– No, no tuve la ocasión.
– Es la nieta del shah, la princesa Xirín. Si por cualquier razón todas las puertas se cerraran ante usted, envíele un mensaje, recuérdele que la vio usted en mi casa. Una palabra de ella y muchos obstáculos se allanarían.
XXIX
Hasta Trebisonda, en velero, el mar Negro es tranquilo, demasiado tranquilo, el viento sopla poco, durante horas se contempla el mismo punto de la costa, el mismo peñasco, el mismo bosquecillo de Anatolia. Hubiera sido un error quejarme porque necesitaba ese tiempo de sosiego, dada la ardua tarea que debía realizar: memorizar un libro entero de diálogos persas-franceses escrito por Nicolás, el traductor de Jayyám, ya que me había prometido dirigirme a mis anfitriones en su propia lengua. No ignoraba que en Persia, como en Turquía, muchos letrados, comerciantes o altos responsables hablan francés. Algunos incluso hablan inglés, pero si se quiere pasar del círculo restringido de los palacios y las legaciones, si se quiere viajar fuera de las grandes ciudades o por sus bajos fondos, hay que estudiar el persa.
El desafío me estimulaba y me divertía, me deleitaba descubrir las afinidades con mi propia lengua, como con diversas lenguas latinas. Padre, madre, hermano, hija, «father», «mother», «brother», «daughther», se dice «pedar», «madar», «baradar», «dojtar»; el parentesco indoeuropeo difícilmente puede ilustrarse mejor. Incluso para nombrar a Dios, los musulmanes de Persía dicen «Joda», término mucho más cercano del inglés God o del alemán Gott que de Alá. A pesar de este ejemplo, la influencia predominante sigue siendo la del árabe, que se ejerce de forma curiosa: muchas palabras persas pueden sustituirse arbitrariamente por su equivalente en árabe, y es incluso una forma de esnobismo cultural, muy apreciado por los letrados, llenar sus conversaciones de términos o de frases enteras en árabe. Yamaleddín, en particular, se complacía en esta práctica.
Me prometí estudiar árabe más tarde. Por el momento estaba muy ocupado en recordar los textos de Nicolás que me procuraban, además del conocimiento del persa, informaciones útiles sobre el país. Se podían encontrar este tipo de diálogos:
«-¿Cuáles son los productos que se podría exportar de Persia?
– Los chales de Kirman, las perlas finas, las turquesas, las alfombras, el tabaco de Shiraz, las sedas de Mazanderán, las sanguijuelas y los tubos de pipa de madera de cerezo.
– Cuando se viaja ¿se debe llevar un cocinero?
– Sí. En Persia no se puede dar un paso sin el cocinero, la cama, las alfombras y los criados propios.
– ¿Cuáles son las monedas extranjeras que circulan en Persia?
– Los imperiales rusos, los carbovanes y los ducados de Holanda. Las monedas francesas e inglesas son muy escasas.
– ¿Cómo se llama el rey actual?
– Nassereddín Shah.
– Se dice que es un excelente rey.
– Sí, es excesivamente benevolente con los extranjeros y muy generoso. Es muy instruido, sabe mucho de historia, de geografía, de dibujo; habla francés y domina las lenguas orientales: el árabe, el turco y el persa.»
Una vez llegado a Trebisonda, me instalé en el Hotel de Italia, el único de la ciudad, confortable si se podían olvidar las nubes de moscas que transformaban cada comida en una exasperante gesticulación ininterrumpida. Me resigné, pues, a imitar a los otros visitantes y contraté por un poco de calderilla a un joven adolescente que se ocupara de abanicarme y espantar a los insectos. Lo más difícil fue convencerle de que los alejara de mi mesa sin intentar aplastarlos ante mis ojos entre dolmas y kebabs. Durante un rato me obedecía, pero en el momento en que venía una mosca al alcance de su temible instrumento, la tentación era demasiado fuerte y golpeaba.
El cuarto día encontré sitio a bordo de un buque del Servicio de Transporte Marítimo que hacía la ruta Marsella-Constantinopla-Trebisonda hasta Batumi, el puerto ruso situado al este del mar Negro, donde tomé el ferrocarril transcaucásico para Bakú, en el Caspio. El recibimiento del cónsul de Persia fue tan amable que dudé en enseñarle la carta de Yamaleddín. ¿No valdría más seguir siendo un viajero anónimo para no despertar sospechas? Pero sentí algunos escrúpulos. Quizá hubiera en la carta un mensaje distinto del que se refería a mí y no tenía derecho a no entregarlo. Bruscamente, me decidí a decir con un enigmático tono:
– Quizá tengamos un amigo común. Y saqué el sobre. Inmediatamente y con mucho cuidado, el cónsul lo abrió; había cogido de su escritorio unas gafas con montura de plata y estaba leyendo cuando, súbitamente, vi que sus dedos temblaban. Se levantó, fue a cerrar con llave la puerta de la habitación, posó los labios sobre el papel y permanecíó así algunos segundos, como recogido. Luego vino hacia mí y me estrechó entre sus brazos como si fuera un hermano superviviente de un naufragio.
Sin embargo, cuando consiguió que en su rostro no se traslucieran sus emociones, llamó a sus sirvientes, les ordenó que llevaran mi maleta a su casa, que me instalaran en la mejor habitación y que prepararan un festín para esa noche. Así me retuvo en su casa dos días, descuidando cualquier trabajo para permanecer conmigo e interrogarme sin descanso sobre el maestro, su salud, su humor y, sobre todo, sobre lo que decía de la situación de Persia. Cuando llegó el momento de partir, alquiló para mí un camarote en un buque ruso de las Líneas Cáucaso y Mercurio. Luego me confió a su cochero, a quien encargó la misión de acompañarme hasta Qazvin y permanecer a mi lado mientras yo necesitara sus servicios.
El cochero se reveló inmediatamente como un hombre desenvuelto, a menudo incluso insustituible. Yo no habría sabido deslizar algunas monedas en la mano de ese aduanero de altivo bigote para que se dignara soltar un instante la boquilla de su ka1yan y viniera a poner el visado sobre mi voluminosa Welseley. Y fue él también quien negoció en la Administración del muelle la obtención inmediata de un carruaje de cuatro caballos, a pesar de que el funcionario nos invitaba con tono imperioso a volver al día siguiente y de que un sórdido tabernero, visiblemente su cómplice, nos proponía ya sus servicios.
Me consolé de todas esas dificultades del trayecto pensando en el calvario de los viajeros que me habían precedido. Trece años antes sólo se podía llegar a Persia por la ruta de los camelleros que desde Trebisonda llevaba a Tabriz por Erzurum, unas cuarenta etapas, seis agotadoras y costosas semanas, a veces incluso peligrosas a causa de las incesantes guerras tribales. El transcaucásico revolucionó este orden de cosas y abrió Persia al mundo; desde entonces se puede llegar a ese Imperio sin grandes riesgos ni molestias, en barco desde Bakú al puerto de Enzelí y luego, en una semana, por una carretera abierta al tránsito rodado, hasta Teherán.
En Occidente, el cañón es un instrumento de guerra o de desfile militar; en Persia es también instrumento de suplicio. Lo digo porque al llegar a la muralla circular de Teherán, me vi confrontado con el espectáculo de esa pieza de artillería que servía para el más atroz de los usos: en el ancho cañón habían metido a un hombre atado del que sólo sobresalía la cabeza rapada. Debía permanecer ahí, bajo el sol, sin alimentos ni agua, hasta que le sobreviniera la muerte; e incluso después, me explicaron, se acostumbraba a dejar el cuerpo expuesto durante largo tiempo, de manera que el castigo fuera ejemplar e inspirara silencio y terror a todos aquellos que cruzaran las puertas de la ciudad.
¿Fue a causa de esa primera imagen por lo que la capital de Persia ejerció tan poca magia sobre mí? En las ciudades de Oriente se buscan los colores del presente y las sombras del pasado. En Teherán yo no encontré nada de eso. ¿Qué fue lo que vi allí? Unas avenidas demasiado anchas para unir a los ricos de los barrios del norte con los pobres de los barrios del sur; un bazar que, ciertamente, rebosaba de camellos, mulas y telas abigarradas, pero que no tenía comparación con los zocos de El Cairo, de Constantinopla, de Ispahán o de Tabriz. Y por donde se posara la mirada, innumerables construcciones grises.