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– ¡Que claven cuatro estacas en el suelo, que lo aten a ellas y que lo descuarticen!

Yussef mira al otro de arriba abajo con desprecio y grita:

– ¿Ese es el tratamiento que se le inflige al que ha luchado como un hombre?

Alp Arslan no responde y vuelve la cara. El prisionero lo increpa:

– ¡Tú, el Afeminado!

¡Es a ti a quien hablo! El sultán se sobresalta como picado por un escorpión. Coge su arco, que está a su lado, coloca una flecha y antes de tirar ordena a los guardias que suelten al prisionero. No puede tirar sobre un hombre sujeto sin riesgo de herir a sus propios soldados. De todos modos no teme nada, nunca ha errado el blanco.

¿Es el nerviosismo extremo, la precipitación, la dificultad de tirar a una distancia tan corta? Lo cierto es que Yussef no ha sido herido, que el sultán no tiene tiempo de disparar una segunda flecha y que el prisionero se precipita sobre él. Y Alp Arslan, que no puede defenderse si permanece encaramado en su pedestal, intenta bajarse, se engancha los pies con un almohadón, tropieza y cae al suelo. Yussef está ya sobre él, sosteniendo en la mano el cuchillo que guardaba escondido entre sus ropas. Tiene tiempo de atravesarle el costado antes de morir él mismo de un mazazo. Los soldados se encarnizan sobre el cuerpo inerte, despedazado. Pero conserva en sus labios una sonrisa socarrona que la muerte petrifica. Se ha vengado; el sultán apenas le sobrevivirá.

En efecto, Alp Arslan morirá al cabo de cuatro noches de agonía. De agonía lenta y de amarga meditación. Los cronistas de la época recogieron sus palabras: «El otro día pasaba revista a mis tropas desde lo alto de un promontorio cuando sentí la tierra temblar bajo mis pasos y me dije: ¡Soy el amo del mundo! ¿Quién podría compararse conmigo? Por mi arrogancia, por mi vanidad, Dios me ha enviado al más miserable de los humanos, un vencido, un prisionero, un condenado camino del suplicio; se ha revelado más poderoso que yo, me ha herido, me ha derribado de mi trono, me ha quitado la vida.»

Al día siguiente de ese drama, Omar Jayyám habría escrito en su libro:

De vez en cuando, un hombre se yergue en este mundo despliega su fortuna y proclama: ¡Soy yo! Su gloria vive el espacio de un sueño agrietado, ya la muerte se yergue y proclama: ¡Soy yo!

IX

En Samarcanda en fiestas, una mujer se atreve a llorar: esposa del kan que triunfa, es también y sobre todo hija del sultán apuñalado. Ciertamente, su marido ha ido a darle el pésame, ha ordenado que todo el harén lleve luto y ha mandado azotar ante ella a un eunuco que demostraba demasiada alegría. Pero de regreso a su divan no duda en repetir a sus allegados que «Dios ha oído las oraciones de la gente de Samarcanda».

Se puede pensar que en esa época los habitantes de una ciudad no tenían ninguna razón para preferir un soberano turco a otro. Sin embargo, rezaban porque lo que temían era el cambio de amo, con su cortejo de matanzas y sufrimientos y sus inevitables saqueos y depredaciones. Tenía el monarca que superar todo límite, someter a la población a unos impuestos excesivos, a perpetuas vejaciones, para que llegaran a desear que otro los conquistara. No era ése el caso con Nasr. Si no era el mejor de los príncipes, desde luego no era el peor. Se las arreglaban con él e invocaban al Altísimo para que limitara sus excesos.

Por lo tanto, se celebra en Samarcanda el haber evitado la guerra. La inmensa plaza de Ras el-Tak rebosa de gritos y entusiasmo. En cada pared se apoya la mercancía de un vendedor ambulante. En cada farola se improvisa una canción, unos rasgueos de laúd. Mil corros de curiosos se hacen y deshacen en torno a los narradores, los quirománticos, los encantadores de serpientes. En el centro de la plaza, sobre un estrado provisional y bamboleante tiene lugar la tradicional justa de poetas populares que celebran a Samarcanda la incomparable, a Samarcanda la inconquistable. El juicio del público es instantáneo. Unas estrellas suben, otras declinan. Por todas partes arden fogatas. Estamos en diciembre y las noches son ya rigurosas. En el palacio las jarras de vino se vacían, se rompen, el kan tiene el vino alegre, ruidoso, conquistador.

Al día siguiente ordena que recen en la gran mezquita la oración del ausente y luego recibe el pésame por la muerte de su suegro. Los mismos que la víspera habían acudido para felicitarle por su victoria, vuelven con rostro apesadumbrado para expresarle su aflicción. El cadí, que ha recitado algunos versículos de circunstancias e invitado a Omar a hacer lo mismo, cuchichea al oído de este último.

– No te asombres de nada, la realidad tiene dos caras, los hombres también.

Esa misma noche, Nars Kan convoca a Abu Taher y le pide que se una a la delegación encargada de ir a presentar los respetos de Samarcanda al sultán difunto. Omar forma parte del cortejo, verdad es que junto a otras ciento veinte personas.

El lugar de las condolencias es un antiguo campamento del ejército selyuquí, situado justo al norte del río. Miles de tiendas y de barracas se alzan alrededor, verdadera ciudad improvisada donde los dignos representantes de Transoxiana se codean con desconfianza con los guerreros nómadas de largos cabellos trenzados que han venido a renovar el vasallaje de su clan. Malikxah, diecisiete años, coloso con rostro de niño, cubierto con un amplio abrigo de caracul, se pavonea sobre un pedestal, el mismo que vio caer a su padre Alp Arslan. De pie a algunos pasos de él se encuentra el gran visir, el hombre fuerte del Imperio, de cincuenta y cinco años, a quien Malikxah llama «padre», signo de extrema deferencia, y a quien los demás nombran por su titulo, Nizam el-Molk, Orden del Reino. Jamás un apodo ha sido tan merecido. Cada vez que un visitante de importancia se acerca, el joven sultán consulta con la mirada a su visir, que le indica con una imperceptible seña si debe mostrarse amable o reservado, sereno o desconfiado, solícito o ausente.

La delegación de Samarcanda al completo se prosterna a los pies de Malikxah, que se da por enterado con un movimiento de cabeza condescendiente; luego cierto número de notables se separa del grupo para dirigirse hacia Nizam. El visir, impasible, los mira y los escucha sin reaccionar, mientras sus colaboradores se agitan a su alrededor. No hay que imaginárselo como señor vociferante del palacio. Si es omnipresente lo es más bien como el que mueve unas marionetas y con discretos toques imprime a los otros los movimientos que él desea. Sus silencios son proverbiales. No es raro que un visitante pase una hora en su presencia sin intercambiar otras palabras que las fórmulas de saludo y de despedida. Porque no se le visita necesariamente para conversar con él, se le visita para renovar el vasallaje, para disipar sospechas, para evitar el olvido.

Así, doce personas de la delegación de Samarcanda han obtenido el privilegio de estrechar la mano que sujeta el timón del Imperio. Omar va pisándole los talones al cadí, Abu Taher balbucea una fórmula. Nizam mueve la cabeza y retiene su mano en la suya algunos segundos. El cadí se siente honrado. Cuando llega el turno de Omar, el visir se inclina hasta su oído y murmura:

– En este día del próximo año ven a Ispahán. Hablaremos.

Jayyám no está seguro de haber oído bien, siente como una confusión en su mente. El personaje le intimida, el ceremonial le impresiona, la algarabía le marca, los gritos de las plañideras le aturden; ya no se fía de sus sentidos, querría una confirmación, una precisión, pero ya la multitud le empuja, el visir mira hacia otra parte, comienza de nuevo a mover la cabeza en silencio.