Daniel mirándola, los ojos nublados por el deseo, susurrando su nombre, tocándola. Encima de ella. Debajo de ella. Enterrado en ella. Las manos y la boca… por todas partes.
Y estaba a punto de terminar. Al día siguiente tendría lugar la mudanza.
En las últimas dos semanas había sentido como si su tiempo juntos hubiera iniciado una cuenta atrás, un incesante clic interior que se había obligado a arrinconar en la mente. Pero el espacio se había agotado, porque al día siguiente él se iría.
No sólo ocupaba toda su mente, sino que temía que la situación fuera mucho peor, que hubiera logrado tomar residencia permanente en su corazón. Necesitaba ayuda. Una conversación que le diera ánimos. Ya. Sacó el teléfono móvil del bolso y marcó con rapidez.
– ¿Hola? -dijo una voz familiar.
– Hola, mamá.
– ¿Qué sucede, cariño?
No pudo evitar reír.
– Sólo he pronunciado dos palabras. ¿Qué te hace pensar que pasa algo?
– Soy madre. Conozco esas cosas. Y basándome en tu voz, adivino que sea lo que sea lo que pase, involucra a un hombre, y lo más probable es que se trate del vecino que mencionaste brevemente cuando hablamos por última vez la semana pasada, Daniel.
¿Brevemente? Había dicho su nombre, nada más. Y sólo porque Daniel había estado presente cuando su madre llamó y oyó la voz de fondo mientras él jugaba con los cachorros.
– De acuerdo, siempre se te ha dado bien adivinar, pero esta vez me asustas. ¿Qué tienes…? ¿una bola de cristal?
– No, sólo el cromosoma «sé cuándo mi pequeña me necesita», que jamás desaparece, sin importar lo crecida que esté la pequeña. Así que cuéntame qué pasa.
Suspiró, sabiendo que era imposible negar que se sentía atribulada.
– En las últimas dos semanas, Daniel y yo hemos, mmm, estado viéndonos bastante -por su mente pasó otra imagen de él desnudo-. Y todo ha sido… fantástico. Es muy… agradable -hizo una mueca ante esa palabra tibia-, y no me refiero sólo en la cama. Y ése es el problema. Se muda mañana, y, bueno, yo… lamento que se vaya. Yo… yo… voy a echarlo de menos -para su consternación, le tembló el labio inferior y se le humedecieron los ojos-. Cuando empezamos, eso me pareció perfecto. Sabía que nuestro tiempo juntos tenía un fin. Y lo último que yo buscaba era un hombre que entrara en mi vida. Sabes que siempre he rechazado las relaciones serias, al menos hasta terminar la universidad.
– Recuerdo que me lo dijiste, sí.
Se pasó la mano por el pelo.
– Pero Daniel resultó ser… tan diferente… Tan inesperado… Me hace reír. Tiene talento y es inteligente. Amable y generoso. Pausado y paciente con los perros. Estupendo con su familia. Y para coronarlo, ha dedicado horas a desarrollarme una página web profesional, que yo jamás me habría podido permitir, para anunciar mis servicios terapéuticos. Se suponía que lo nuestro iba a ser sin ataduras, pero es todo lo contrario.
– ¿Y por qué crees que es así?
– Supongo que porque… me gusta -se frotó el puente de la nariz-. El problema es que creo que me gusta un poco demasiado. Desde luego, más de lo que yo quería.
– Mmmm. ¿Y qué piensas hacer al respecto?
– Eh… nada. No hay nada que pueda hacer. Mañana él se marcha a Boston. Esto no ha sido más que una aventura. Para los dos. Mi vida esta aquí. No tengo tiempo ni energía para dedicarme a una relación a larga distancia. Y aunque lo tuviera, él no me ha indicado que estaría interesado en que lo hiciera.
– ¿Habéis hablado de ello?
– Acordamos mantenernos en contacto, pero ya sabes lo que eso significa. Intercambiaremos unos correos electrónicos y unas llamadas que se irán haciendo incómodas cuando él empiece a salir con alguien.
– Y cuando tú empieces a salir con alguien -indicó su madre.
– Exacto -intentó imaginarse en brazos de otro hombre y falló por completo.
– ¿Sabe él lo que sientes?
– No lo sé ni yo misma. Excepto que estoy… confundida. E irritada conmigo misma por dejar que mi corazón se involucrara.
– ¿Crees que es posible que, tal vez, también él haya involucrado su corazón?
A Carlie se le disparó el pulso, pero contuvo la ridícula esperanza.
– Espero que no, porque tampoco importaría. Se marcha. Yo me voy a quedar. Y entre los dos habrá un país entero.
Su madre suspiró.
– Lo siento, cariño. Ojalá hubiera algo que pudiera hacer para que te sintieras mejor.
– Ojalá. Pero te agradezco que me escuches. Sólo estoy siendo sentimental por San Valentín y todo eso. En cuanto se marche y no lo vea a diario, todo volverá a la normalidad.
– Estoy segura de ello. Pero…
– ¿Pero qué?
– ¿Eso será suficiente? Eres una chica inteligente, Carlie. Sabrás lo que tienes que hacer -su hija guardó silencio-. Al menos has ganado el premio de San Valentín -añadió con tono demasiado festivo.
– Desde luego.
Era lo que había querido en un principio. Por desgracia, temía haber recibido más de lo que había pedido.
Con un ramo de flores en la mano, Daniel se hallaba en el porche de Carlie. Respiró hondo. Por motivos que se negaba a analizar demasiado, se sentía nervioso. Tenso.
«Es por la mudanza», se dijo, moviendo los hombros para eliminar la rigidez. «Despedirme de Carlie».
Y eso, por desgracia, se había convertido en una tarea infranqueable.
Se pasó la mano por el pelo y se preguntó qué diablos le pasaba. Debería sentirse en la cima del mundo. El agente inmobiliario le había informado de que alguien estaba muy interesado en su casa. Y en la ciudad le esperaba un trabajo estupendo.
Sólo estaba… nervioso. No era más que eso. En cuanto se asentara en Boston, estaría bien. Perfectamente bien.
Sintiéndose mejor, llamó al timbre. M.C. y G. iniciaron un coro frenético de ladridos y él sonrió ante la conmoción. Segundos después la puerta se abría y Carlie aparecía agitada y sonriente, tratando sin éxito de contener a los perros. Su corazón realizó la ya habitual cabriola cada vez que la veía.
Llevaba puesto un vestido rojo incendio que le ceñía las curvas de un modo que disparaba todas las alarmas. Con el escote alto y las mangas largas, no mostraba nada de piel, pero tal como resaltaba su figura, se ganaba el título de Vestido Más Sexy Que Jamás Había Visto. Unas sandalias con tiras hacían que sus piernas tonificadas parecieran interminables. El recuerdo de esas piernas enroscadas en torno a él, instándolo a penetrar más en su cuerpo, le dejó una estela de calor por el cuerpo.
Sin decir nada, ella le rodeó el cuello con los brazos, se pegó a él y le dio un beso. Cuando al fin levantó la cabeza, tenía las gafas empañadas, lo que no le sorprendió. Después de quitárselas, la miró a esos ojos maravillosos.
– Me ha encantado el recibimiento -sonrió.
Ella movió las cejas de forma exagerada.
– Aguarda a ver lo que he planeado para después.
«Después… cuando se despidieran». Daniel le dio un beso rápido en la frente y se obligó a sonreír.
– Estoy impaciente -la soltó, dio un paso atrás y le mostró el ramo-. Para ti. Feliz día de San Valentín.
Ella aceptó las flores y las olió.
– Son preciosas. Gracias.
– De nada. Y hablando de preciosa… -bajó los dedos por las mangas del vestido-. Tienes un aspecto increíble.
Ella observó su traje gris marengo, la camisa blanca y la corbata roja de seda.
– Iba a decir lo mismo de ti. Pasa. Pondré las flores en agua y luego podremos marcharnos -dio la vuelta y cruzó el umbral.
– Eso suena… -calló. El vestido, que le había cubierto por completo la parte frontal, le dejaba toda la espalda, desde el cuello hasta las caderas, completamente desnuda.
– ¿Suena qué? -preguntó por encima del hombro mientras iba a la cocina.
– Eh… estupendo. Con la vista clavada en esa magnífica piel desnuda, entró en la casa, cerró la puerta y la siguió a la cocina. M.G. y G. corrieron por delante de él hacia sus cuencos con comida-. Es todo un vestido. Aunque creo que está al revés -le mordisqueó con delicadeza el lóbulo de la oreja.