Выбрать главу

Durante el camino de regreso, Jayyám no cesa de rumiar el incidente. ¿Es el único a quien el visir ha susurrado unas palabras? ¿No lo habrá confundido con otro? ¿Y por qué una cita tan lejana en el tiempo y en el espacio?

Se decide a hablar de ello al cadí. Puesto que éste se encontraba justo delante de él, ha podido oír, sentir, incluso adivinar algo. Abu Taher le deja contar la escena antes de reconocer malicioso:

– Me di cuenta de que el visir te cuchicheaba algunas palabras, no las oí, pero puedo asegurarte que no te confundió con otro. ¿Viste todos esos colaboradores que le rodeaban? Tienen por misión informarse de la composición de cada delegación, de soplarle el nombre y la calidad de aquellos que van hacia él. Me preguntaron tu nombre, se aseguraron de que eras realmente el Jayyám de Nisapur, el sabio, el astrólogo, no hubo ninguna confusión sobre su identidad. Por otra parte, con Nizam el-Molk no hay nunca otra confusión que la que él juzga oportuno crear.

El camino es llano, pedregoso. A la derecha, muy lejos, una línea de altas montañas, las estribaciones de Pamir. Jayyám y Abu Taher cabalgan uno al lado del otro, sus monturas se rozan sin cesar.

– ¿Y qué puede querer de mí?

– Para saberlo tendrás que esperar un año. Hasta entonces te aconsejo que no te pierdas en conjeturas, la espera es demasiado larga, te agotarías. ¡Y sobre todo no se lo cuentes a nadie!

– ¿Tengo la costumbre de ser indiscreto?

El tono es de reproche. El cadí no se altera:

– Quiero ser claro. ¡No se lo cuentes a esa mujer!

Omar hubiera debido figurárselo; las visitas de Yahán no podían repetirse tanto sin que nadie lo notara. Abu Taher prosigue:

– Desde vuestro primer encuentro, los guardias vinieron a advertirme. Inventé una historia complicada para justificar sus visitas, ordené que no se la viera pasar y prohibí que fueran a despertarte por las mañanas. No lo dudes ni un momento, ese pabellón es tu casa, quiero que lo sepas hoy y mañana, pero tengo que hablarte de esa mujer.

Omar se siente molesto. No le gusta nada la manera que tiene su amigo de decir «esa mujer» y no tiene ningún deseo de discutir sus amores. Aunque calle ante su compañero de más edad, su rostro se cierra ostensiblemente.

– Sé que mis palabras te disgustan, pero te diré hasta el final lo que tengo que decirte, y si nuestra amistad demasiado reciente no me da ese derecho, mi edad y mi función lo justifican. Cuando viste a esa mujer por primera vez en el palacio la miraste con deseo. Es joven y bella, su poesía te gustó y su audacia hizo que te ardiese la sangre. Sin embargo, frente al oro vuestras actitudes fueron diferentes. Ella se atiborró de lo que a ti te repugnaba. Ella actuó como una poetisa de la corte, tú como un hombre sabio. ¿Hablaste con ella de esto después?

La respuesta es no y, aunque Omar no ha dicho nada, Abu Taher la ha oído perfectamente. Prosigue:

– Con frecuencia, al principio de una relación se evitan los temas delicados, se teme destruir ese frágil edificio que se acaba de elevar con mil precauciones, pero para mí lo que te separa de esa mujer es grave, esencial. No miráis la vida de la misma manera.

– Es una mujer y además es viuda. Se esfuerza por subsistir sin depender de un amo, no puedo por menos de admirar su valor. ¿Y cómo reprocharle coger el oro que sus versos merecen?

– Lo comprendo -dice el cadí, satisfecho de haber conseguido arrastrar a su amigo a esa discusión-. Pero ¿admites al menos que esa mujer sería incapaz de llevar otra vida que la de la corte?

– ¿Quizá?

– ¿Admites que para ti la vida de la corte es odiosa, insoportable y que no vivirías así ni un instante más de lo necesario?

Se produce un silencio embarazoso. Abu Taher termina por declarar preciso, firme:

– Te he dicho lo que debías oír de un verdadero amigo. Desde ahora no tocaré más este tema, a menos que seas tú el primero en hacerlo.

X

Cuando llegan a Samarcanda están agotados por el frío, el traqueteo de sus cabalgaduras y el malestar que se ha instalado entre ellos. Inmediatamente Omar se retira a su pabellón sin detenerse a cenar. Durante el viaje ha compuesto tres cuartetas que se pone a recitar en alta voz diez veces, veinte veces, sustituyendo una palabra, modificando un giro, antes de consignarlas en el secreto de su manuscrito.

Yahán llega de improviso antes que de costumbre y se desliza por la puerta entreabierta desprendiéndose sin ruido de su chal de lana. Avanza de puntillas por detrás. Omar está ensimismado y ella le rodea súbitamente el cuello con sus brazos. Pega su rostro al suyo y deja que caigan sobre sus ojos sus cabellos perfumados.

Jayyám debería sentirse colmado. ¿Puede un amante esperar más tierna agresión? ¿No debería, a su vez, pasado el instante de sorpresa, rodear con sus brazos la cintura de su amada, abrazarla, estrechar contra su cuerpo todo el sufrimiento de la separación, todo el calor del encuentro? Pero Omar se siente perturbado por esa intrusión. Su libro está aún abierto ante él, hubiera querido esconderlo. Su primer reflejo es de soltarse y aunque se arrepiente inmediatamente, aunque su vacilación sólo ha durado un instante, Yahán, que ha notado esa duda y esa forma de frialdad, no tarda en comprender la razón. Mira el libro con desconfianza, como si se tratara de una rival.

– ¡Perdóname! Estaba tan impaciente por verte que no pensé que mi llegada podría molestarte.

Un pesado silencio los separa, pero Jayyám se apresura a romperlo.

– Es este libro ¿sabes? Es verdad que no había previsto enseñártelo. Siempre lo he ocultado en tu presencia, pero la persona que me lo regaló me hizo prometer que lo conservaría secreto.

Se lo tiende. Ella lo hojea algunos instantes aparentando la mayor indiferencia a la vista de esas escasas páginas emborronadas, diseminadas entre las decenas de páginas en blanco. Se lo devuelve con una expresiva mueca.

– ¿Por qué me lo enseñas? Yo no te he pedido nada. Por otra parte, nunca aprendí a leer; todo lo que sé lo aprendí escuchando a los demás.

Omar no puede sorprenderse. En esa época no era raro que un poeta de calidad fuera analfabeto, lo mismo, por supuesto, que casi la totalidad de las mujeres.

– ¿Y qué hay tan secreto en ese libro? ¿Fórmulas de alquimia?

– Son poemas que a veces escribo.

– ¿Poemas prohibidos y heréticos? ¿Subversivos?

Le mira con recelo, pero Omar se defiende riéndose:

– No, ¿qué te estás imaginando? ¿Tengo acaso alma acaso de conspirador? Sólo son ruba'iyyat sobre el vino, sobre la belleza de la vida y su vanidad.

– ¿Tú, ruba'iyyat?

Se le escapa un grito de incredulidad, casi de desprecio. Las ruba'iyyat pertenecen a un género menor, ligero e incluso vulgar, apenas digno de los poetas de los barrios bajos. Que un erudito como Omar Jayyám se permita componer de vez en cuando cuartetas, puede considerarse una diversión, un pecadillo, eventualmente una coquetería; pero que se tome la molestia de consignar sus versos lo más seriamente del mundo en un libro rodeado de misterio, resulta sorprendente e inquietante para una poetisa sometida a las normas de la elocuencia. Omar parece avergonzado; Yahán está intrigada.

– ¿Podrías leerme algunos versos?

Jayyám no quiere comprometerse más.

– Podré leértelos todos un día, cuando los juzgue dignos de ser leídos.

Ella no insiste, renuncia a seguir interrogándole, pero le lanza sin acentuar demasiado la ironía:

– Cuando hayas completado ese libro, evita ofrecérselo a Nasr Kan; no tiene mucha consideración para los autores de ruba'iyvat. No te volvería a invitar jamás a sentarte junto a él en el trono.