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»Era amable. Por lo demás, de ahí en adelante nos volvimos a encontrar cada mañana. Yo seguía sin hablar casi nada y él decía que se alegraba de que un americano pudiera compartir tan infaliblemente sus puntos de vista. Después del cuarto monólogo igualmente entusiasta, ese venerable caballero me invitó a acompañarle a su casa para almorzar; estaba tan seguro de obtener una vez más mi conformidad que llamó a un cochero antes incluso de que yo pudiera formular una respuesta. Tengo que confesar que nunca me arrepentí de ello. Se llamaba Charles-Hubert de Lugay y vivía en un hotel particular en el bulevar Poissonnière. Era viudo, sus dos hijos estaban en el ejército y su hija se convertiría en tu madre.»

Ella tenía dieciocho años y mi padre diez más. Durante largo tiempo se observaron, con un fondo de arengas patrióticas. A partir del 7 de agosto, cuando, después de tres derrotas sucesivas, estaba claro que la guerra estaba perdida y que el territorio nacional estaba amenazado, mi abuelo se hizo más lacónico. Su hija y su futuro yerno se esforzaban en aliviar su melancolía y una complicidad se estableció entre ellos. Desde entonces, una mirada bastaba para decidir quién debía intervenir y con la medicina de qué argumento.

«La primera vez que nos quedamos solos ella y yo en el inmenso salón, se produjo un silencio de muerte. Seguido de una carcajada. Acabábamos de descubrir que después de numerosas comidas en común, jamás nos habíamos dirigido la palabra directamente. Era una risa franca, cómplice, sin barreras, pero que hubiera sido de mal gusto prolongar. Se suponía que yo tenía que decir la primera palabra. Tu madre sostenía un libro apretado contra su pecho y yo le pregunté qué estaba leyendo.»

En ese preciso instante, Omar Jayyám entró en mi vida. Casi debería decir que me trajo al mundo. Mi madre acababa de comprar Les Quatrains de Khéyam, traduits du persan par J. B. Nicolas, ex-premier drogman de l'Ambassade francaise en Perse, publicado en 1867 por la Imprenta Imperial. Mi padre tenía en su equipaje The Rubáiyát of Omar Khayyám de Edward Fitzgerald, edición de 1868.

«Tu madre no pudo ocultar mejor que yo su satisfacción; ambos estábamos seguros de que las líneas de nuestras vidas acababan de unirse y ni por un momento se nos ocurrió pensar que podía tratarse de una trivial coincidencia en nuestras lecturas. Al instante, Omar se nos reveló como una contraseña del destino e ignorarlo hubiera sido casi un sacrilegio. Por supuesto, no dijimos nada de la conmoción que se había producido en nosotros; la conversación giró en torno a los poemas. Ella me contó que Napoleón III en persona había ordenado la publicación de la obra.»

Precisamente en aquel tiempo Europa acababa de descubrir a Omar. A decir verdad, a principios de siglo algunos especialistas habían hablado de él, su álgebra se había publicado en París en 1851 y habían aparecido unos cuantos artículos en revistas especializadas. Pero el público occidental aún no lo conocía, e incluso en Oriente ¿qué quedaba de Jayyám? Un nombre, dos o tres leyendas, unas cuartetas de factura incierta y una nebulosa reputación de astrólogo.

Y cuando en 1859 un oscuro poeta británico, Fitzgerald, decidió publicar la traducción de setenta y cinco cuartetas, el libro, del que se hizo una tirada de doscientos cincuenta ejemplares, fue recibido con indiferencia. El autor regaló algunos a sus amigos y el resto se eternizó en el librero Bernard Quaritch. «Poor old Omar», aparentemente el pobre Omar no interesaba a nadie, escribió Fitzgerald a su profesor de persa. Al cabo de dos años, el editor decidió liquidar las existencias: de un precio inicial de cinco chelines, The Rubaiyat pasó a un penique, sesenta veces menos. Incluso a ese precio se vendíó poco. Hasta el momento en que dos críticos literarios lo descubrieron. Lo leyeron. Se entusiasmaron. Volvieron al día siguiente. Compraron otros seis ejemplares para regalarlos entre sus amigos. Al darse cuenta del interés que se estaba despertando, el editor aumentó el precio, que pasó a ser de dos peniques.

¡Y pensar que en mi último viaje a Inglaterra tuve que pagar, en ese mismo Quaritch, ya lujosamente instalado en Picadilly, cuatrocientas libras esterlinas por un ejemplar que aún conservaba de aquella primera edición!

Pero en Londres el éxito no fue inmediato. Fue necesario recurrir a París, que Nicolás publicara su traducción, que Théophile Gautier lanzara desde las páginas del Moniteur Universel un rotundo «¿Han leído las cuartetas de Jayyám?», proclamando «esa libertad absoluta de espíritu que los más audaces pensadores modernos apenas pueden igualar», que Ernest Renan reconociera: «Jayyám es quizá el hombre que resulta más interesante estudiar para comprender en lo que se ha podido convertir el libre talento de Persia dentro de la opresión del dogmatismo musulmán», para que en el mundo anglosajón Fitzgerald y su «poor old Omar» salieran al fin del anonimato. El despertar fue entonces fulminante. De la noche a la mañana todas las imágenes del Oriente giraron únicamente en tomo al nombre de Jayyám, las traducciones se sucedieron, las ediciones se multiplicaron en Inglaterra y luego en varias ciudades americanas; se formaron sociedades «omarianas».

En 1870, repetimos, la moda Jayyám estaba en sus comienzos, el círculo de admiradores de Omar se ampliaba cada día, pero sin haber pasado aún los límites de la clase intelectual. Esa lectura común había acercado a mi padre y a mi madre y comenzaron a recitar las cuartetas de Omar y a discutir su significado: el vino y la taberna ¿eran en la pluma de Jayyám puros símbolos místicos, como afirmaba Nicolás? ¿O, por el contrario, eran la expresión de una vida de placeres, incluso de desenfreno, como sostenían Fitzgerald y Renan? En sus labios estos debates adquirían un nuevo sabor. Cuando mi padre evocaba a Omar acariciando los cabellos perfumados de su amada, mi madre enrojecía. Y fue entre dos cuartetas de amor cuando intercambiaron su primer beso. El día en que hablaron de boda se prometieron llamar a su primer hijo Omar.

En el transcurso de los años noventa, cientos de niños americanos se llamaron así; cuando yo nací, el 1 de marzo de 1873, era inusitado. Mis padres no quisieron que ese nombre exótico supusiera una carga demasiado pesada para mí y lo relegaron a segundo lugar, con el fin de que pudiera, si lo deseaba, reemplazarlo por una discreta O; en el colegio mis compañeros suponían que era Oliver, Oswald, Osborne y Orville y yo no desmentía a nadie.

La herencia que así me fue atribuida sólo podía despertar mi curiosidad con relación a ese lejano padrino. A los quince años comencé a leer todo lo que se refería a él. Había formado el proyecto de estudiar lengua y literatura persas y de visitar detenidamente ese país. Pero después de una fase de entusiasmo me entibié. Aunque en opinión de todos los críticos los versos de Fitzgerald constituían una obra maestra de la poesía inglesa, sólo tenían una muy lejana relación con lo que hubiera podido componer Jayyám. En cuanto a las cuartetas mismas, algunos autores citaban cerca de un millar, Nicolás había traducido más de cuatrocientas y ciertos especialistas rigurosos sólo reconocían cien como «probablemente auténticas». Eminentes orientalistas llegaban incluso a negar que hubiera una sola que pudiera atribuirse con certeza a Omar.

Se suponía que había existido un libro original que habría permitido distinguir, de una vez por todas, lo auténtico de lo falso, pero nada hacía pensar que semejante manuscrito pudiera encontrarse.