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– Guarde una copia y tradúzcala para Henri Rochefort, L'Intransigeant es el único periódico que clama aún mi inocencia, los otros me llaman asesino. Todo el mundo desea mi muerte. ¡Que se tranquilicen, tengo un cáncer, un cáncer de mandíbula!

Como cada vez que tenía la debilidad de quejarse, lo compensó inmediatamente con una risa falsamente despreocupada y una docta broma.

– Cáncer, cáncer, cáncer, repitió como una imprecación. Los médicos de los tiempos pasados atribuían todas las enfermedades a las conjunciones de los astros. Sólo el cáncer ha conservado, en todas las lenguas, su nombre astrológico. El pavor está intacto.

Permaneció unos instantes pensativo y melancólico, pero no tardó en proseguir con un tono falsamente alegre y por ello más desgarrador.

– Maldigo este cáncer. Sin embargo nada prueba que será lo que me mate. El shah pide mi extradición. El sultán no puede entregarme, puesto que sigo siendo su invitado, y tampoco puede dejar impune un regicidio. Por mucho que deteste al shah y a su dinastía y conspire cada día contra él, hay una solidaridad que continúa uniendo a la cofradía de los grandes de este mundo frente a un perturbador como Yamaleddín. ¿La solución? El sultán hará que me maten aquí mismo y el nuevo shah se sentirá reconfortado, puesto que a pesar de sus repetidas demandas de extradición no tiene ningún deseo de mancharse las manos con mi sangre al principio de su reinado. ¿Quién me matará? ¿El cáncer? ¿El shah? ¿El sultán? Quizá no tenga ya tiempo de saberlo. Pero tú, mi joven amigo, tú sí lo sabrás.

¡Y tuvo la temeridad de reírse!

De hecho, no lo supe nunca. Las circunstancias de la muerte del gran reformador de Oriente siguen siendo un misterio. Me enteré de la noticia algunos meses después de mi regreso a Annápolis. Una reseña en L'Intransigeant del 12 de marzo de 1897 me informó de su desaparición sobrevenida tres días antes, pero hasta finales de verano, cuando me llegó la famosa carta prometida por Xirín, no pude conocer la versión que sobre la muerte de Yamaleddín circulaba entre sus discípulos. «Desde hacía algunos meses», escribía la princesa, «padecía fuertes dolores de muelas provocados sin duda por su cáncer. Ese día, al superar el dolor los límites de lo soportable, envió a su sirviente a avisar al sultán, quien le mandó a su propio dentista. Éste lo auscultó, sacó de su maletín una jeringa ya preparada y le inyectó en la encía, explicándole que pronto se aliviaría su dolor. No habían transcurrido aún algunos segundos cuando la mandíbula del Maestro comenzó a hincharse. Viendo que se ahogaba, su sirviente corrió a alcanzar al dentista, que no habla salido aún de la casa, pero en lugar de volver sobre sus pasos, el hombre echó a correr a toda velocidad hasta el carruaje que le esperaba; Sayyid Yamaleddín murió unos minutos después. Por la noche, unos agentes del sultán vinieron a recoger su cuerpo, que fue lavado y enterrado precipitadamente.» El relato de la princesa terminaba sin transición con estas palabras de Jayyám que había mandado traducir: «Aquellos que han acumulado tantos conocimientos y que nos han conducido hacia la sabiduría, ¿no están ellos mismos ahogados en la duda? Cuentan una historia y luego se van a dormir.»

Sobre la suerte del Manuscrito, que era, sin embargo, el objeto de la carta, Xirín me informaba lacónicamente: «Efectivamente, estaba entre las pertenencias del asesino. Ahora está en mi casa. Podréis consultarlo a vuestro antojo cuando volváis a Persia.»

¿Volver a Persia, donde pesaban sobre mí tantas sospechas?

XXXIII

De mi aventura persa no había conservado más que deseos; un mes para llegar a Teherán, tres meses para salir de allí, y en sus calles unos cuantos días de aturdimiento, apenas el tiempo de oliscar, rozar o entrever. Demasiadas imágenes me llamaban aún desde la tierra prohibida; mi altiva pereza de fumador de kalyan dándome importancia entre los vapores de brasas y de tombac; mi mano apretando la de Xirín sólo el tiempo de una promesa; mis labios sobre esos pechos ofrecidos castamente por mi madre de una noche; y más que nada el Manuscrito, el Manuscrito que me esperaba abierto en los brazos de su depositaria.

A aquellos que nunca hayan contraído la obsesión de Oriente, apenas me atrevo a contar que un sábado al atardecer, calzado con unas babuchas, vestido con mi túnica persa y llevando en la cabeza mi kulah de piel de cordero, me fui a deambular por un rincón de la playa de Annápolis que sabía desierto. Lo estaba, pero a mi regreso, absorto en mis pensamientos y olvidando mi vestimenta, di un rodeo por Compromise Road, que de desierta no tenía nada. «Buenas noches, señor Lesage», «Que usted siga bien, señor Lesage», «Señor, señora Baymaster, señorita Bigchurch», los saludos llovían. «¡Buenas noches, Reverendo!»

Fue el entrecejo fruncido del pastor lo que me despertó. Me paré en seco para contemplarme con contrición de la cabeza a los pies, palpar mi sombrero y apresurar el paso. Creo incluso haber corrido, arrebujado en mi aba como para ocultar mi desnudez. Al llegar a mi casa me quité mis avíos y los enrollé con un gesto definitivo antes de tirarlos con rabia al fondo del armario de las herramientas.

Me guardé mucho de reincidir, pero ese único paseo me había pegado una tenaz etiqueta de extravagante, sin duda para toda la vida. En Inglaterra siempre se ha mirado a los excéntricos con benevolencia, incluso con admiración, a condición de que tengan la excusa de la riqueza. La América de aquellos años era poco propicia a tales extravíos, el viraje del siglo se tomaba con una mojigata circunspección, quizá no en Nueva York o en San Francisco, pero desde luego sí en mi ciudad. Una madre francesa y un gorro persa era demasiado exotismo para Annápolis.

Esto en el aspecto negativo. En el aspecto positivo, mi chaladura me valió en el acto una inmerecida reputación de gran explorador de Oriente. Mi paseo llegó a oídos del director del periódico local, Matthias Webb, que me sugirió escribir un artículo sobre mi experiencia persa.

La última vez que el nombre de Persia había sido impreso en las páginas del «Annápolis Gazette and Herald» se remontaba, creo, a 1856, cuando un transatlántico orgullo de la Cunard's, el primer barco de ruedas que fue dotado de un casco metálico, chocó contra un iceberg, pereciendo siete marinos de nuestro condado. El infortunado navío se llamaba «Persia».

La gente del mar no bromea con los signos del destino. Por eso juzgué necesario advertir, en la introducción de mi artículo, que «Persia» era un término impropio, que los persas llamaban a su país «Irán», abreviación de un término muy antiguo, «Airania Vaeya», que significaba «tierra de los arios».

Evoqué a continuación a Omar Jayyám, el único persa del que la mayoría de mis lectores habrían oído ya hablar, citando de él una cuarteta impregnada de un profundo escepticismo. «Paraíso, infierno ¿habrá alguien que haya visitado esas singulares regiones?» Acertado preámbulo antes de extenderme en algunos párrafos muy densos sobre las numerosas religiones que, desde siempre, han prosperado en tierra persa, el zoroastrismo, el maniqueísmo, el islam sunní y chií, la variante ismaelí de Hasan Sabbah y, más cerca de nosotros, los babis, los xeijis, los bahais, y no omití recordar que nuestro «paraíso» tenía por origen una antigua palabra persa, «paradaeza», que quiere decir «jardín».