Omar mira a la asistencia buscando alguna reacción. Pero su relato no ha provocado ninguna chispa en los labios, ninguna pregunta en los ojos. Adivinando su perplejidad, el cadí le explica:
– Muchas ciudades pretenden ser las más hospitalarias de todas las tierras del Islam, pero sólo los habitantes de Samarcanda merecen semejante título. Que yo sepa, jamás ningún viajero ha tenido que pagar para alojarse o alimentarse, y conozco a familias enteras que se han arruinado para honrar a los visitantes o a los necesitados. Sin embargo, nunca las oirás enorgullecerse y vanagloriarse por ello. Como has podido observar, en esta ciudad hay más de dos mil fuentes colocadas en cada esquina de una calle, hechas de barro cocido, cobre o porcelana y constantemente llenas de agua fresca para apagar la sed de los transeúntes. Todas ellas han sido regaladas por los habitantes de Samarcanda. ¿Crees que algún hombre grabaría allí su nombre para granjearse el agradecimiento de alguien?
– Lo reconozco, en ningún sitio he encontrado semejante generosidad. Sin embargo, ¿me permitiríais formular una pregunta que me obsesiona?
El cadí le quita la palabra:
– Ya sé lo que vas a preguntarme. ¿Cómo una gente que aprecia tanto las virtudes de la hospitalidad puede ser culpable de violencias contra un forastero como tú?
– O contra un infortunado anciano como Jaber el Largo.
– Voy a darte la respuesta. Se resume en una sola palabra: miedo. Aquí toda violencia es hija del miedo. Nuestra fe se ve acosada por todas partes: por los karmates de Bahrein, los imaníes de Qom, que esperan la hora del desquite, las setenta y dos sectas, los rum de Constantinopla, los infieles de todas denominaciones y, sobre todo, los ismaelíes de Egipto, cuyos adeptos son una multitud hasta en el pleno corazón de Bagdad e incluso aquí en Samarcanda. No olvides jamás lo que son nuestras ciudades del Islam. La Meca, Medina, Ispahán, Bagdad, Damasco, Bujara, Merv, El Cairo, Samarcanda: nada más que oasis que un momento de abandono devolvería al desierto. ¡Constantemente a merced de un vendaval de arena!
Por una ventana a su izquierda, el cadí, con una mirada experta, evalúa la trayectoria del sol y se levanta.
– Es hora de ir al encuentro de nuestro soberano -dice.
Da unas palmadas.
– ¡Que nos traigan algo para el viaje!
Porque suele llevar uvas pasas que va comiscando por el camino, costumbre que sus allegados y visitantes imitan. De ahí la inmensa bandeja de cobre que le traen, rematada por una pequeña montaña de esas golosinas color miel, de la cual cada uno se abastece hasta atiborrarse los bolsillos.
Cuando llega su turno, el estudiante de la cicatriz coge algunas, que tiende a Jayyám con estas palabras:
– Seguramente habrías preferido que te ofrecieran uva bajo la forma de vino.
No ha hablado en voz muy alta pero, como por encanto, toda la asistencia se ha callado, conteniendo la respiración, aguzando el oído y observando los labios de Omar, que deja caer:
– Cuando se quiere beber vino, se escoge con cuidado al escanciador y al compañero de placer.
La voz del de la cicatriz se eleva un poco:
– Por mi parte no beberé ni una gota. Quiero tener un sitio en el paraíso. No pareces deseoso de unirte a mí allí.
– ¿La eternidad entera en compañía de ulemas sentenciosos? No, gracias. Dios nos ha prometido otra cosa.
El intercambio de palabras se detiene ahí. Omar apresura el paso para unirse al cadí que le está llamando.
– Es necesario que la gente de la ciudad te vea cabalgar a mi lado. Eso barrerá las impresiones de ayer tarde.
Entre el gentío apelotonado en las inmediaciones de la resistencia, Omar cree reconocer a la ladrona de almendras disimulada a la sombra de un peral. Aminora el paso y la busca con los ojos, pero Abu Taher le hostiga:
– Más deprisa. ¡Ay de tus huesos si el kan llega antes que nosotros!
IV
– Los astrólogos lo han proclamado desde el alba de los tiempos y no han mentido: cuatro ciudades han nacido bajo el signo de la rebelión, Samarcanda, La Meca, Damasco y Palermo. Nunca se sometieron a sus gobernantes si no fue por la fuerza; nunca siguen el camino recto si no está trazado por la espada, y fue por la espada como el Profeta redujo la arrogancia de los habitantes de La Meca. ¡Y por la espada reduciré la arrogancia de la gente de Samarcanda!
Nasr Kan, Señor de Transoxiana, gesticula de pie ante su trono, gigante cobrizo cubierto de bordados; su voz hace temblar a allegados y visitantes, sus ojos buscan una víctima entre la asistencia, unos labios que osen estremecerse, una mirada insuficientemente contrita, el recuerdo de alguna traición. Pero, por instinto, cada cual se escurre detrás de su vecino, inclina su espalda, su cuello, sus hombros y espera a que pase la tormenta.
Al no encontrar una presa para sus garras. Nasr Kan toma a manos llenas sus ropajes de gala, se los quita uno tras otro, los tira al suelo furioso y los patea vociferando una sarta de improperios sonoros en su dialecto turco-mogol de Kaxgar. Según la costumbre, los soberanos llevan superpuestos tres, cuatro y a veces siete vestidos bordados de los que se van despojando a lo largo del día, depositándolos con solemnidad sobre la espalda de aquellos que desean honrar. Actuando como lo acaba de hacer, Nasr Kan ha manifestado su intención de no recompensar ese día a ninguno de sus numerosos visitantes.
Sin embargo, debería ser un día de festividades, como en cada visita del soberano a Samarcanda, pero la alegría se esfumó desde los primeros minutos. Después de haber remontado la carretera enlosada que sube desde el río Siab, el kan efectuó su entrada solemne por la puerta de Bujara, situada al norte de la ciudad. Por su amplia sonrisa, sus ojillos parecían más hundidos, más oblicuos que nunca y sus pómulos brillaban por los reflejos ámbar del sol. Y luego, súbitamente, su humor cambió. Se acercó a unos doscientos notables reunidos en torno al cadí Abu Taher y dirigió al grupo con el que se había mezclado Omar Jayyám una inquieta y aguda mirada, como recelosa. Al no haber visto, al parecer, a aquellos a quienes buscaba, encabritó bruscamente su cabalgadura con un seco tirón de las riendas y se alejó mascullando inaudibles palabras. Rígido sobre su yegua negra, no volvió a sonreír ni esbozó la menor respuesta a las repetidas ovaciones de los miles de ciudadanos congregados desde el alba para saludarle a su paso; algunos agitaban al viento el texto de una petición redactada por algún memorialista. En vano. Nadie osó presentarlo al soberano y se dirigían antes bien al chambelán, que se inclinaba cada vez para recoger las hojas sin dejar de murmurar vagas promesas de darles curso.
Precedido de cuatro jinetes que llevaban en alto los oscuros estandartes de la dinastía y seguido a pie por un esclavo con el torso desnudo que sostenía un inmenso quitasol, el kan atravesó sin detenerse las grandes arterias bordeadas de tortuosas moreras, evitó los bazares, cabalgó a lo largo de los principales canales de irrigación llamados ariks hasta el barrio de Asfizar, donde se había hecho acondicionar un palacio provisional a dos pasos de la residencia de Abu Taher. En el pasado, los soberanos residían en el interior de la ciudadela, pero los recientes combates la habían dejado en un estado de ruina extrema y hubo que abandonarla. Desde entonces sólo la guarnición turca levantaba allí a veces sus tiendas.