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– ¿Qué razones han podido impulsarte a matar a nuestro muy amado shah?

– Aquellos que tengan ojos para observar no tendrán ninguna dificultad en darse cuenta de que el shah caído en el mismo lugar donde Sayyid Yamaleddín fue… maltratado. ¿Qué había hecho ese hombre santo, verdadero descendiente del Profeta, para que se le arrastrara así fuera del santuario?

– ¿Quién te incitó a matar al shah, quiénes son tus cómplices?

– Juro por dios, el Altísimo, el Todopoderoso, el creó a Sayyid Yamaleddín y a todos los demás humanos, que nadie, salvo el sayyid y yo, estaba al corriente de mí proyecto de matar al shah. El sayyid está en Constantinopla ¡tratad de atraparlo!

– ¿Qué directrices te dio Yamaleddin?

– Cuando fui a Constantinopla le conté las torturas que el hijo del shah me había hecho padecer. El sayyid me impuso silencio diciéndome: «¡Deja de lamentarte como si fueras el animador de una ceremonia fúnebre! ¿No sabes hacer otra cosa que llorar? ¡Si el hijo del shah te torturó, mátalo!»

– ¿Por qué mataste al shah en vez de a su hijo, puesto que fue éste el que te perjudicó y puesto que fue del hijo de quien Yamaleddín te aconsejó que te vengaras?

– Me dije a mí mismo: «Si mato al hijo, el shah, con su formidable poder, va a matar a miles de personas en represalia.» En vez de cortar una rama, he preferido arrancar de cuajo el árbol de la tiranía, esperando que otro árbol pueda crecer en su lugar. Por otra parte, el sultán de Turquía le dijo a Sayyid Yamaleddín en privado que habría que quitar de en medio a ese shah para realizar la unión de todos los musulmanes.

– ¿Cómo sabes lo que el sultán pudo decir en privado a Yamaleddín?

– Porque fue el mismo Sayyid Yamaleddín quien me lo contó. Confía en mí, no me oculta nada. Cuando estaba en Constantinopla me trataba como a su propio hijo.

– Si te trataban tan bien allí ¿por qué volviste a Persia donde temías que te detuvieran y torturaran?

– Soy de los que creen que ninguna hoja cae del árbol sin que haya estado escrito desde siempre en el Libro del Destino. Estaba escrito que yo vendría a Persia y sería el instrumento del acto que acaba de ser realizado.

XXXII

Si esos hombres que deambulaban por la colina de Yildiz, en tomo a la casa de Yamaleddín, hubieran escrito sobre su fez «espía del sultán», no hubieran revelado algo más de lo que el más ingenuo de los visitantes comprobaba a la primera ojeada. Pero quizá fuera ésa la verdadera razón de su presencia: desanimar a los visitantes. De hecho, esa casa, que en otro tiempo era un hervidero de discípulos, de corresponsales extranjeros, de personalidades de paso, estaba en ese caluroso día de septiembre totalmente desierta. Sólo el sirviente estaba ahí, siempre tan discreto. Me condujo al primer piso, donde encontré al Maestro pensativo, lejano, hundido en un sillón de cretona y veludillo.

Al verme llegar, su rostro se iluminó. Vino hacía mí a grandes zancadas, me estrechó contra él disculpándose del daño que me había causado y proclamándose feliz de que hubiera podido salir de aquello. Le conté detalladamente mi huida y la intervención de la princesa, antes de volver sobre mi demasiado breve estancia y mi encuentro con Fazel y luego con Mirza Reza. La sola mención de su nombre irritó a Yamaleddín.

– Me acaban de informar de que lo ahorcaron el mes pasado. ¡Que Dios le perdone! Por supuesto, conocía su suerte, sólo resulta sorprendente lo que han tardado en ejecutarlo. ¡Más de cien días después de la muerte del shah! Sin duda lo torturaron para arrancarle su confesión.

Yamaleddín hablaba lentamente. Me pareció más débil, más delgado; de vez en cuando, los tics desfiguraban su rostro, de ordinario tan sereno, aunque sin despojarlo de su magnetismo. Daba la impresión de que sufría, sobre todo cuando evocaba a Mirza Reza.

– Aún no puedo creer que ese pobre muchacho, que cuidé aquí mismo en Constantinopla, al que le temblaban las manos constantemente y parecía incapaz de levantar una taza de té, haya podido sostener una pistola, disparar contra el shah y matarlo de un solo tiro. ¿No crees que han podido aprovecharse de su locura para endosarle el crimen de otro?

Por toda respuesta le presenté el atestado copiado por la princesa. Poniéndose sus finos binóculos lo leyó, lo releyó con fervor, o terror, a veces incluso me pareció que con una especie de alegría interior. Luego dobló las hojas, se las metió en el bolsillo y se puso a pasear de un lado a otro de la habitación. Pasaron diez minutos de silencio antes de que pronunciara esta sorprendente oración:

– ¡Mirza Reza, niño perdido de Persia! ¡Si pudieras ser solamente loco, si pudieras ser solamente sabio! ¡Si pudieras contentarte con traicionarme o con serme fiel! ¡Si pudieras inspirar sólo ternura o repulsión! ¿Cómo amarte? ¿Cómo odiarte? El mismo Dios ¿qué hará contigo? ¿Te llevará al Paraíso de las víctimas? ¿Te relegará al infierno de los verdugos?

Volvió a sentarse, agotado, con el rostro entre las manos. Yo seguía callado, incluso me esforzaba por contener el ruido de mi respiración. Yamaleddín se incorporó. Su voz me pareció más serena y su mente más clara.

– Las palabras que he leído son, desde luego, de Mirza Reza. Hasta ahora tenía mis dudas. Ya no las tengo; ciertamente fue él el asesino. Y probablemente pensó actuar así para vengarme. Quizá haya creído que me obedecía. Pero, contrariamente a lo que pretende, yo jamás le di la orden de cometer un asesinato. Cuando vino a Constantinopla a contarme como lo habían torturado el hijo del shah y sus acólitos, se ahogaba en llanto. Queriendo que reaccionara, le dije: «¡Deja ya de lamentarte! ¡Se diría que lo único que buscas es que te compadezcan! ¡Estarías dispuesto incluso a mutilarte para estar seguro de que vas a despertar compasión!» Le conté una antigua leyenda: «Cuando los ejércitos de Darío se enfrentaron con los de Alejandro el Grande, los consejeros del griego le advirtieron que las tropas de los persas eran mucho más numerosas que las suyas. Alejandro se encogió de hombros con aplomo: “Mis hombres -dijo, “luchan para vencer; los hombres de Darío luchan para morir".»

Yamaleddín pareció rebuscar en sus recuerdos.

– Entonces le dije a Mirza Reza: «¡Si el hijo del shah te acosa, destrúyelo, en lugar de destruirte a ti mismo!» ¿Es realmente eso un llamamiento al asesinato? ¿Y cree usted de verdad, usted que conoció a Mirza Reza, que yo habría podido confiar semejante misión a un loco que miles de personas pudieron ver aquí mismo, en mi casa?

Quise mostrarme sincero.

– No es usted culpable del crimen que se le imputa, pero no puede negarse su responsabilidad moral.

Mi franqueza le impresionó.

– Eso lo admito, como admito haber deseado cada día la muerte del shah. Pero de qué sirve defenderme si ya estoy condenado.

Se dirigió hacia un cofrecillo y sacó de él una hoja cuidadosamente caligrafiada.

– Esta mañana he escrito mi testamento.

Me colocó el texto entre las manos y leí con emoción:

«No sufro por estar prisionero, no temo a la cercana muerte. Mi única causa de desolación es comprobar que no he visto florecer las semillas que sembré. La tiranía continúa aplastando a los pueblos de Oriente y el oscurantismo sigue ahogando su grito de libertad. Quizá hubiera logrado mis propósitos si hubiese sembrado mi semilla en la tierra fértil del pueblo en lugar de en las áridas tierras de las cortes reales. Y tú, pueblo de Persia, en quien puse mis mayores esperanzas, no creas que eliminando a un hombre puedes ganar tu libertad. Es el peso de las tradiciones seculares lo que tienes que osar sacudir.»