– No tengo intención de ofrecer ese libro a nadie, ni espero sacar ningún provecho de él; no tengo las ambiciones de un poeta de la corte.
Ella lo ha herido, él la ha herido. En el silencio que los envuelve, ambos se preguntan si no habrán ido demasiado lejos, si no será tiempo de rectificar para salvar lo que pueda aún salvarse. En ese instante no es por Yahán por quien Jayyám siente rencor, sino por el cadí. Se arrepiente de haberle dejado hablar y se pregunta si sus palabras no han turbado irremediablemente la mirada que dirige a su amante. Hasta ese momento si vivían en el candor y la despreocupación, con el deseo común de no evocar jamás lo que podría separarles. ¿Me ha abierto el cadí los ojos a la verdad o solamente ha velado mi felicidad?, piensa Jayyám.
– Has cambiado, Omar; no sabría decir en qué, pero hay en tu forma de mirarme y de hablarme un tono que no podría definir. Como si sospecharas que he cometido una mala acción, como si me guardaras rencor por alguna razón. No te comprendo, pero de pronto me siento profundamente triste.
El trata de atraerla hacia sí, pero ella se separa vivamente.
– ¡No es así como puedes tranquilizarme! Nuestros cuerpos pueden prolongar nuestras palabras, pero no pueden sustituirlas ni desmentirlas. ¡Dime qué pasa!
– ¡Yahán! ¡Si decidiéramos no hablar de nada hasta mañana…!
– Mañana ya no estaré aquí. El kan abandona Samarcanda al amanecer.
– ¿A dónde va?
– A Kix, a Bujara, a Termez, no sé. Toda la corte le seguirá y yo con ella.
– ¿No podrías quedarte en Samarcanda en casa de tu prima?
– ¡Si sólo se tratara de buscar excusas! Tengo mi sitio en la corte. Para ganarlo tuve que luchar como diez hombres. No lo abandonaré hoy para retozar en el pabellón del jardín de Abu Taher.
Entonces, sin reflexionar verdaderamente, Omar dice:
– No se trata de retozar. ¿No querrías compartir mi vida?
– ¿Compartir tu vida? ¡No hay nada que compartir!
Lo ha dicho sin ninguna acritud. Era sólo una comprobación, por otra parte no desprovista de ternura. Pero al ver el rostro horrorizado de Omar, le suplica que la perdone y solloza.
– Sabía que esta noche lloraría, pero no con estas lágrimas amargas; sabía que íbamos a separarnos por mucho tiempo, quizá para siempre, pero no con estas palabras ni con estas miradas. No quiero llevarme del más bello amor que he vivido el recuerdo de estos ojos de un extraño. ¡Mírame, Omar, una última vez! Recuerda, soy tu amante, tú me has amado, yo te he amado. ¿Me reconoces aún?
Jayyám la rodea con un abrazo lleno de ternura. Suspira.
– Si al menos tuviéramos la oportunidad de explicarnos, sé que esta estúpida disputa se desvanecería, pero el tiempo nos acosa, nos conmina a jugarnos nuestro porvenir en estos minutos llenos de confusión.
A su vez, siente sobre su rostro la huida de una lágrima. Una lágrima que desearía ocultar, pero Yahán lo abraza salvajemente pegando su rostro al suyo.
– Puedes ocultarme tus escritos, no tus lágrimas. Quiero verlas, tocarlas, mezclarlas con las mías, quiero conservar sus huellas sobre mis mejillas, quiero conservar su sabor salado sobre mi lengua.
Se diría que intentan desgarrarse, ahogarse, aniquilarse. Sus manos enloquecen, sus ropas se esparcen. Incomparable noche de amor la de dos cuerpos incendiados por lágrimas ardientes. El fuego se propaga, los envuelve, se enrosca a ellos, los embriaga, los abrasa, los fusiona piel contra piel hasta el límite del placer. Sobre la mesa, un reloj de arena fluye gota a gota, el fuego amaina, vacila, se apaga, una sonrisa jadeante permanece rezagada. Durante largo rato se respiran. Omar murmura, a ella o al destino que acaban de desafiar:
– Nuestro enfrentamiento no ha hecho más que empezar.
Yahán lo abraza con los ojos cerrados:
– No me dejes dormir hasta el alba…
Al día siguiente, dos nuevas líneas en el manuscrito. La caligrafía es débil, vacilante y torturada:
XI
Qaxan, oasis de casas bajas en la ruta de la seda en el lindero del desierto de Sal. Allí las caravanas se acurrucan y recobran el aliento antes de bordear Karkas Kuh, el siniestro monte de los Buitres, guarida de bandoleros que asolan las inmediaciones de Ispahán.
Qaxan, construida con arcilla y barro. El visitante busca en vano alguna pared vistosa, alguna fachada decorada. Sin embargo, es allí donde se hacen los más prestigiosos vidriados que van a embellecer de verde y oro las mil mezquitas, palacios o medersas desde Samarcanda a Bagdad. En todo el Oriente musulmán, la cerámica se llama simplemente qaxi o qaxani, un poco como la porcelana lleva el nombre de China, tanto en persa como en inglés.
Fuera de la ciudad, un caravasar a la sombra de las palmeras. Una muralla rectangular, unas garitas de vigilancia, un patio exterior para las bestias y las mercancías y un patio interior bordeado de pequeñas habitaciones.
Omar desearía alquilar una, pero el posadero se excusa desolado: no hay ninguna libre para la noche, acaban de llegar unos ricos mercaderes de Ispahán, con hijos y criados. Para verificar sus palabras no hace falta consultar ningún registro. El lugar es un hervidero de empleados gritones y de venerables monturas. A pesar del invierno que empieza, Omar habría dormido bajo las estrellas, pero los escorpiones de Qaxan son apenas menos famosos que su cerámica.
– ¿De verdad no queda ni un rincón para extender mi estera hasta el alba?
El encargado se rasca la cabeza. Está oscuro, no puede negar alojamiento a un musulmán.
– Tengo una pequeña habitación de esquina ocupada por un estudiante. Pídele que te haga un sitio.
Se dirigen hacia allí, la puerta está cerrada. El posadero la entreabre sin llamar, una vela titila, un libro se cierra apresuradamente.
– Este noble viajero partió de Samarcanda hace ya tres largos meses. He pensado que podría compartir tu habitación.
Si el joven se siente contrariado evita manifestarlo y se muestra cortés, aunque no solícito.
Jayyám entra, saluda y declara una prudente identidad:
– Omar de Nisapur.
Un breve pero intenso fulgor de interés en los ojos de su compañero, quien a su vez se presenta:
– Hassan, hijo de Alí Sabbah, nativo de Qom, estudiante en Rayy, en camino hacia Ispahán.
Esta enumeración detallada incomoda a Jayyám. Es una invitación a decir más sobre sí mismo, su actividad, el objeto de su viaje. No comprende la razón y desconfía del procedimiento. Por lo tanto, guarda silencio y sin prisa se sienta apoyándose contra la pared y mira con insistencia a ese hombrecillo de tez oscura, tan endeble y demacrado y de rasgos tan angulosos. Su barba de siete días, su turbante negro apretado y sus ojos desorbitados le desconciertan.
El estudiante le acosa con la sonrisa:
– Cuando uno se llama Omar es imprudente aventurarse en las proximidades de Qaxan.
Jayyám finge la mayor de las sorpresas. Sin embargo, ha comprendido bien la alusión. Su nombre es el del segundo sucesor del Profeta, el califa Omar, odiado por los chiíes, ya que fue un tenaz rival de su padre fundador, Alí. Aunque por ahora la población de Persia es en su gran mayoría sunní, existen ya algunos islotes de chiísmo, principalmente en las ciudades oasis de Qom y de Qaxan, donde se perpetúan extrañas tradiciones. Todos los años se celebra con un carnaval burlesco el aniversario del califa Omar. Con este fin, las mujeres se pintan, preparan golosinas y pistachos tostados y los niños se apostan en las terrazas y vierten trombas de agua sobre los transeúntes gritando alegremente: «¡Dios maldiga a Omar!» Fabrican un muñeco con la efigie del califa llevando en la mano un rosario de cagarrutas ensartadas y lo pasean por algunos barrios cantando: «¡Por ser tu nombre Omar, tienes tu sitio en el infierno, tú, el jefe de los malvados, tú, el infame usurpador!» Los zapateros de Qom y de Qaxan se acostumbraron a escribir «Omar» en las suelas que fabrican, los muleros ponen ese nombre a sus bestias, complaciéndose en pronunciarlo en cada tunda de palos, y los cazadores, cuando no les queda más que una flecha, murmuran al dispararla: «¡Ésta para el corazón de Oman»