– ¿Un chií imaní? Eso no me molesta, aunque yo sea hostil a todas las herejías y a todas las desviaciones. Algunos de mis mejores colaboradores pertenecen a la secta de Alí, mis mejores soldados son armenios, mis tesoreros son judíos y no les niego por ello mi confianza y mi protección. Los únicos de los que desconfío son los ismaelíes. ¡Supongo que tu amigo no pertenecerá a esa secta!
– Lo ignoro. Pero Hassan me ha acompañado hasta aquí y espera afuera. Con tu permiso voy a llamarle y podrás interrogarle.
Omar desaparece algunos segundos y vuelve acompañado de su amigo, que no parece en modo alguno intimidado. Sin embargo, Jayyám adivina, bajo la barba, dos músculos que se tensan y tiemblan.
– Te presento a Hassan Sabbah. Nunca han cabido tantos conocimientos en un turbante tan apretado.
Nizam sonríe.
– ¡Así que estoy doctamente rodeado! ¿No dicen que el príncipe que frecuenta a los sabios es el mejor de los príncipes?
Es Hassan quien contesta:
– También dicen que el sabio que frecuenta a los príncipes es el peor de los sabios.
Una gran carcajada franca pero breve, les une. Ya Nizam frunce las cejas; desea dejar de lado lo más rápidamente posible el inevitable proverbio que introduce cualquier palabreo persa para exponer a Hassan lo que espera de él. Ahora bien, curiosamente, desde las primeras palabras se reconocen cómplices y Omar no tiene más que eclipsarse.
De este modo Hassan Sabbah se convierte muy pronto en el indispensable colaborador del gran visir. Consigue establecer una tupida red de agentes, falsos mercaderes, falsos derviches, falsos peregrinos que recorren el Imperio selyuquí, con lo que ningún palacio, ninguna casa, ni lo más profundo de cualquier bazar están fuera del alcance de sus oídos. Conspiraciones, rumores, maledicencias, de todo se informa, todo sale a la luz y se desbarata de una manera discreta o ejemplar.
En los primeros tiempos Nizam está plenamente satisfecho, la temible máquina está en sus manos. Se siente orgulloso ante el sultán Malikxah, que se muestra reticente. ¿No le había recomendado su padre, Alp Arslan, que se opusiera a esa forma de política? «Cuando hayas colocado espías en todas partes» le había prevenido, «tus verdaderos amigos no desconfiarán de ellos, puesto que se saben fieles, mientras que los traidores estarán sobre aviso. Querrán sobornar a los informadores. Poco a poco empezarás a recibir informes desfavorables para tus verdaderos amigos y favorables para tus enemigos. Ahora bien, las palabras, buenas o malas, son como flechas; cuando se disparan varias siempre hay alguna que alcanza el blanco. Entonces tu corazón se cerrará a tus amigos, los traidores ocuparán su sitio a tu lado y ¿qué quedará de tu poder?
Habrá que esperar a que una envenenadora sea desenmascarada en su propio harén para que el sultán deje de dudar de la utilidad del jefe de los espías; de la noche a la mañana lo convierte en uno de sus íntimos, pero entonces Nizam se siente celoso de la amistad que se establece entre Hassan y Malikxah. Los dos hombres son jóvenes y bromean juntos a expensas del viejo visir, sobre todo los viernes, día del xolen, el banquete tradicional que el sultán ofrece a sus allegados.
La primera parte de la fiesta es muy oficial, muy, comedida. Nizam se sienta a la derecha de Malikxah. Sabios y eruditos los rodean, se entablan discusiones sobre los temas más variados, desde comparar los méritos de las espadas indias o yemeníes hasta diversas lecturas de Aristóteles. El sultán se apasiona un momento por ese género de debates, luego se distrae, su mirada ya no se fija. El visir comprende que es hora de marcharse y los dignos invitados lo siguen. Al instante los músicos y bailarines los reemplazan, los cántaros de vino se balancean y la borrachera, tranquila o enloquecida, según el humor del príncipe, se prolonga hasta la mañana. Entre dos acordes de rabel o de laúd, o al son del pandero, los cantores improvisan sobre su tema favorito: Nizam el-Molk. Incapaz de prescindir de su poderoso visir, el sultán se venga con la risa. Basta ver con qué frenesí aplaude, para adivinar que un día llegará a pegar a su «padre».
Hassan sabe alimentar en el soberano cualquier signo de resentimiento contra su visir. ¿De qué se vanagloria? ¿De su prudencia, de su sabiduría? Hassan, hábilmente, hace alarde tanto de una como de otra. ¿De su capacidad para defender el trono y el Imperio? Hassan ha dado pruebas en poco tiempo de una competencia equivalente. ¿De su fidelidad? ¿Hay algo más sencillo que fingir lealtad? Nunca parece tan verdadera como en las bocas mentirosas.
Más que nada, Hassan sabe cultivar en Malikxali su proverbial avaricia. Le habla constantemente de los gastos del visir, le señala sus nuevos vestidos y los de sus parientes. Nizam ama el poder y la pompa; Hassan sólo ama el poder. En eso sabe ser un asceta de la dominación.
Cuando siente a Malikxah totalmente entregado, preparado para dar la estocada a su eminencia gris, Hassan crea el incidente. La escena tiene lugar en la sala del trono, un sábado. El sultán se ha despertado a mediodía con un molesto dolor de cabeza. Está de un humor insoportable y el hecho de enterarse de que se han distribuido sesenta mil dinares de oro entre los soldados de la guardia armenia del visir le exaspera. Nadie duda de que la información ha llegado por el conducto de Hassan y su organización. Nizam explica pacientemente que para prevenir cualquier veleidad de rebeldía hay que alimentar a las tropas, incluso engordarlas, que para dominar cualquier sublevación se verían obligados a gastar diez veces más. Pero a fuerza de tirar el oro a espuertas, replica Malikxah, terminaremos por no poder pagar la soldada y entonces empezarán las verdaderas rebeliones. Un buen gobierno ¿no debe guardar su oro para los momentos difíciles?
Uno de los doce hijos de Nizam, que asiste a la escena, cree oportuno intervenir:
– En los primeros tiempos del Islam, cuando acusaban al califa Omar de gastar todo el oro acumulado durante las conquistas, éste preguntó a sus detractores: «Ese oro ¿no es la bondad del Altísimo la que nos lo ha prodigado? Si pensáis que Dios es incapaz de prodigar más, no gastéis nada. En cuanto a mí, tengo fe en la infinita generosidad del Creador y no conservaré en mi cofre ni una sola moneda que pueda gastar para el bien de los musulmanes.»
Pero Malikxah no tiene intención de seguir ese ejemplo; abriga una idea de la que Hassan le ha convencido y ordena:
– Exijo que se me presente una relación detallada de todo lo que entra en mi tesoro y de la manera precisa de cómo se gasta. ¿Cuándo podré tenerla?
Nizam parece agobiado.
– Puedo proporcionar esa relación, pero necesitaré tiempo.
– ¿Cuánto tiempo, jawaye?
No ha dicho ata, sino jawayé, apelativo muy respetuoso tan distante en ese contexto que se parece mucho a la desaprobación, preludio de la desgracia.
Desamparado, Nizam explica:
– Hay que enviar un emisario a cada provincia, efectuar largos cálculos. Por la gracia de Dios el Imperio es inmenso y será difícil acabar ese informe en menos de dos años.
Pero Hassan se acerca con aire solemne.
– Yo prometo a nuestro señor que si me proporciona los medios, si ordena que todos los papeles del divan me sean entregados, le presentaré un informe completo de aquí a cuarenta días.
El visir quiere responder, pero ya Malikxah se levanta. Se dirige a grandes zancadas hacia la salida y lanza:
– Muy bien, Hassan se instalará en el divan. Todo el secretariado estará a sus órdenes y nadie entrará sin mi autorización. Y dentro de cuarenta días decidiré.