Pero después de dos meses de negárselos, de sobrevivir con chocolates de supermercado, se merecía un pequeño capricho. Clavó la vista en la exposición de trufas importadas y sintió que la boca se le hacía agua. Algo procedente de Bélgica sería tan fabuloso…
Juntó las manos, cerró los ojos y disfrutó otra vez de ese maravilloso aroma, vagamente consciente de que la puerta se abría y cerraba a su espalda, y luego de unos pasos que se acercaban.
– Vaya, sí que huele bien aquí.
Abrió los ojos, ya que al instante reconoció la voz profunda y ronca procedente a su espalda y giró en redondo. A menos de un brazo de distancia se hallaba Daniel Montgomery, su atractivo vecino. Se le veía maravilloso con una camisa azul de franela, que resaltaba de manera peculiar los ojos almendrados enmarcados en las gafas de montura negra que solía llevar, sumado a esos vaqueros que hacían cosas aún más espectaculares con todo lo demás. El mismo vecino al que nada más ver, la primera vez, le había alterado el pulso y que siempre la dejaba muda. Y que de no ser por los agujeros que le hacían en el patio M.C. y G., ni siquiera sabría que existía. Además, eso poco importaba, ya que tenía novia. Habían estado compartiendo un beso en el porche el día que ella había llegado a la casa nueva. Sin mencionar que iba a marcharse de la ciudad.
El corazón le dio un vuelco al darse cuenta de que la miraba con cierta admiración y mucho interés. Parpadeó y se dijo que sin duda la luz del sol le había nublado la vista. Volvió a parpadear y la invadió una ridícula decepción. No cabía duda de que había sido el sol, porque no tenía una mirada de admiración, sino de confusión. Como si no la hubiera visto nunca.
Su expresión aturdida la instó a decir:
– Hola, Daniel. Soy, mmm, yo, Carlie -se maldijo por no saber cómo hablar con él.
Él pareció salir del estado de estupor en el que hubiera podido caer, probablemente por una sobrecarga sensorial de chocolate, y asintió.
– Lo sé. Hola, Carlie.
El modo en que pronunció su nombre, con esa voz ronca, le subió la temperatura unos pocos grados. El gesto de asentimiento había hecho que las gafas descendieran y que con gesto dominado él volviera a subírselas, haciendo que Carlie apretara los labios para suprimir el suspiro femenino que quiso escapar de sus labios. No había ninguna explicación lógica para que le excitaran esas gafas, pero por alguna razón desconcertante, las encontraba increíblemente eróticas. Una mirada a Daniel y sólo era capaz de pensar en darle un beso que le nublaría para siempre los cristales de las gafas.
Lo cual resultaba inexplicable, porque Daniel Montgomery no era su tipo. Le gustaban deportistas, y así como parecía que él se encontraba en buena forma, tenía «fanático de los ordenadores» escrito en la cara. Por lo que podía ver, pasaba casi todo el tiempo en la casa, sin duda delante de un ordenador, ya que en una ocasión había mencionado ser autónomo y desarrollar un trabajo informático. Extrañamente, nada de eso la había frenado de sentir esa loca atracción por él. Quizá padecía algún raro desequilibrio hormonal.
Se dijo que lo mejor que podía hacer era enterarse del certamen de Dulce Pecado en vez de mirar fijamente a Daniel. Por desgracia, era más fácil decirlo que hacerlo. Y también él podría dejar de mirarla de esa forma tan intensa y entablar una conversación social.
Él carraspeó.
– ¿Cómo… están M.C. y G.?
– ¿Te refieres a mis perros? -contuvo otro gemido y apenas logró evitar darse en la frente con la palma de la mano. «¡Qué respuesta brillante!». Aunque la culpa era de Daniel por hacerle esas preguntas tan complicadas después de aturdirla con su inesperada presencia.
Él sonrió.
– Bueno, ¿qué te parece si empezamos por ellos y luego pasamos a todos los otros M.C. y G. que conocemos?
Ese esbozo de sonrisa atrajo su mirada a la boca de él. Una boca increíblemente tentadora y hermosa. Los labios bien formados de algún modo lograban parecer suaves y firmes al mismo tiempo. Como algo creado tanto por los ángeles como por el diablo con el fin de comprobar si era posible alcanzar un ideal celestial y perverso… con un éxito espectacular. Como el chocolate, esa boca parecía llamarla con la misma letanía seductora: «Pruébame, pruébame».
Lo miró a los ojos y se humedeció los labios en un esfuerzo por hacerlos funcionar, ya que parecían haber olvidado cómo formar palabras.
– Los cachorros… están, eh, bien. Estupendos. A buen resguardo dentro de mi casa.
Él se secó la frente con gesto exagerado.
– Vaya. Mi patio te lo va a agradecer.
Entonces esbozó una sonrisa ladeada que a pesar de no ser simétrica, resultó absolutamente… perfecta. Una sonrisa que le formó unos hoyuelos en las mejillas que tanto sus dedos como sus labios anhelaron explorar.
Todo lo femenino que tenía en ella se puso firme.
– ¿Qué te trae a Dulce Pecado? -preguntó él.
Ella se acercó un poco más para susurrarle con tono de conspiración:
– Me temo que tengo debilidad por el chocolate -se echó para atrás y le costó no hacer un comentario admirativo sobre lo bien que olía. Limpio. Fresco. Masculino. Delicioso.
– Una debilidad por el chocolate, ¿eh? ¿No la tenemos todos?
Ella rió.
– ¿Tú también?
– Me temo que sí -en su mirada ardió algo hambriento-. Entre otras cosas.
De no considerarlo imposible, diría que su vecino sexy, cuya sonrisa casi le detenía el corazón, estaba coqueteando con ella. Al instante descartó ese pensamiento. Lo último que necesitaba eran unas fantasías inducidas por Daniel desbocadas por su mente.
Se encontró con su mirada y apretó los labios para no soltar algo que la hiciera morir de vergüenza.
El silencio creció entre ellos durante unos largos segundos, mientras Carlie maldecía el efecto que ese hombre surtía sobre ella. Nadie la había dejado jamás en ese estado de impotencia verbal. Cuando una suave voz femenina dijo a su espalda «buenos días», agradecida apartó la vista de Daniel y giró, sintiendo que acababan de salvarla de morir ahogada.
– Bienvenidos a Dulce Pecado -saludó la mujer, mientras su cálida mirada marrón los evaluaba con curiosidad-. Me llamo Ellie Fairbanks, propietaria del local, y me encanta que hayan venido para la inauguración. ¿Puedo ayudarlos?
Carlie le sonrió.
– Quiero dos de todo -dijo.
La risa melódica de Ellie se combinó con el sonido grave de la de Daniel.
– ¿Buscan algo para San Valentín? -preguntó Ellie, después de las breves presentaciones-. ¿Algo especial para alguien especial? -de nuevo la miró a ella y luego a Daniel-. ¿Quizá algo especial para su pareja?
El rubor invadió las mejillas el Carlie.
– No es mi pareja -se apresuró a explicar antes de que Daniel pudiera hacerlo, tratando de salvar lo que quedaba de su orgullo-. Sólo somos vecinos.
– Exacto -se situó junto a ella y se subió las gafas con el dedo índice-. Sólo somos vecinos.
– Y ni siquiera durante mucho tiempo, porque la casa de Daniel está en venta y se muda en un par de semanas -farfulló Carlie. Con un esfuerzo logró apretar los labios para contener ese flujo de palabras que amenazaba con adquirir vida propia.
– Bueno, me alegro de que decidiera visitar Dulce Pecado antes de marcharse, Daniel -Ellie sonrió-. Si le gustan nuestros chocolates, y estoy segura de que así será, podemos enviarle sus favoritos a su nueva casa.
– Suena estupendo -confirmó él-. Y el servicio de envío es justo lo que necesito hoy, ya que busco un regalo de cumpleaños para mi madre. Algo fuera de lo corriente.
– Desde luego, ha venido al lugar adecuado. Estoy segura de que podremos encontrar algo de su agrado.
– Daniel probablemente necesite algo para su novia, también -dijo Carlie, las palabras escapando de su boca antes de poder sellar sus rebeldes labios. Ni siquiera se molestó en rezar para que la tierra se abriera y la tragara.