Sin dudarlo, saqué del bolsillo el oro que Yamaleddín le enviaba y añadí una suma equivalente; pareció satisfecho.
– Vuelve el sábado. Si Dios lo quiere tendré el Manuscrito, te lo entregaré y tú se lo llevarás al Maestro a Constantinopla.
XXX
De la adormilada ciudad subían ruidos perezosos, el polvo era caliente y brillaba el sol; era un día persa, todo languidez, una comida compuesta de pollo al albaricoque, un vino fresco de Shiraz, una siesta insuperable en el balcón de mi habitación del hotel bajo un quitasol descolorido, con la cara tapada con una toalla mojada.
Pero en el crepúsculo de ese 1 de mayo de 1896, una vida acabaría y otra comenzaría más allá.
Insistentes y furiosos golpes en mi puerta. Por fin los oigo, me estiro, me sobresalto y corro descalzo con el pelo pegado y el bigote lacio, vestido con una túnica flotante comprada la víspera. Mis dedos fláccidos tienen dificultades para abrir el pestillo. Fazel empuja la puerta, me arrolla para cerrarla y me sacude por los hombros.
– ¡Despierta, dentro de un cuarto de hora eres hombre muerto!
Lo que Fazel me dijo con algunas frases entrecortadas el mundo entero iba a saberlo al día siguiente por la magia del telégrafo.
Al mediodía, el monarca había acudido al santuario de Shah-Abdol-Azim para la oración del viernes. Llevaba el traje de gala confeccionado para su jubileo, hilos de oro, remates de turquesas y esmeraldas, gorro de plumas. En la gran sala del santuario elige su espacio para la oración y extienden una alfombra a sus pies. Antes de arrodillarse, busca con los ojos a sus mujeres y les indica que se coloquen detrás de él, alisa sus largos bigotes afilados, blancos con reflejos azulados, mientras la multitud, fieles y mollahs que los guardias se afanan por contener, se apiña a su alrededor. Del patio exterior llegan aún las aclamaciones. Las esposas reales avanzan.
Entre ellas se escurre un hombre vestido de lana, a la manera de los derviches. Sujeta un papel que tiende con la punta de los dedos. El shah se pone sus binóculos para leerlo. De pronto, un tiro alcanza al soberano en pleno corazón. Pero antes de desplomarse, puede murmurar: «¡Sostenedme!» La pistola estaba oculta por la hoja de papel.
En el tumulto general, el gran visir es el primero que se recobra y grita: «¡No es nada, la herida es leve!» Ordena evacuar la sala y llevar al shah al carruaje real. Y hasta Teherán, va abanicando el cadáver sentado en el asiento de atrás, como si aún respirara. Mientras tanto, hace venir al príncipe heredero de Tabriz, de donde es gobernador.
En el santuario, las esposas del shah atacan al asesino, lo insultan y lo muelen a palos; la muchedumbre le arranca la ropa y se dispone a despedazarlo cuando el coronel Kasakovsky, jefe de la brigada cosaca, interviene para salvarlo, o más bien para someterlo a un primer interrogatorio. Sorprendentemente, el arma del crimen ha desaparecido. Se dice que una mujer la recogió y la ocultó bajo su velo. No la encontrarán jamás. Por el contrario, recuperan la hoja de papel que sirvió para camuflar la pistola.
Por supuesto, Fazel me ahorró todos esos detalles, su síntesis fue lapidaria:
– Ese loco de Mitza Reza ha matado al shah. Le han encontrado encima la carta de Yamaleddín donde se menciona tu nombre. Conserva tu traje persa, coge tu dinero y tu pasaporte. Nada más. Y corre a refugiarte en la Legación americana.
Mi primer pensamiento fue para el Manuscrito. ¿Lo habría recuperado Mirza Reza esa mañana? Verdad es que yo no evaluaba aún la gravedad de n-ú situación: complicidad en el asesinato de un jefe de Estado, ¡yo, que había venido al Oriente de los poetas! Sin embargo, las apariencias estaban contra mí, engañosas, falsas, absurdas, pero abrumadoras. ¿Qué juez, qué comisario no sospecharía de mí?
Fazel espiaba desde el balcón; de pronto se agachó y gritó con voz ronca:
– ¡Ya están aquí los cosacos! ¡Están acordonando el hotel!
Bajamos corriendo la escalera. Una vez llegados al vestíbulo de entrada, recobramos un paso más digno, menos sospechoso. Un oficial, barba rubia, gorro encasquetado, acababa de entrar barriendo con los ojos los rincones de la estancia. Fazel tuvo justo el tiempo de susurrarme: «¡A la Legación!» Luego se separó de mí, se dirigió hacia el oficial, le oí pronunciar «¡Palkovnik!» -¡Coronel!- y les vi estrecharse la mano ceremoniosamente e intercambiar algunas palabras de condolencia. Kasakovsky había cenado con frecuencia en casa del padre de mi amigo y eso me valió algunos segundos de respiro. Los aproveché para apresurar el paso hacia la salida, envuelto en mi aba, e internarme en el jardín, qúe los cosacos se aplicaban en transformar en un campo atrincherado. No me molestaron. Como venía del interior debieron de suponer que su jefe me había dejado pasar. Crucé, pues, la verja y me dirigí hacia la callejuela de la derecha que llevaba al bulevar de los embajadores y, en diez minutos, a mi Legación.
Tres soldados estaban apostados a la entrada de mi callejuela. ¿Pasaría ante ellos? A la izquierda divisé otra calleja. Pensé que sería mejor tomarla, aunque tuviera luego que torcer a la derecha. -Avancé, por lo tanto, evitando mirar en dirección a los soldados. Algunos pasos más y ya no los vería, ni ellos a mí:
– ¡Alto!
¿Qué hacer? ¿Detenerme? A la primera pregunta que me hicieran descubrirían que apenas hablaba persa, me pedirían mis papeles y me detendrían. ¿Huir? No les costaría alcanzarme, yo habría actuado como un culpable y ni siquiera podría invocar mi buena fe. Sólo tenía una fracción de segundo para elegir.
Decido seguir mi camino sin apresurarme, como si no hubiera oído. Pero resuena un nuevo grito, carabinas que se cargan, pasos. No lo pienso más y corro a través de las callejuelas sin mirar hacia atrás; me lanzo por los pasajes más estrechos, más sombríos; el sol se ha puesto ya, dentro de media hora será de noche.
Buscaba con mi mente una oración para poder rezar y sólo conseguía repetir «¡Dios!, ¡Dios!, ¡Dios!», insistente imploración, como si ya estuviera muerto y tamborileara a la puerta del paraíso.
Y la puerta se abrió. La puerta del paraíso. Una puertecilla disimulada en una tapia manchada de barro, en la esquina de una calle. Una mano tocó la mía, me agarré a ella, me atrajo hacia sí y cerró detrás de mí. Yo no podía abrir los ojos de miedo, de sofoco, de incredulidad, de felicidad. Fuera seguía la galopada.
Tres miradas risueñas me contemplaban, tres mujeres con la cabeza tapada con un velo, pero con el rostro descubierto y que me comían con los ojos como a un recién nacido. La de más edad, unos cuarenta años, me indicó que la siguiera. Al fondo del jardín a donde fui a parar había una pequeña cabaña donde me instaló en una silla de mimbre, prometiéndome con un gesto que vendría a liberarme. Me tranquilizó con una mueca y una palabra mágica: andarun, «casa interior». ¡Los soldados no vendrían a registrar donde vivían mujeres!
De hecho, los ruidos de soldados sólo se habían acercado para alejarse de nuevo antes de apagarse. ¿Cómo podían saber en cuál de las callejuelas me había volatilizado? El barrio era un laberinto de decenas de pasajes y cientos de casas y jardines y era casi de noche.
Al cabo de una hora me trajeron té negro, me liaron cigarrillos y se entabló una conversación. Con algunas frases lentas en persa y unas cuantas palabras en francés, se me explicó a qué debía mi salvación. En el barrio había corrido el rumor de que un cómplice del asesino del shah estaba en el hotel de los extranjeros. Al verme huir, ellas habían comprendido que era yo el heroico culpable y habían querido protegerme. ¿Las razones de su actitud? Su marido y padre había sido ejecutado quince años antes, injustamente acusado de pertenecer a una secta disidente, los babis, que preconizaban la abolición de la poligamia, la igualdad absoluta entre hombres y mujeres y el establecimiento de un régimen democrático. Dirigida por el shah y por el clero, la represión fue sangrienta y, además de las decenas de miles de babis, muchos inocentes fueron exterminados por la simple denuncia de un vecino. Mi benefactora se quedó sola con dos hijas de tierna edad y desde entonces sólo esperaba la hora de la revancha. Las tres mujeres se consideraban honradas de que el heroico vengador hubiera ido a parar a su humilde jardín.