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Sin embargo, al llegar a la puerta del salón, aminoró el paso dejando que el hombre se alejara, se volvió hacia mí y pronunció en voz alta y en un francés más puro que el mío:

– ¡Nunca se sabe! ¡Nuestros caminos podrían cruzarse!

Cortesía o promesa, sus palabras se acompañaban de una sonrisa traviesa en la que vi tanto un desafío, como un dulce reproche. A continuación, mientras yo emergía de mi sillón con una insuperable torpeza y me enredaba y desenredaba intentando recobrar el equilibrio pero también cierto aplomo, ella permaneció inmóvil, envolviéndome en una mirada de benevolencia divertida. Ni una palabra consiguió salir de mis labios y ella desapareció.

Estaba aún de pie ante la ventana, intentando distinguir entre los árboles el carruaje que se la llevaba, cuando una voz me arrancó de mis sueños.

– Disculpe que le haya hecho esperar.

Era Yamaleddín. En la mano izquierda sostenía un puro apagado y me tendió la derecha que, aunque regordeta, estrechó la mía con un apretón franco y vigoroso.

– Mi nombre es Benjamín Lesage y vengo de parte de Henri Rochefórt.

Le presenté mi carta de introducción pero la deslizó en su bolsillo sin mirarla, me dio un abrazo y un beso en la frente.

– Los amigos de Rochefort son mis amigos y les hablo con el corazón en la mano.

Tomándome por los hombros me llevó hacia una escalera de madera que llevaba al piso de arriba.

– Espero que mi amigo Henri siga bien. Supe que su regreso del exilio fue un verdadero triunfo. ¡Qué felicidad tuvo que sentir con todos esos parisienses coreando su nombre! Leí la reseña en L'Intransigeant. Me lo envía regularmente, pero yo lo recibo con retraso. Su lectura trae de nuevo a mis oídos los ruidos de París.

Yamaleddín hablaba trabajosamente un francés correcto y a veces yo le soplaba la palabra que parecía buscar. Cuando acertaba me daba las gracias, sí no, continuaba rebuscando en su memoria con una ligera contorsión de los labios y del mentón.

– En París viví en una habitación oscura, pero se abría sobre el vasto mundo. Era cien veces más pequeña que esta casa, pero yo me sentía a mis anchas. Estaba a miles de kilómetros de mi pueblo, pero trabajaba para el progreso de los míos más eficazmente que pueda hacerlo aquí o en Persia. Mi voz se oía desde Argel a Kabul; hoy sólo pueden oírme los que me honran con su visita. Por supuesto, siempre serán bienvenidos, y sobre todo si vienen de París.

– Yo no vivo en París. Mi madre es francesa y mi nombre suena a francés, pero soy americano y vivo en Maryland.

Eso pareció divertirle.

– Cuando me expulsaron de las Indias, en 1882, pasé por los Estados Unidos. Figúrese que casi me planteé pedir la nacionalidad americana. ¿Sonríe? ¡Muchos de mis correligionarios se escandalizarían! ¿El sayyid Yamaleddín, apóstol del renacimiento islámico, descendiente del Profeta, adoptar la nacionalidad de un país cristiano? Pues no me avergüenzo ni un ápice de ello; por otra parte se lo conté a mi amigo Wilfrid Blunt autorizándole a citarlo en sus memorias. Mi justificación es simple: no existe un sólo rincón en las tierras del Islam donde yo pueda vivir fuera del alcance de la tiranía. En Persia quise refugiarme en un santuario que tradicionalmente goza de una total inmunidad, pero los soldados del monarca entraron en él y me arrancaron de los cientos de visitantes que me escuchaban y, salvo alguna miserable excepción, nadie se movió ni se atrevió a protestar. ¡Ni un lugar de culto, ni una universidad, ni una cabaña donde poder protegerse de la arbitrariedad!

Acarició con mano febril un globo terráqueo de madera pintada colocado sobre una mesa baja, antes de añadir:

– En Turquía es peor. ¿No soy el invitado oficial de Abdel-Hamid sultán y califa? ¿No me envió carta tras carta reprochándome, como lo había hecho el shah, que pasara mi vida entre los infieles? Debería haberme contentado con responderle: ¡si no hubierais transformado nuestros hermosos países en prisiones, no necesitaríamos buscar refugio entre los europeos! Pero cedí y me dejé engañar. Vine a Constantinopla y ya ve usted el resultado. Despreciando las reglas de la hospitalidad, este medio loco me tiene prisionero. Últimamente le he hecho llegar un mensaje que decía: «¿Soy vuestro invitado? ¡Dadme permiso para partir! ¿Soy vuestro prisionero? ¡Ponedme cadenas en los pies y tiradme a un calabozo!» Pero no se ha dignado responderme. Si yo tuviera la nacionalidad americana, francesa, austro-húngara, por no decir la rusa o la inglesa, mi cónsul habría entrado sin llamar en el despacho del gran visir y habría obtenido mi libertad en media hora, Le digo que nosotros, los musulmanes de este siglo, somos unos huérfanos.

Estaba sin aliento e hizo un esfuerzo para añadir:

– Puede usted escribir todo lo que acabo de decir, salvo que he llamado medio loco al sultán Abdel-Hamid. No quiero perder toda posibilidad de alzar el vuelo de esta jaula algún día. Por otra parte sería una mentira, porque ese individuo está totalmente loco y es un peligroso criminal, enfermizamente receloso y completamente sometido a la influencia de su astrólogo de Alepo.

– No tema, no escribiré nada de todo esto. -Aproveché su petición para disipar un malentendido. -Debo decirle que no soy periodista. El señor Rochefort, que es primo de mi abuelo, me ha recomendado que viniera a verle, pero el objeto de mi visita no es escribir un artículo sobre Persia ni sobre usted.

Le revelé mi interés por el Manuscrito de Jayyám, mi deseo intenso de hojearlo un día, de estudiar detenidamente su contenido. Me escuchó con gran atención y una alegría evidente.

– Le agradezco mucho que me arrancara por unos instantes de mis graves preocupaciones. El tema que ha evocado me ha apasionado siempre. ¿Ha leído usted, en la introducción de Nicolás a las Ruba'iyyat la historia de los tres amigos, Nizam el-Molk, Hassan Sabbah y Omar Jayyám? Son unos personajes muy diferentes, pero cada uno representa un aspecto eterno del alma persa. A veces tengo la impresión de ser los tres a la vez. Como Nizam el-Molk aspiro a crear un gran Estado musulmán, aunque sea gobernado por un insoportable sultán turco. Como Hassan Sabbah siembro la subversión en todas las tierras del Islam y tengo discípulos que me seguirán hasta la muerte…

Se interrumpió preocupado, luego cambió de idea, sonrió y prosiguió:

– Como Jayyám, estoy al acecho de las escasas alegrías del momento presente y compongo versos sobre el vino, el escanciador, la taberna, la amada; como él, desconfío de los falsos devotos. Cuando en algunas cuartetas Omar habla de sí mismo, llego a creerme que es a mí a quien describe: «Sobre la abigarrada tierra camina un hombre ni rico ni pobre, ni creyente ni infiel, no glorifica ninguna verdad, no venera ninguna ley… sobre la abigarrada tierra. ¿Quién es ese hombre valiente y triste?»

Al decir esto, encendió de nuevo su puro, pensativo. Una minúscula brasa fue a parar a su barba. Se la quitó con un gesto habitual y reanudó:

– Desde la infancia he sentido una profunda admiración por Jayyám el poeta, pero sobre todo por el filósofo, por el librepensador. Me asombra su tardía conquista de Europa y de América. Puede imaginar mi felicidad cuando tuve entre las manos el libro original de las Ruba'iyyat escrito por Jayyám de su puño y letra.

– ¿En qué momento lo tuvo usted?

– Me lo regaló hace catorce años en las Indias un joven persa que había hecho el viaje con el único objeto de conocerme. Se presentó en estos términos: «Mirza Reza, natural de Kirman, antiguo comerciante en el bazar de Teherán, vuestro obediente servidor.» Sonreí y le pregunté qué quería decir «antiguo comerciante» y qué le había inducido a contarme su historia. Acababa de abrir una tienda de trajes usados cuando uno de los hijos del shah llegó a comprarle mercancía, chales y pieles por una suma de mil cien tumanes -alrededor de mil dólares-. Pero cuando al día siguiente Mirza Reza se presentó en casa del príncipe para que le pagaran, le insultaron y golpearon e incluso le amenazaron de muerte si se le ocurría reclamar la deuda. Fue entonces cuando decidió venir a verme. Yo enseñaba en Calcuta. «Acabo de comprender», me dijo, «que uno no puede ganarse honradamente la vida en un país sometido a la arbitrariedad. ¿No eres tú quien escribe que Persia necesita una Constitución y un Parlamento? A partir de hoy, considérame como el más adicto de tus discípulos. He cerrado mi tienda, he dejado a mi mujer para seguirte. ¡Ordéname y te obedeceré!»