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Ella se paralizó en mitad de una contorsión y abrió los ojos. Las miradas se encontraron y Daniel se preguntó si ella podría ver el hambre que sabía que centelleaba en sus ojos. Era imposible ocultarlo. Y no tenía nada que ver con el chocolate.

Lentamente, Carlie bajó los pies al suelo y se puso de pie, yendo hacia él con un contoneo hipnótico de las caderas que no hizo nada para aliviar la incomodidad que él experimentaba en la parte frontal de los vaqueros.

– ¿Quieres disfrutar como yo? -preguntó con voz sensual al acercarse.

– Absolutamente.

Ella se detuvo a poco menos de un metro de la valla, pero en su mente embriagada por la fantasía, aún pudo verla ondulando. Con los últimos rayos del sol resaltándole el cabello, los ojos brillando con picardía, y con una pieza a medio comer de chocolate entre los dedos, parecía la personificación misma de la tentación.

– Bueno, hay un par de problemas.

– Menos mal que soy un experto solucionador de problemas. Adelante, cuéntamelos.

– Primero, como podrás ver, ya lo he mordido.

– No me importa.

– ¿No te preocupa que pueda estar resfriada?

– En absoluto.

– Luego está el problema de que sólo he comprado cuatro de estas trufas belgas y ésta es la última. Y es excepcionalmente sobresaliente.

– ¿De verdad? No lo habría imaginado -bromeó.

– Oh, es fabuloso. Cualquier tipo de chocolate me da placer. Pero hace falta un tipo muy especial para inspirarme un «chocorgasmo».

La imaginación de Daniel de inmediato conjuró una serie de imágenes húmedas en las que aparecían él, ella, chocolate y orgasmos… el sudor comenzó a caerle por la espalda.

– «Chocorgasmo» -repitió despacio, saboreando la palabra-. Es muy… descriptivo. Y fascinante. Quiero experimentar uno.

– Estarías loco si no lo desearas.

Él asintió y con la cabeza indicó la pieza de chocolate.

– Bueno, ¿qué te parece? ¿Todo resuelto?

– No del todo. Por desgracia, cuando se trata de chocolate, no comparto.

– Te daría un millón de dólares.

– ¿Los tienes?

– No. Pero si los tuviera, te los daría.

Lo miró, luego el chocolate, y movió la cabeza.

– Lo siento.

– Si lo compartes conmigo, yo compartiré algo mío contigo.

El interés despertó en los ojos de ella.

– ¿Compartir qué?

«Lo que quieras».

– Chocolate.

– ¿Oh? ¿De qué clase tienes? Apuesto que del que te sobró el último Halloween.

– No -apoyó los antebrazos sobre la valla y se inclinó-. Trufas belgas. De diversos sabores. Una caja de medio kilo de Dulce Pecado.

Ella abrió mucho los ojos.

– No te creo.

– Sí.

– No te vi comprarlos.

– Te marchaste antes de que lo hiciera.

– ¡Pero cuestan cincuenta dólares el medio kilo!

– Lo sé. Pero ya te dije que siento debilidad por el chocolate. Ellie Fairbanks me aseguró que valen su precio hasta el último centavo. Basándome en tu reacción, tenía razón.

– Oh, desde luego que tiene razón. A ver si lo he entendido. Tienes en tu posesión medio kilo de trufas belgas.

– Sí. Ni siquiera he abierto la caja.

– ¿Una caja virgen? Deja de jugar conmigo.

Él se llevó la mano al corazón.

– Lo juro.

Lo estudió asombrada.

– Los has tenido todo el día y no te has comido ni siquiera uno.

– He estado demasiado ocupado -con la cabeza señaló su patio-. Llenando agujeros, plantando césped. Ya sabes, lo de costumbre -incluso con la luz menguante, pudo ver cómo se ruborizaba; los dedos le hormiguearon con el deseo de tocarle las mejillas.

– Oh -musitó-. Siendo ése el caso, creo que estoy en deuda contigo.

– Sí. Y tal como están las cosas, sólo recibiré media trufa.

– ¿Qué me dices de tu ofrecimiento de compartir tu chocolate? ¿Sigue en pie?

– Depende.

– ¿De qué?

– De si tú compartes el tuyo conmigo.

– Tú tienes mucho más.

Él sonrió.

– Es una ventaja para mí. Y qué suerte tienes tú de que no me importe compartir.

Ella avanzó hasta que los separó menos de medio metro… y una condenada valla. En ese momento, Daniel llegó a la conclusión de que si pudiera tener un único superpoder, elegiría la capacidad de hacer que las vallas desaparecieran.

Al estar más cerca, captó un poco de su fragancia. Algo floral y almizcleño que le hizo dar vueltas la cabeza. No supo si era algo bueno o debería asustarle.

– Bueno -dijo ella con una voz semejante a un ronroneo-, entonces supongo que puedes disponer de mi media trufa. Permite que te ofrezca un bocado celestial.

Extendió la mano, ofreciéndole la media trufa sostenida con delicadeza entre sus dedos pulgar e índice.

Carlie se hallaba frente a él, con el corazón latiéndole ridículamente deprisa, ante la idea de darle a Daniel lo que quedaba de su chocolate, pensando cómo se derretiría despacio en la cálida boca de él. La sacudió una percepción encendida, que le imposibilitó negar que le gustaría compartir mucho más que un bocado de chocolate con Daniel. Y a juzgar por el modo en que la miraba, no creyó que a él le desagradara la idea. Algo que quedó demostrado cuando en vez de tomar la trufa que le ofrecía, la asió por la muñeca y, despacio, se llevó su mano a la boca.

Adelantó el torso y con los labios le rozó los dedos. Carlie dejó de respirar, mientras se preguntaba si ésa era su lengua. Antes de poder sacar una conclusión, él se irguió. Sin soltarle la muñeca y con la vista clavada en ella, movió lentamente la mandíbula de un modo que le comunicó que sabía muy bien cómo se comía una trufa. Nada de masticar. Sólo un prolongado y lento derretimiento hacia el placer. Prácticamente experimentó otro «chocorgasmo» de sólo mirarlo, imaginando esa misma lengua recorriéndole la piel.

Después de tragar, Daniel dijo:

– Vaya. Ha sido increíble.

«Sí, para mí también» Involuntariamente, ella se lamió los labios.

Antes de poder recobrar el aplomo, él le miró el dedo índice y dijo:

– He pasado por alto un pedacito -con lentitud se introdujo la yema del dedo en la boca.

Santo cielo. Tenía una boca satinada, cálida y húmeda, y, en esa ocasión, le fue imposible titubear ante el reconocimiento de la lengua aterciopelada. Le rozó la piel con los dientes y le convirtió las entrañas en una fondue de chocolate.

Después de otra caricia con la lengua, retiró el dedo de sus labios y le soltó la mano.

– Delicioso.

Ella asintió. O así lo creyó. Con todas sus facultades concentradas en recordar la increíble sensación de esa boca, no pudo estar segura.

– Ahora que has compartido lo tuyo, imagino que es mi turno -afirmó él.

– Sí -no supo cómo encontró la voz para responder.

– ¿Estás libre esta noche? ¿Podría interesarte venir a comer una trufa?

La mirada en sus ojos sugería que tenía algo más que una trufa en mente.

Igual que ella.

Evidentemente, una aventura era lo único que podían tener con su inminente marcha, pero como ella no buscaba una relación seria, eso le parecía perfecto. Aunque la aventura sólo durara una noche, una hora, el modo en que ese hombre le revolucionaba las hormonas hacía que aceptara lo que se presentara.

Pero su invitación la devolvió a la realidad v con pesar movió la cabeza.

– Me encantaría, pero esta noche tengo una clase y sesión de estudio. He de irme en aproximadamente una hora.

– Escucha, sé que te gusta disfrutar de tus trufas, pero no tardarás una hora en comerte una -comentó divertido, señalando la casa con la cabeza-. Ven. Incluso prepararé café.

Desde luego, sabía cómo tentar a una chica. Llevándose los dedos al mentón, murmuró:

– Mmmmm. Suena estupendo… salvo por una cosa.

– ¿Qué?

– Para empezar, la tontería de «una trufa». Es un detalle muy rácano para alguien que tiene una caja entera.