Sin embargo, ese secuestro de la caravana pronto parecería una peripecia de poca importancia en la gigantesca aunque solapada prueba de fuerza que se está desarrollando. Las matanzas y los contragolpes se suceden. No se salva ninguna ciudad, ninguna provincia, ninguna ruta; la «paz selyuquí» comienza a desmoronarse.
Es entonces cuando estalla la memorable crisis de Samarcanda. «El cadí Abu Taher está en el origen de los acontecimientos», afirma perentoriamente un cronista. No, las cosas no son tan sencillas.
Es cierto que una tarde de noviembre, el antiguo protector de Jayyám llega inopinadamente a Ispahán con mujeres y equipajes, desgranando reniegos e imprecaciones. Nada más cruzar la puerta de Tirali ordena que le conduzcan ante su amigo, que lo instala en su casa, feliz de tener por fin la ocasión de demostrarle su gratitud. Una vez despachadas rápidamente las efusiones de costumbre, Abu Taher ruega, al borde de las lágrimas:
– Tengo que hablar con Nizam el-Molk lo antes posible.
Jayyám nunca ha visto al cadí en semejante estado e intenta tranquilizarlo:
– Iremos a ver al visir esta misma noche. ¿Tan grave es?
– He tenido que huir de Samarcanda.
No puede continuar; se le ahoga la voz y las lágrimas corren por sus mejillas. Ha envejecido mucho desde el último encuentro; tiene la piel marchita, la barba blanca. Sólo las cejas siguen siendo una maraña negra y temblorosa.
Omar pronuncia algunas frases de consuelo. El cadí se recobra, se ajusta el turbante y declara:
– ¿Te acuerdas de ese hombre al que llamaban el estudiante de la cicatriz?
– ¡Cómo voy a olvidarme de aquel que agitó ante mis ojos mi propia muerte!
– ¿Te acuerdas de que se volvía loco ante la menor sospecha de olor a herejía? Pues bien, hace tres años se unió a los ismaelíes y hoy proclama sus errores con el mismo celo que desplegaba para defender la verdadera fe. Cientos, miles de ciudadanos le siguen. Es el amo de la calle e impone su ley a los comerciantes del bazar. He ido a ver al kan en varias ocasiones. Tú conociste a Nasr Kan, sus cóleras repentinas que se aplacaban tan súbitamente como se encendían, sus accesos de violencia o de prodigalidad. Que Dios lo tenga en la gloria, lo menciono en todas mis oraciones. Hoy el poder está en manos de su sobrino Ahmed, un joven imberbe, indeciso imprevisible, nunca sé cómo tratarle. Me quejé a él varias veces de las intrigas de los herejes, le expuse los peligros de la situación, pero sólo me escuchaba distraídamente, aburrido. Al ver que no se decidía a actuar, reuní a los comandantes de la milicia, así como a algunos funcionarios en cuya lealtad confío y les pedí que vigilaran las reuniones de los ismaelíes. Tres hombres de confianza se relevaban para seguir al estudiante de la cicatriz, ya que mi objetivo era presentar al kan un informe detallado de sus actividades con el fin de abrirle los ojos. Hasta el día en que mis hombres me informaron de que el jefe de los herejes había llegado a Samarcanda.
– ¿Hassan Sabbah?
– En persona. Los míos se apostaron a ambos lados de la calle Abdak, en el barrio de Gatfar, donde tenía lugar la reunión de los ismaelíes. Cuando Sabbah salió de allí, disfrazado de sufí, se echaron sobre él, le cubrieron la cabeza con un saco y me lo trajeron. Inmediatamente lo conduje al palacio, orgulloso de anunciar al soberano mi captura. Por primera vez se mostró interesado y pidió ver al personaje, pero cuando Sabbah estuvo en su presencia ordenó que desataran sus ligaduras y que le dejaran solo con él. Por más que le previne contra ese peligroso hereje y le recordé las fechorías de las que era culpable, todo fue inútil. Quería, dijo, convencer al hombre de que volviera al camino recto. La entrevista se prolongó. De vez en cuando, uno de sus allegados entreabría la puerta; los dos hombres seguían discutiendo. Súbitamente, al amanecer, se les vio prosternarse uno al lado del otro para la oración, murmurando las mismas palabras. Los consejeros se empujaban para observarlos.
Después de beber un trago de jarabe de horchata, Abu Taher formula unas palabras de agradecimiento antes de proseguir:
– Hubo que rendirse ante la evidencia. El señor de Samarcanda, soberano de Transoxiana, heredero de la dinastía de los Kanes Negros, acababa de adherirse a la herejía. Desde luego evitó proclamarlo y continuó simulando su fidelidad a la verdadera Fe, pero ya nada fue como antes. Los consejeros del príncipe fueron reemplazados por ismaelíes. Los jefes de la milicia, autores de la captura de Sabbah murieron brutalmente uno después de otro. Mi propia guardia fue sustituida por los hombres del estudiante de la cicatriz. No me quedaba otra elección que partir con la primera caravana de peregrinos y venir a exponer la situación a aquellos que sostienen la espada del Islam, Nizam el-Molk y Malikxah.
Esa misma noche Jayyám acompaña a Abu Taher a casa del visir. Lo presenta y luego los deja a solas. Nizam escucha a su visitante con recogimiento y en su rostro se lee la inquietud. Cuando el cadí se calla, Nizam le lanza:
– ¿Sabes quién es el verdadero responsable de las desgracias de Samarcanda y de todas nuestras desgracias? ¡Ese hombre que te ha acompañado hasta aquí!
– ¿Omar Jayyám?
– ¿Quién, si no? Fue jawayé Omar quien intercedió en favor de Hassan Sabbah el día en que yo pude obtener su muerte. Nos impidió matarlo. ¿Podría ahora impedirle matarnos?
El cadí no sabe qué decir. Nizam suspira. Se sucede un corto y embarazoso silencio.
– ¿Qué sugieres que hagamos?
Es Nizam quien interroga. Abu Taher tiene su idea muy preparada y la enuncia con la lentitud de las proclamaciones solemnes.
– Ha llegado la hora de que la bandera de los selyuquíes ondee sobre Samarcanda.
El rostro del visir se ilumina y luego se ensombrece.
– Tus palabras valen su peso en oro. Desde hace años no ceso de repetir al sultán que el Imperio debe extenderse hacia Transoxiana, que unas ciudades tan prestigiosas y prósperas como Sarnarcanda y Bujara no pueden permanecer fuera de nuestra autoridad. Es una pérdida de tiempo; Malikxah no quiere saber nada.
– Sin embargo, el ejército del kan está muy debilitado. Sus emires ya no reciben la paga y sus fortalezas están en ruinas.
– Eso ya lo sabemos.
– ¿No será que Malikxah teme sufrir la misma suerte que su padre Alp Arslan si como él cruzara el río?
– En modo alguno.
El cadí no pregunta más y espera la explicación.
– El sultán no teme ni al río ni al ejército enemigo -dice Nizam-. ¡Tiene miedo de una mujer!
– ¿Terken Jatún?
– Ella le ha jurado que si cruza el río, le negará para siempre su lecho y transformará su harén en un infierno. No olvidemos que Samarcanda es su ciudad, que Nast Kan era su hermano y Ahmed Kan es su sobrino. Transoxiana pertenece a su familia. Si el reino construido por sus antepasados se derrumbara, perdería el puesto que ocupa entre las mujeres del palacio y comprometería las oportunidades que tiene su hijo de suceder un día a Malikxah.
– ¡Pero su hijo sólo tiene dos años!
– Precisamente. Cuanto más joven, más tiene que luchar su madre por mantener sus derechos.
– Si he comprendido bien -concluye el cadí-, el sultán no aceptará jamás conquistar Samarcanda.