Выбрать главу

Por el momento se encontraban todos en la misma trinchera y en el mismo jardín. El 7 de agosto había en la Legación dieciséis mil bastis, las calles de la ciudad estaban desiertas y todo comerciante de importancia había «emigrado». El shah no tuvo más opción que ceder. El 15 de agosto, menos de un mes después del principio del bast, anunció que se organizarían elecciones para elegir, por sufragio directo en Teherán e indirecto en las provincias, una Asamblea Nacional consultiva.

El primer Parlamento de la historia de Persia se reunió el 7 de octubre. Para pronunciar el discurso del Trono, el shah tuvo el acierto de enviar a un miembro de la oposición de los primeros tiempos, el príncipe Malkom Kan, un armenio de Ispahán, compañero de Yamaleddín, el mismo que lo había alojado durante su última estancia en Londres. Un soberbio anciano de aspecto británico, que toda su vida había soñado con encontrarse de pie en el Parlamento leyendo a los representantes del pueblo el discurso de un soberano constitucional.

Que aquellos que quieran inclinarse con más atención sobre esta página de la historia no busquen a Malkom Kan en los documentos de la época. Hoy, como en los tiempos de Jayyám, Persia no conoce a sus dirigentes por sus nombres, sino por sus títulos: «Sol de la Realeza», «Pilar de la religión», «Sombra del Sultán». Al hombre que tuvo el honor de inaugurar la era de la democracia, le fue atribuido el título más prestigioso de todos: Nizam el-Molk. ¡Desconcertante Persia, tan inmutable en sus convulsiones, tan ella misma a través de tantas metamorfosis!

XXXV

Era un privilegio asistir al despertar de Oriente; fue un momento de intensa emoción, de entusiasmo y deuda. ¿Qué radiantes o monstruosas ideas habrían podido germinar en su cerebro dormido? ¿Qué haría al levantarse? ¿Se abalanzaría, ciego, sobre aquellos que lo habían zarandeado? Yo recibía cartas de lectores que me interrogaban con angustia pidiéndome que fuera adivino. Aún recordaban la rebelión de los boxers chinos en Pekín en 1900, la captura de los diplomáticos extranjeros para utilizarlos como rehenes, las dificultades del cuerpo expedicionario que se enfrentó a la vieja emperatriz, temible Hija del Cielo, y tenían miedo de Asia. ¿Sería Persia diferente? Yo respondí categóricamente «sí», confiando en la naciente democracia. En efecto, acababa de promulgarse una Constitución, así como una Carta de los Derechos del Ciudadano. Todos los días se creaban nuevos clubes y también periódicos. Noventa diarios y semanarios en algunos meses. Se titulaban Civilización, Igualdad, Libertad o más pomposamente Trompetas de la Resurrección. La prensa británica o los periódicos rusos de la oposición los citaban con frecuencia, el Riech liberal y Sovremenny Mir, cercano a los social-demócratas, Un periódico satírico de Teherán obtuvo desde su primer número un éxito fulminante; los trazos de sus dibujantes tenían como blanco preferido a los cortesanos deshonestos, a los agentes del zar y más que nada a los falsos devotos.

Xirín se mostraba exultante: «El viernes pasado», seguía escribiendo, «algunos jóvenes mollahs intentaron provocar un alboroto en el bazar. Calificaban a la Constitución de innovación herética y querían incitar a la gente a manifestarse ante el Baharistán, sede del Parlamento. Sin éxito. Por más que se desgañitaban, los ciudadanos permanecían indiferentes. De vez en cuando un hombre se detenía, escuchaba un retazo de arenga y luego se alejaba encogiéndose de hombros. Al fin llegaron tres ulemas, entre los más venerados de la ciudad, que, sin miramientos, invitaron a los predicadores a volver a sus casas por el camino más corto y sin levantar los ojos por encima de sus rodillas. Apenas me atrevo a creerlo, el fanatismo ha muerto en Persia».

Utilicé esta última frase como título de mi mejor artículo. La princesa me había contagiado de tal modo su entusiasmo que mi texto fue un verdadero acto de fe. El director de la «Gazette» me recomendó ponderación pero, a juzgar por el número de cartas que recibí, los lectores aprobaron mi vehemencia.

Una de ellas estaba firmada por un tal Howard C.Baskerville, estudiante de la Universidad de Princeton Nueva Jersey. Acababa de obtener su diploma de Bachelor of Arts y deseaba ir a Persia para observar de cerca los acontecimientos que yo describía. Una de sus frases impresionó: «Tengo la profunda convicción, en este comienzo de siglo, de que si Oriente no consigue despertarse, pronto Occidente no podrá dormir más.» En mi respuesta le animaba a hacer ese viaje, prometiendo proporcionarle, cuando estuviera decidido a ello, los nombres de algunos amigos que podrían ayudarle.

Algunas semanas más tarde, Baskerville vino hasta Annápolis para anunciarme de viva voz que había obtenido un puesto de maestro en la Memorial Boys’ School de Tabriz, dirigida por la Misión presbiteriana americana; enseñaría a los jóvenes persas el inglés y las ciencias. Se marchaba enseguida y solicitaba consejos y recomendaciones. Le felicité calurosamente y, sin refleMonar demasiado, le prometí pasar a verlo si volvía a Persia.

No pensaba ir tan pronto. No eran deseos lo que me faltaba, pero dudaba aún de hacer ese viaje a causa de las falaces acusaciones que pesaban sobre mí. ¿No era el presunto cómplice en el asesinato de un rey? A pesar de los vertiginosos cambios sobrevenidos en Teherán, temía que, en virtud de alguna orden polvorienta, me detuvieran en la frontera sin que pudiera alertar a mis amigos o a mi Legación.

Sin embargo, la partida de Baskerville me incitó a efectuar algunas gestiones para regularizar mi situación. Había prometido a Xirín no escribirle nunca y, como no quería arriesgarme a ver interrumpida su correspondencia, me dirigí a Fazel, cuya influencia, lo sabía, se afirmaba cada día más. En la Asamblea Nacional, donde se tomaban las grandes decisiones, era el más escuchado de los diputados.

Su respuesta me llegó tres meses más tarde, amistosa, cálida y sobre todo acompañada de un papel oficial, que llevaba el sello del Ministerio de justicia, precisando que estaba exculpado de toda sospecha de complicidad en el asesinato del antiguo shah; en consecuencia estaba autorizado a circular libremente por todas las Provincias de Persia.

Sin esperar más, me embarqué para Marsella y de allí para Salónica, Constantinopla y luego Trebisonda, antes de rodear, montado en una mula, el monte Ararat hasta Tabriz.

Llegué un caluroso día de junio. Apenas tuve tiempo para instalarme en el caravasar del barrio armenio cuando ya el sol estaba a ras de los tejados. Sin embargo, tenía interés por ver a Baskerville lo antes posible y con esa intención acudí a la Misión presbiteriana, un edificio bajo pero extendido, recién pintado de blanco resplandeciente en un bosque de albaricoqueros. Dos humildes cruces sobre la verja, y en el tejado, encima de la puerta de entrada, una bandera estrellada.

Un jardinero persa vino a mi encuentro para conducirme al despacho del pastor, un individuo corpulento, barbudo y pelirrojo con aspecto de hombre de mar, que me dio un apretón de manos firme y hospitalario. Antes incluso de invitarme a tomar asiento, me propuso albergarme lo que durara mi estancia.

– Tenernos siempre una habitación preparada para los compatriotas que nos dan la sorpresa de su visita y rato nos honran con ella. No le estoy dando un trato especial, sólo sigo la costumbre establecida desde la fundación de esta Misión.

Me excusé lamentándolo sinceramente.