– Ya he dejado mi maleta en el caravasar y tengo pensado proseguir mi camino hacia Teherán pasado mañana.
– Tabriz se merece más que una visita precipitada, ¿Cómo puede usted venir hasta aquí y no perderse día o dos por los dédalos del mayor bazar de Oriente, no contemplar las ruinas de la mezquita Azul mencionada en Las mil y una noches? En nuestros días, los viajeros tienen demasiada prisa, prisa por llegar, por llegar a toda costa, pero no se llega solamente al final del camino. En cada etapa se llega a alguna parte, a cada paso se puede descubrir una cara oculta de nuestro planeta, basta con mirar, con desear, con creer, con amar.
Parecía sinceramente desolado al verme tan mal viajero. Me sentí obligado a justificarme.
– El caso es que tengo un trabajo urgente en Teherán. He dado un rodeo por Tabriz sólo para ver a un amigo que enseña aquí, Howard Baskerville.
La sola mención de ese nombre enrareció la atmósfera. Puso fin a la jovialidad, a la animación y al reproche paternal y sólo quedó una mirada confusa que juzgué, incluso, huidiza. Un pesado silencio y luego:
– ¿Es usted amigo de Howard?
– En cierto sentido, soy responsable de su venida a Persia.
– ¡Gran responsabilidad!
En vano busqué en sus labios una sonrisa. Súbitamente me pareció abrumado y envejecido, con los hombros caídos y una mirada que se volvió casi suplicante,
– Dirijo esta Misión desde hace quince años, nuestra escuela es la mejor de la ciudad y me atrevo a creer que nuestra obra es útil y cristiana. Aquellos que toman parte en nuestras actividades tienen empeño en el progreso de esta región, si no, créame, nada les obligaría a venir desde tan lejos para enfrentarse con un medio a menudo hostil.
No tenía ninguna razón para dudar de ello, pero la vehemencia que el hombre ponía en defenderse me molestaba. Sólo estaba en su despacho desde hacía algunos minutos, no le había acusado de nada, no le había pedido nada. Me contenté, pues, con asentir cortésmente con la cabeza. Él prosiguió:
– Cuando un misionero da muestras de indiferencia frente a las desgracias que abruman a los persas, cuando un maestro no siente ninguna alegría ante los progresos de sus alumnos, le aconsejo encarecidamente que regrese a los Estados Unidos. Puede suceder que el entusiasmo decaiga, sobre todo entre los más jóvenes. ¿Hay algo más humano?
Terminado este preámbulo, el reverendo calló. Sus gruesos dedos agarraban nerviosos su pipa. Parecía tener dificultad en encontrar las palabras. Creí mi deber facilitarle la tarea. Y adoptando un tono de lo más indiferente, dije:
– ¿Quiere decir que Howard se ha desanimado después de algunos meses, que su pasión por Oriente se ha revelado pasajera?
Se sobresaltó.
– ¡Dios mío, no, no Baskerville! Trataba de explicarle lo que sucede a veces con algunos de nuestros neófitos. Con su amigo ha sucedido a la inversa y estoy mucho más preocupado. En cierto sentido es el mejor maestro que jamás hayamos contratado, sus alumnos hacen progresos prodigiosos, para sus padres no hay otro igual y la Misión nunca ha recibido tanto regalos, corderos, gallos, dulces, todo en honor de Baskerville. El drama con respecto a él es que se niega a comportarse como un extranjero. Si se divirtiera vistiéndose a la manera de la gente de aquí, alimentándose de polow y saludándome en el dialecto del país, me habría contentado con sonreír. Pero Baskerville no es hombre que se detenga en las apariencias. Se ha lanzado desenfrenadamente a la lucha política en clase, elogia a la Constitución, anima a sus alumnos a criticar a los rusos, a los ingleses, al shah y a los mollahs retrógrados. Sospecho, incluso, que es lo que aquí se llama un «hijo de Adán», es decir, un miembro de las sociedades secretas.
Suspiró.
– Ayer por la mañana tuvo lugar una manifestación ante nuestra verja, dirigida por dos de los más eminentes jefes religiosos, para exigir la partida de Baskerville o, en lugar de ello, el cierre puro y simple de la Misión. Tres horas más tarde, otra manifestación se desarrollaba en el mismo lugar para aclamar a Howard y exigir que se le mantuviera en su puesto. Comprenderá que si se prolonga semejante conflicto no podremos permanecer en esta ciudad por mucho tiempo.
– Supongo que ya ha hablado usted de ello con Howard.
– Cien veces y en todos los tonos. Invariablemente responde que el despertar de Oriente es más importante que la suerte de la Misión, que si la revolución constitucional fracasara nos obligarían de todas maneras a partir. Por supuesto, siempre puedo poner fin a su contrato, pero ese acto sólo suscitará incomprensión y hostilidad por parte de los que, entre la población, nos han apoyado siempre. La única solución sería que Baskerville aplacara sus fervores. ¿Quizá pueda usted hacerle entrar en razón?
Sin comprometerme formalmente a semejante empresa, pedí ver a Howard. Un fulgor de triunfo iluminó súbitamente la barba pelirroja del reverendo, que se levantó de un salto.
– Sígame -dijo-, voy a mostrarle a Baskerville, creo saber donde está. Contémplelo en silencio, comprenderá mis razones y compartirá mi desasosiego.
Libro cuarto. UN POETA EN EL MAR
El Cielo es el jugador y nosotros sólo los peones.
Es la realidad y no una figura retórica.
En el ajedrez del mundo nos coloca y descoloca.
Luego, súbitamente, nos lanza al pozo de la nada.
Omar Jayyám
En el crepúsculo ocre de un jardín rodeado de tapias, una multitud quejumbrosa. ¿Cómo reconocer a Baskerville? ¡Todos los rostros son tan morenos! Me apoyo contra un árbol para esperar y observar. En el umbral de una cabaña iluminada, un teatro improvisado. El roze-jwan narrador y plañidero provoca las lágrimas de los fieles, y sus aullidos, y su sangre.
Un hombre sale de la sombra, voluntario del dolor. Pies descalzos, torso desnudo, dos cadenas enrolladas a sus manos; las lanza al aire, las deja caer por encima de sus hombros, sobre su espalda; los hierros son lisos, la piel se magulla, se machaca, pero resiste, hacen falta treinta, cincuenta golpes para que aparezca la primera sangre, salpicadura negra que se extiende en chorros fascinantes. Teatro de sufrimiento, juego milenario de la pasión.
La flagelación se hace más vigorosa, acompañada de un soplido ruidoso al que la gente hace eco, los golpes se repiten, el narrador alza la voz para ahogar su martilleo. Surge entonces un actor, amenaza a la asistencia con su sable, con sus muecas provoca las imprecaciones. Luego, algunas andanadas de piedras. No permanece en escena mucho tiempo; pronto aparece su víctima. La multitud lanza un aullido. Yo mismo no puedo reprimir un grito. Porque un hombre rueda por tierra, decapitado.
Me vuelvo horrorizado hacia el reverendo, que me tranquiliza con una fría sonrisa y susurra:
– Es un viejo truco. Traen a un niño o a un hombre de pequeña estatura, le sujetan sobre la cabeza la cabeza cortada de un cordero, colocada de forma que el cuello sanguinolento esté hacia arriba y tapan todo con una sábana blanca agujereada en el sitio conveniente. Como puede ver, el efecto es sobrecogedor.
Aspira una bocanada de su pipa. El decapitado brinca y da vueltas por el escenario durante un rato, antes de ceder el sitio a un extraño personaje anegado en llanto.
¡Baskerville! De nuevo pregunto al reverendo con la mirada, pero él se limita a levantar las cejas enigmáticamente.
Lo más extraordinario es que Howard va vestido como un americano; lleva incluso una chistera, que a, pesar de la tragedia ambiente resulta de una comicidad irresistible.