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Kevin, que se había rezagado unos pasos, chocó contra él y soltó un gruñido.

– Creía que habías dicho que la tienda estaba por aquí. ¿Cuál es el problema, hermano?

Daniel siguió mirando a Carlie Pratt, sin M.C. y G… lo que significaba que los diabólicos perros en ese momento probablemente estarían disfrutando cavando más agujeros en su patio. Carlie Pratt, quien, con el sol dorado centelleando sobre su cabello castaño rojizo, parecía rodeada por un halo.

Pero eso era lo único angelical acerca de ella.

Avanzaba con un andar lento y seductor, que le hizo pensar en sábanas de satén y sexo ardiente y sudoroso. Se maravillo del contoneo de sus caderas. Como el pecado en movimiento. Se preguntó cómo no lo había notado nunca antes. Probablemente, porque cada vez que la veía corría tras los perros. O iba en coche. O estaba sentada en el patio trasero, donde la hierba, para ser sincero, mostraba aún más agujeros que el de su propia casa.

Por lo general, iba vestida con un jersey holgado o vestidos amplios que parecían batas de hospital. Pero no ese día. En ese momento lucía unos vaqueros ceñidos que le resaltaban cada curva maravillosa… y tuvo que reconocer que tenía más curvas que una montaña rusa. Y un jersey en «V» del color de un melocotón maduro. La boca se le hizo agua con sólo mirarla.

Kevin plantó una mano en el hombro de Daniel y musitó:

– Vaya. Ya veo qué te ha puesto en este trance. Es preciosa.

Sí lo era. La había considerado atractiva desde el día que se había mudado a la casa colindante, pero no le había prestado más atención porque, en aquel entonces, había estado con Nina. Luego, cuando ésta había desaparecido del cuadro, se habían visto poco debido al trabajo… con la excepción de los incidentes con los cachorros.

Pero en ese momento la veía bien.

Y le gustaba todo lo que veía.

Para un hombre que se enorgullecía de ser pragmático, lógico y sensato, experimentó una oleada de deseo encendido, que a punto estuvo de incinerarlo allí mismo. Una reacción que no podía describirse como pragmática, lógica ni sensata.

– Si las chicas de Austell son así -dijo Kevin-, creo que estás loco si te vas. Y por el modo en que la miras, estás perdido -le dio un golpe en el hombro-. Puede que quieras cerrar la boca y dejar de babear si te apetece presentarte.

Daniel tragó saliva y encontró la voz perdida.

– No hacen falta presentaciones. Ya la conozco.

– ¿Sí? ¿En el sentido bíblico?

En su mente se materializó una imagen nítida de Carlie desnuda en su cama. Ceñudo, la desterró. Pero no antes de que dejara una estela de calor.

– No -bajó aún más la voz-. Es mi fastidiosa vecina, la que tiene los perros aficionados a la excavación.

– No la estás mirando como si fuera una molestia. Si quieres mi opinión…

– No…

– Ella sola haría que un tipo deseara cubrir su patio con galletas para perros.

Daniel miró a su hermano. No sabía qué expresión había puesto, pero fuera cual fuere, hizo que su hermano alzara las manos en burlona rendición.

– Eh, sólo era un comentario. No hace falta que me mates con la mirada. Es toda tuya.

Daniel frunció el ceño.

– No es mía. No la quiero. Diablos, estoy impaciente por alejarme de ella.

– Eh. De acuerdo. Lo que tú digas -movió la cabeza-. Se ha detenido.

Daniel giró la cabeza. Carlie se había detenido para mirar en un escaparate, ofreciéndole una visión lateral, con tantas curvas y tan sobresaliente como la frontal. La brisa capturó su cabello, apartándole unos bucles de la cara, que con gesto distraído se acomodó detrás de la oreja. Luego, entró en la tienda.

La desaparición de Carlie lo sacó del estupor en que se hallaba sumido; parpadeó y se pasó la mano por la cara.

Se puso a caminar con extremidades extrañamente rígidas, como si se hubieran transformado en cemento, y estiró el cuello para ver en qué tienda había entrado. Vagamente notó que Kevin caminaba a su lado y fingió no oír las risitas apenas contenidas de su hermano. Segundos más tarde se dio cuenta de que había entrado en Dulce Pecado.

Mmmm… ¿estaría haciendo una compra para ella o buscando un regalo de San Valentín para un novio? Cuando Carlie se mudó a la ciudad, había dado por hecho que tenía varios amigos, después de haber observado a través de la ventana de su despacho que un buen número de hombres entraba y salía de la casa. Luego, cuando le había devuelto a sus cachorros por primera vez después de que hubieran pasado por debajo de la valla hasta su patio, ella le había explicado que era fisioterapeuta en el Delaford Resort & Spa, justo a las afueras de la ciudad, cerca de Crystal Lake, pero que también trabajaba por cuenta propia, tratando a unos pocos y selectos clientes de mucho tiempo. No había mencionado a ningún novio y él no había sentido un deseo especial de enterarse.

Pero, de repente, deseaba saberlo. Frunció el ceño y movió la cabeza ante esa súbita necesidad de conocer algo sobre su vida personal, aunque luego decidió llamarlo… simple curiosidad. Sólo era eso. No era que importara mucho… menos cuando pensaba marcharse de la ciudad en dos semanas. Kevin le dio en las costillas.

– Eh, ahí hay una cafetería. Voy a pedir café por vena. En cuanto haya revivido, me reuniré contigo en la confitería. Eso te dará tiempo para charlar con la vecina que no, mmm, te gusta.

– En ningún momento dije que no me gustara.

– Oh. Claro. Dijiste que no la querías.

– Correcto.

– Oh, sí, es totalmente obvio. Cualquiera podría verlo. En serio -con una risita, fue hacia la cafetería.

Daniel permaneció en la acera durante varios segundos, reorganizando los pensamientos que la visión de Carlie Pratt había desperdigado. Se preguntó por qué diablos aún seguía allí de pie en la calle. Dulce Pecado había sido su destino. Tenía todos los motivos para entrar en el local. Y si daba la casualidad de entablar conversación con ella… bueno, era lo que haría cualquier buen vecino.

Respiró hondo, irguió los hombros y luego entró decidido en Dulce Pecado.

Capítulo Dos

En cuanto Carlie entró en Dulce Pecado, sus sentidos se vieron inundados de chocolate y a punto estuvo de soltar un gemido de placer. Respiró hondo, llenando su cabeza con el delicioso aroma. Casi podía oír cómo esos dulces entonaban: «Pruébame, pruébame».

Esa tienda era el último sitio al que una reconocida adicta al chocolate, con un bajo presupuesto debía ir, pero después de leer el periódico anunciando la apertura y la desconcertante promoción de San Valentín, había sido incapaz de resistir la tentación. Podía resistir muchas cosas, pero entre ellas no figuraba el chocolate. Ni la posibilidad de ganar una fabulosa cena de San Valentín en el restaurante de cinco estrellas del Delaford, el Winery.

«Piensa en la enorme matrícula que tendrás que pagar y en los libros de texto tan caros que vas a necesitar», le aconsejó una voz interior.

Como si pudiera olvidarlo. Aún le faltaba un año para sacar el diploma en terapia ocupacional, y eso, sumado a la carga añadida de pagar toda la renta de la casa, después de que su amiga Missy se hubiera fugado con un chico dos días antes de que tuvieran que mudarse, hacía que el dinero escaseara. Desde luego, era más escaso de lo que había imaginado en su vida al llegar a los veintiocho años.

No obstante, no iba a dejar que nada la apartara de lograr el diploma y luego asegurarse el trabajo con el que había soñado, en el que podría ayudar a personas que se enfrentaban a desafíos de ayudarse a sí mismas. Como su abuelo, cuyo ataque al corazón diez años atrás la había encauzado en el curso que había elegido para sí misma. Y cuya recuperación continuaba inspirándola hasta el presente.

Una de las cosas que había sufrido un recorte drástico había sido permitirse chocolates de gourmet. La decisión había sido buena para su cuenta corriente, pero trágica para sus papilas gustativas.