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Hassan evoca esas prácticas con vagas palabras, evitando entrar crudamente en los detalles, pero Omar lo mira sin simpatía y deja caer en un tono hastiado y definitivo:

– No cambiaré de ruta a causa de mi nombre y no cambiaré mi nombre a causa de mi ruta.

Se produce un largo y frío silencio, los ojos se huyen. Omar se descalza y se tiende para tratar de conciliar el sueño. Es Hassan quien habla de nuevo:

– Quizá te haya ofendido recordándote esas costumbres, pero sólo quería que fueras prudente cuando mencionaras tu nombre en este lugar. No te equivoques sobre mis intenciones. Desde luego durante mi infancia en Qom participé en esas actividades, pero desde la adolescencia las miré con otros ojos y comprendí que semejantes excesos no son dignos de un hombre culto, ni se atienen a las enseñanzas del Profeta. Y para decirlo todo, cuando te extasías, en Samarcanda o en otra parte, ante una mezquita admirablemente recubierta de ladrillos vidriados por los artesanos chiíes de Qaxan y el predicador de esa misma mezquita lanza invectivas e imprecaciones desde lo alto de su púlpito contra «los malditos herejes sectarios de Alí», tampoco eso se atiene a las enseñanzas del Profeta.

Omar se incorpora ligeramente.

– Estas son palabras de un hombre sensato.

– Puedo ser sensato como puedo ser loco. Puedo ser amable o execrable. Pero ¿cómo mostrarse con aquel que viene a compartir tu habitación si ni siquiera se digna presentarse?

– Ha bastado con que te diga mi nombre para que me asaltes con palabras desagradables, ¿qué no me habrías dicho si te hubiera dado a conocer mi identidad completa?

– Quizá no te habría dicho nada de todo eso. Se puede detestar a Omar el califa y no sentir más que estima y admiración por Omar el geómetra, Omar el algebrista, Omar el astrónomo o incluso Omar el filósofo.

Jayyám se incorpora. Hassan triunfa:

– ¿Crees que sólo se identifica a las personas por su nombre? Se las reconoce por su mirada, por su forma de andar, su aspecto y el tono que emplean. Desde que entraste supe que eras un hombre sabio que acostumbra a recibir honores y al mismo tiempo los desprecia, un hombre que llega sin tener que preguntar su camino. Desde que pronunciaste el comienzo de tu nombre lo comprendí: mis oídos sólo conocen a un Omar de Nisapur.

– Si has intentado impresionarme, tengo que admitir que lo has conseguido. ¿Quién eres?

– Te he dicho mi nombre, pero no significa nada para ti. Soy Hassan Sabbah de Qom. No me enorgullezco de nada salvo de haber acabado a los diecisiete años la lectura de todo lo que concierne a las ciencias de la religión, la filosofía, la historia y los astros.

– Nunca se lee todo. ¡Hay tantos conocimientos que se pueden adquirir cada día!

– Ponme a prueba.

Por juego, Omar comienza a formular a su interlocutor algunas preguntas sobre Platón, Euclides, Porfirio, Tolomeo, sobre la medicina de Dioscórides, de Galeno, de Razés y de Avicena, y luego sobre las interpretaciones de la ley coránica. Y siempre llega precisa, rigurosa, irreprochable la respuesta de su compañero. Cuando apunta el alba, ninguno de ellos ha dormido, no han notado el paso del tiempo. Hassan siente un placer real. Omar está subyugado y no tiene más remedio que confesar:

– Jamás he conocido a un hombre que hubiera aprendido tantas cosas. ¿Qué piensas hacer con todos esos conocimientos acumulados?

Hassan lo mira con desconfianza, como si hubieran violado alguna parte secreta de su alma, pero se serena y baja los ojos:

– Quisiera introducirme en el círculo de Nizam el Molk; quizá tenga un trabajo para mí.

Jayyám, está tan hechizado por su compañero que está a punto de revelarle que él mismo se dirige a ver al gran visir. Sin embargo, en el último momento, cambia de opinión. Queda en él un resto de desconfianza que, no por haberse atenuado, ha desaparecido.

Dos días más tarde, al unirse ambos a una caravana de mercaderes, caminan uno al lado del otro, citando profusamente de memoria, en persa o en árabe, las más bellas páginas de los autores que admiran. A veces se entabla una discusión, pero enseguida decae. Cuando Hassan habla de certidumbre alza el tono, proclama «verdades indiscutibles» y conmina a su compañero a admitirlas. Omar permanece escéptico, juzga detenidamente diversas opiniones, rara vez escoge, muestra de buen grado su ignorancia. A sus labios vuelven incansablemente estas palabras: «Qué quieres que te diga, esas cosas están veladas, tú y yo estamos en el mismo lado del velo y cuando caiga ya no estaremos aquí.»

Una semana de camino y llegan a Ispahán.

XII

¡ Esfahán, nesflé Yahán!, dicen hoy, los persas. «¡Ispahán, la mitad del mundo!» La expresión nació mucho después de la época de Jayyám, pero ya en 1074, ¡cuántas palabras para alabar a esa ciudad!: «sus piedras son de galena; sus moscas son abejas; su hierba es azafrán; su aire es tan puro, tan sano que sus graneros no conocen al gorgojo y la carne no se descompone». Verdad es que está situada a cinco mil pies de altitud. Pero en Ispahán existen también sesenta caravasares, doscientos banqueros y cambistas, interminables bazares cubiertos. En sus talleres se hila la seda y el algodón. Sus tapices, sus tejidos, sus cofres se exportan a las más alejadas regiones. Florecen mil variedades de rosas. Su opulencia es proverbial. Esta ciudad, la más poblada del mundo persa, atrae a todos aquellos que buscan el poder, la fortuna o la sabiduría.

Digo «esta ciudad», pero no se trata, propiamente hablando, de una ciudad. Por otra parte, se cuenta aún la historia de un joven viajero de Rayy tan ansioso por ver las maravillas de Ispahán que el último día se separó de su caravana para galopar solo a rienda suelta. Al cabo de algunas horas se encontró al borde del Zayandé Rud, «el río que da la vida», siguió su curso y se encontró ante una muralla de tierra. El poblado le pareció de respetable tamaño, pero mucho más pequeño que su propia ciudad de Rayy. Al llegar a la puerta preguntó a unos guardias.

– Esto es la ciudad de Yay -le respondieron.

Ni siquiera se dignó entrar, la rodeó y prosiguió su ruta hacia el oeste. Su cabalgadura estaba agotada, pero él seguía fustigándola. Pronto se encontró jadeante a las puertas de otra ciudad, más imponente que la primera pero apenas más extensa que Rayy, e interrogó a un anciano que pasaba.

– Esto es Yahudiyé, la Ciudad judía.

– ¿Tantos judíos hay en este país?

– Hay algunos, pero la mayoría de los habitantes son musulmanes como tú y como yo. La llaman Yahudiyé porque dicen que el rey Nabucodonosor instaló aquí a los judíos que había deportado de Jerusalén; otros pretenden que la esposa judía de un sha de Persia había hecho venir a este lugar, antes de la época, a gente de su comunidad. ¡Sólo Dios sabe la verdad!

Nuestro joven viajero dio la vuelta, pues, resignado a proseguir su camino aunque su caballo se desplomara bajo sus piernas, cuando el anciano lo llamó: