con espíritu abierto. Tampoco creas que trato de pasarlo bien burlándome de ti. Es simplemente que ahora mi vida se encuentra como caída en un estancamiento, y atormentada por muchas sensaciones. En medio de todo eso he sentido nostalgia por aquel estudiante de Grado Medio que se mostró tan interesado por mis pantys, en la altiplanicie de Nasu, siendo yo muy joven. Seguro que tu hermano y tu cuñada te harían sufrir, y lo pasarías muy mal. Y me pregunto por qué yo misma no hice nada en tu favor.

Al perfil redondeado de Tsugane afloró una oleada de rubor, pero su cutis se atirantó hasta dar la sensación de frialdad. Aun así, su gesto al servir agua de la gran botella de plástico en las copas le pareció elegante a Ogi.

– El otro día, cuando volví a mi apartamento me acordé de eso mismo. Yo entonces me puse aquella prenda, y envuelto en una sosegada sensación de confianza, me dormí. Y luego, a la mañana siguiente, ¿qué quedó de todo aquello? La verdad es que no lo recuerdo.

Ogi había dicho estas cosas sacando coraje de sí mismo. Pero sus palabras tenían muy poca fuerza de persuasión, incluso para él. Avergonzado de que fueran interpretadas como insinceras, se puso cada vez más colorado; y bebió un sorbo de agua. Pero Tsugane parecía aceptar sus palabras como la verdad misma. Más aún, inclinó el cuello en un gesto de ternura.

– Te voy a hacer una pregunta bastante simple. Cuando un chico joven se enfunda unos pantys de nosotras, las mujeres, como la cosa más natural del mundo, ¿no puede eso traer consecuencias lamentables, que se te vayan de la mano?

– No ha sido así en mi caso. Yo estaba tranquilo y calmado. Pero no es sólo eso. Todo mi cuerpo estaba como flotando entre algodones, y dormí a pierna suelta.

Mientras Tsugane seguía escuchando, a su carita redonda y arrebolada asomó un bostezo, lo cual cogió a Ogi por sorpresa. No obstante, ella parecía estar pensando a conciencia. Luego, dijo en voz baja:

– A lo mejor pretendías convertirte en niña. ¡Qué lástima!

Una ocurrencia que indudablemente tiene su lógica -pensó Ogi-: que uno se vista unos pantys de mujer, se le apacigüen los genitales, y luego duerma sosegadamente… ¿cómo no tomarlo por un deseo de convertirse en mujer? Ogi agachó su ruborizada cabeza, cavilando: su actitud podía interpretarse acaso como un autoconsuelo masoquista; y esto lo llevó a enrojecer aún más.

Tsugane miró al joven de arriba abajo inquisitivamente, y tragando saliva para acondicionarse la voz, manifestó su idea en tono resuelto:

– A pesar de todo, tú ahora no me das la impresión de ser una niña. Esas expectativas de muchacho que entonces tenías en el subconsciente se han trocado en la realidad que guardas bajo los pantalones. Paralelamente, aquella que yo era entonces y la que soy ahora, ambas se encuentran felices. Con el incidente de los pantys, yo también fui.objeto de las burlas de tu hermano y su mujer, pero en cierto modo tampoco puede decirse que yo me privara de tener mis fantasías eróticas. ¿Por qué no nos damos los dos ahora una gratificación a nuestra ingenuidad de entonces?, ¿eh? ¡Vamos a hacerlo!

Desde el bien aireado vestíbulo arrancaba una escalera de caracol con placas metálicas como baranda, que daba acceso a la planta superior, donde había un aseo, un baño japonés y un gran dormitorio. En éste se encontraban un espejo para arreglarse, una silla ante él, y una repisa de roble, a modo de mesita, como únicos accesorios. El resto del espacio lo ocupaba una generosa cama de matrimonio. Tsugane apartó la colcha y el ligero edredón, luego se plantó sobre la alfombra con las piernas extendidas y se quitó el vestido. Luego, con una sacudida de hombros, dejó caer su combinación de seda. Suavemente se quitó los calcetines de andar, y cuando se estaba bajando los pantys, le recorrió la cara hasta las mejillas- una arruguita de suave sonrisa. Ogi no se sintio muy feliz ante esa sonrisa dirigida a él, pero, para no ser menos ni decaer se animó vivamente a desnudarse cuanto antes.

De este modo, los dos empezaron su relación sexual; en la que no bier habían pasado tres minutos, los brazos menudos de Tsugane alejaron de s el pecho de Ogi, quien -ardiendo en pasión amorosa- no cejaba en su; movimientos para arriba y para abajo. Éste tomó a mal el rechazo, pero Tsugane se disculpó sumisamente, diciendo que de ese modo ella iba a llegar antes al orgasmo; y le pidió que le dejara retirar su cuerpo de debajo de él. Acto seguido se dio la vuelta echándose boca abajo, y exponer ante Ogi las dos esferas blanquecinas de sus nalgas; para alzarlas enseguida hasta una altura que resultaba cómica, y dejar ver en medio el rojo sexo. Ella actuaba con la dedicación de una jovencita que se extasiara en el sexo por pura diversión; en tanto que Ogi, pronto rehecho de su mal humor, era incapaz de refrenar una sonrisa. Se sentía orgulloso de que esa inteligente mujer, mayor que él, le mostrara tan sana pasión carnal…

La relación sexual así iniciada no se limitó a un encuentro aislado para el joven, sino que ¡se repitió con frecuencia en los días siguientes! Incluso mientras se aplicaba a las labores administrativas, realizando entrevistas y averiguaciones en torno a la lista de Patrón -el número de respuestas recibidas era superior a cien-, Ogi tenía la cabeza llena con imágenes de todos los rincones del cuerpo de Tsugane; y superponiéndose con ellas veía también el movimiento sobre la carne de sus propios dedos, y de los dedos de Tsugane. Se hizo ante todo un horario para poder escaparse a aquella ciudad universitaria, pero hasta cumplir su horario en la oficina, él se ocupaba en despachar las cartas de Patrón, así como los mensajes por fax y por e-mail, y -cuando era necesario- por teléfono, para poder ir llevando su trabajo al día.