Y en esa atmósfera intervino el más trivial de los acontecimientos: un baile de disfraces en casa de un alto funcionario belga, donde Naus tuvo la idea de acudir disfrazado de mollah. Risitas contenidas, alguna carcajada, aplausos. La gente se arremolinó en torno al ministro, felicitándole y pidiéndole que posara para una fotografía, de la que algunos días más tarde se distribuyeron cientos de ejemplares en el bazar de Teherán.
Xirín me envió una copia de ese documento. La tengo aún y a veces le echo una ojeada nostálgica y divertida. En ella se ven, sentados en una alfombra extendida entre los árboles de un jardín, unos cuarenta hombres y mujeres vestidos de turcos, japoneses o austriacos; en el centro, en el primer plano, Naus, tan bien disfrazado que con su barba blanca y su bigote entrecano se le tomaría fácilmente por un piadoso patriarca. Comentario de Xirín al dorso de la fotografía: «Impune de tantos crímenes y castigado por un pecadillo.»
Seguramente la intención de Naus no era burlarse de los religiosos. Si acaso, podría reprochársele una culpable inconsciencia, una ausencia de tacto, una onza de mal gusto. Su verdadera culpa, puesto que servía de caballo de Troya del zar, fue no haber comprendido que debía dejar que lo olvidaran por un tiempo.
Aglomeraciones rabiosas en torno a la fotografía difundida, algunos incidentes y el bazar cerró sus puertas. Al principio se reclamó la dimisión de Naus, luego la de todo el gobierno. Se repartieron octavillas que pedían que se instituyera un Parlamento como en Rusia. Desde hacía años existían sociedades secretas que actuaban en el seno de la población valiéndose de Yamaleddín, a veces incluso de Mirza Reza, erigido por las circunstancias en el símbolo de la lucha contra el absolutismo.
Los cosacos cercaron los barrios del centro. Ciertos rumores, propagados por las autoridades, anunciaban que iba a caer sobre los que protestaban una represión sin precedentes, que el bazar sería abierto por la fuerza armada y abandonado al saqueo de la tropa, una amenaza que aterraba a los comerciantes desde hacía milenios.
Por eso, el 19 de julio de 1906, una delegación de comerciantes y cambistas del bazar acudió ante el encargado de negocios británico para una pregunta de urgencia: si unas personas en peligro de ser detenidas venían a refugiarse a la Legación ¿serían protegidas? La respuesta fue positiva. Los visitantes se retiraron con palabras de agradecimiento y dignas zalemas.
Aquella misma noche, mi amigo Fazel se presentaba en la Legación con un grupo de amigos y se le recibió con solicitud. Aunque apenas tenía treinta años, era ya, como heredero de su padre, uno de los comerciantes más ricos del bazar. Pero su amplia cultura elevaba aún más su rango y su influencia era grande entre sus iguales. A un hombre de su condición, los diplomáticos británicos sólo podían proponer una de las habitaciones reservadas a los invitados relevantes. Sin embargo, él declinó el ofrecimiento y, pretextando el calor, expresó su deseo de instalarse en los grandes jardines de la Legación. Con este fin, dijo, había traído una tienda, una pequeña alfombra y algunos libros. Con el entrecejo fruncido y los labios apretados, sus anfitriones observaron el desembalaje.
Al día siguiente, otros treinta comerciantes se acogieron de la misma manera al derecho de asilo. Tres días después, el 23 de julio, había ochocientos sesenta. El 26 ya eran cinco mil y doce mil el 1 de agosto.
Insólito espectáculo, esa ciudad persa plantada en un jardín inglés. Tiendas por todas partes, agrupadas por corporaciones. La vida se organizó rápidamente, se instaló una cocina detrás del pabellón de los guardas y unos enormes calderos circulaban entre los diferentes «barrios». Cada servicio duraba tres horas.
Ningún desorden y poco ruido. Se buscaba refugio, se buscaba «bast», como dicen los persas; dicho de otro modo, se practicaba una resistencia estrictamente pasiva al amparo de un santuario. Había varios en la región de Teherán: el mausoleo de Shah-Abdol-Azírn, las cuadras reales y el «bast» más pequeño de todos, el cañón sobre ruedas de la plaza Topjané; si un fugitivo se agarra a él, las fuerzas del orden no tienen derecho a tocarlo. Pero la experiencia de Yamaleddín había demostrado que el poder no toleraba por mucho tiempo esa forma de protesta. La única inmunidad que reconocía era la de las legaciones extranjeras.
A la de los ingleses, cada refugiado había llevado su kalyan y sus sueños. De una tienda a otra, un océano de diferencia. En torno a Fazel, la élite modernista; no eran un puñado, sino cientos, jóvenes o viejos, organizados en anyumán, sociedades más o menos secretas. Sus conversaciones recaían sin cesar sobre Japón, Rusia y, sobre todo, Francia, cuya lengua hablaban y cuyos libros y periódicos leían asiduamente, la Francia de Sain-Simon, de Robespierre, de Rousseau y de Waldeck-Rousseau. Fazel había recortado cuidadosamente el texto de la ley sobre la separación de la Iglesia y el Estado, votada un año antes en París; lo había traducido y distribuido entre sus amigos y lo comentaban con entusiasmo, pero en voz baja, ya que no lejos de su círculo se reunía una asamblea de mollahs.
El clero estaba dividido. Una parte rechazaba todo lo que venía de Europa, incluso la idea de democracia, de parlamento y de modernidad. «¿Para qué necesitamos una Constitución», decían, «si tenemos el Corán?» A lo que los modernistas respondían que el Libro había encomendado a los hombres que se gobernaran democráticamente, puesto que estaba dicho: «Que vuestros asuntos se resuelvan por acuerdo entre vosotros.» Sagazmente, añadían que si a la muerte del Profeta los musulmanes hubieran tenido una Constitución que organizara las instituciones de su naciente Estado, no habrían conocido las sangrientas luchas de sucesión que condujeron a la evicción del imán Alí.
Sin embargo, por encima del debate doctrinal, la mayoría de los mollahs aceptaba la idea de la Constitución para poner fin a la arbitrariedad real. Llegados a cientos para buscar «bast», se complacían en comparar su acto con la emigración del Profeta hacia Medina, y los sufrimientos del pueblo con los de Hussein, hijo del imán Alí, cuya pasión es el más parecido equivalente musulmán de la pasión de Cristo. En los jardines de la Legación, los plañideros profesionales, los roze-jwan, contaban a su auditorio los sufrimientos de Hussein. Todo el mundo lloraba, se flagelaba y se lamentaba sin moderación, por Hussein, por sí mismo y por Persia, perdida en un mundo hostil, precipitada, siglo tras siglo a una decadencia sin fondo.
Los amigos de Fazel permanecían alejados de e manifestaciones. Yamaleddín les había enseñado a de confiar de los roze-jwan y sólo los escuchaban con una condescendencia inquieta.
Me sorprendió una fría reflexión de Xirín en una de sus cartas: «Persia está enferma», escribía, «y a su cabecera hay varios médicos, modernos y tradicionales y cada uno de ellos propone sus remedios. El futuro será de aquel que consiga la curación. Si esta revolución triunfa, los mollahs deberán transformarse en demócratas; sí fracasa, los demócratas deberán transformarse en mollahs.»