– Ja, ja. Ninguna llave escondida. Y, por supuesto, todas mis ventanas están cerradas -lo miró con ojos llenos de consternación-. No es así como imaginé que iría la velada.
– ¿Oh? ¿Y qué imaginaste?
– ¿La verdad brutal?
– Absolutamente.
– Tú. Yo. Chocolate. Desnudos.
– Eso suena estupendo -¿estupendo? Se preguntó de dónde había sacado tanta afición por los eufemismos.
– Decididamente, sin cachorros -continuó Carlie-. Y yo llevando otra cosa que una toalla. Al menos para empezar.
La devoró con la mirada.
– Lo que llevas ahora me encanta.
Ella rió.
– Gracias.
Daniel se puso de pie y alargó una mano.
– Ven. Entremos antes de que te enfríes. Acomodaremos a los perros y luego llamaremos a un cerrajero. Mientras lo esperamos, podemos disfrutar de unas trufas.
Lo miró con curiosidad.
– ¿La cita sigue en pie? ¿A pesar de los perros, del agujero nuevo en tu patio y de mi toalla?
– Sí, a pesar de los perros y del agujero nuevo en mi patio, pero debido a tu toalla.
Riendo y sosteniendo a M.C., aceptó su mano y dejó que la ayudara a incorporarse. Al quedar erguida, vio que los separaban menos de treinta centímetros. Y unos cachorros súbitamente somnolientos.
Se miraron a los ojos.
– Llamar al cerrajero, ayudarme con los perros… parece que has solucionado la crisis inmediata.
– Te dije que era un experto solucionador de problemas.
– Además de eso, era un besador experto.
– Bueno… tú tampoco lo haces mal -otro eufemismo.
– Lo creas o no, por lo general no soy tan Juanita Calamidad.
– Quizá para ti aparecer en mi casa con una toalla es una calamidad, pero para mí desde luego no lo es -sonrió, la tomó de la mano y se encaminó hacia la casa. El contacto le provocó un hormigueo encendido por el brazo.
Después de cruzar el patio de ladrillos, le soltó la mano y le abrió la puerta.
– Sígueme -la condujo hacia la sala de estar. De camino, sacó una manta del armario de los abrigos. Una vez allí, extendió la manta sobre el suelo y depositó con delicadeza al cachorrito casi dormido. Gelatina bostezó con ganas y no tardó en entrar en el paraíso de los perros. Carlie dejó a Mantequilla de Cacahuete, que apoyó la cabeza en el lomo de su hermano y también se quedó dormido.
Daniel se irguió y la miró, incapaz de apartar la vista de ella. Sabía que tenía que hacer algo con un cerrajero, pero al mirarla, agitada y con el cabello revuelto y prácticamente desnuda, apenas era capaz de recordar su propio nombre.
Alargó la mano y le rozó la mejilla. Ella entrecerró los ojos. El sonido leve y jadeante, que salió de sus labios entreabiertos, tensó cada músculo del cuerpo de Daniel.
– ¿Recuerdas el «tú, yo, chocolate y desnudos» que mencionaste antes? -musitó, acariciándole la curva del cuello hasta llegar a la parte superior de la toalla.
Los ojos de ella parecieron oscurecerse.
– Absolutamente.
– ¿Eres muy quisquillosa en el orden que deben seguir?
Por respuesta, con un movimiento hizo que la toalla que la cubría se cayera.
– Bajo ningún concepto.
Capítulo Seis
De pie delante de Daniel, sin otra cosa que su mejor sonrisa seductora, vio cómo sus ojos se iluminaban por el deseo, llenándola de poder y satisfacción femeninas. No cabía duda de que a él le gustaba lo que veía.
Estaba impaciente por ver qué haría al respecto. Y como hacía seis meses que no practicaba el sexo, cuanto antes, mejor; al menos para ella.
Pero en vez de apagar ese infierno que había encendido dentro de ella, no hizo movimiento alguno para tocarla y la miró de arriba abajo. Sintió esa pausada inspección como una caricia.
Cuando sus miradas volvieron a encontrarse, él comentó con voz ronca:
– Eres como un regalo sin desenvolver -le acarició la clavícula-. Y ni siquiera es mi cumpleaños.
Antes de que ella pudiera decir algo, sus palmas bajaron para coronarle los pechos. Con los dedos pulgares le frotó los pezones, un contacto ligero que provocó un gemido y le lanzó una descarga directa de placer hasta el mismo núcleo.
– Eres hermosa -susurró con voz ronca.
Una vez más, él le robó las palabras cuando bajó la cabeza y se llevó un pezón al calor satinado de su boca. Con un jadeo, ella echó la cabeza para atrás y se apoyó en sus hombros.
Mientras sus labios y lengua lamían la piel sensible, sus manos bajaron, y una le acarició el abdomen mientras la otra la sujetaba por el trasero. Deslizó los dedos entre los muslos y Carlie abrió más las piernas.
Su prolongado «ooooohhhh» de placer llenó el aire, mientras él la provocaba con un movimiento suave y circular que le debilitó las rodillas. Ella metió los dedos en el pelo sedoso y tupido de Daniel, y luego por debajo del polo para acariciarle la espalda. Tenía la piel caliente y suave y desesperadamente quiso y necesitó sentir más de él. Todo él.
Pero en vez de acelerar las cosas, Daniel continuó atormentándola con su ritmo pausado. Subió los labios para explorarle el cuello y la delicada piel detrás de las orejas. Bajando las manos por su muslo, le alzó la pierna y, con un gemido, Carlie enganchó la pantorrilla en la cadera de él. Los dedos expertos continuaron con su enloquecedora misión de excitarla, introduciéndose en ella y acariciándola despacio. Ella intentó mantener el placer, no caer al abismo, pero el ataque a sus sentidos fue implacable. El orgasmo palpitó por todo su cuerpo, arrancándole un grito que concluyó en un hondo suspiro de saciada satisfacción.
En cuanto los temblores menguaron, él la alzó en sus brazos fuertes. Avanzó rápidamente por el pasillo y ella enterró la cara en su cuello y le mordisqueó la piel.
El gemido ronco vibró a través de sus dientes.
– Como mantengas eso, no llegaremos al dormitorio.
– Yo no he llegado, por si no lo has notado.
– Créeme, lo he notado. Si se me hubiera ocurrido meter un preservativo en mi bolsillo, no habrías salido de la sala de estar.
– Si no me llevaras en brazos, tampoco habría salido. Siento las rodillas flojas, como globos desinflados… condición por la que te doy las gracias, a propósito.
– El placer ha sido todo mío.
– De hecho, no lo ha sido, pero estoy ansiosa por devolverte el favor.
– Eso me convierte en un hombre afortunado.
– Créeme, vas a recibir toda case de suertes.
Segundos más tarde, la depositaba en la cama con suavidad. De pie junto al borde, mirándola con una expresión llena de fuego, estaba a punto de quitarse el polo cuando ella se puso de rodillas y le detuvo las manos.
– No tan deprisa -le acarició el suave material-. Tú me desvestiste; ahora es mi turno.
Daniel soltó el bajo del polo y puso las manos en las caderas de ella para acercarla. La suave curva del vientre chocó contra su erección, lo que le hizo contener el aliento. Subió y bajó las palmas de las manos, acariciándole esas curvas exquisitas.
Ella alzó las manos y le tocó las gafas.
– ¿Puedes ver bien sin ellas? No querría que te perdieras algo.
Se las quitó y las dejó sobre la mesilla.
– Por lo general, soy miope. Tendré que quedarme muy cerca.
– Considéralo hecho. Y ahora… fuera el calzado -después de quitarle las zapatillas y echar a un lado los calcetines, dijo-: Manos arriba.
Obedeció.
– ¿Estoy arrestado?
– Sí. Tienes derecho a permanecer… -le subió el polo por la cabeza y lo tiró, mirándolo. Él bajó los brazos- muy, muy caliente.
– Creía que tenía derecho a permanecer en silencio.
– Y así es, pero no resulta imprescindible. Haz todo el ruido que quieras -lentamente, frotó los pechos contra su torso y esbozó una sonrisa perversa-. Tú ya sabes que a mí me encanta gemir y jadear.
– Sí.
Le bajó las manos despacio por el torso, luego deslizó las yemas de los dedos por la piel sensible justo encima de la cintura de los vaqueros, mientras se adelantaba y le mordisqueaba el lóbulo de la oreja. Cuando él emitió un gruñido, le susurró al oído: