Sin embargo, la gente grita y se lamenta y, que yo vea, no hay en ningún rostro la menor sombra de regocijo. Salvo quizá en el del pastor, que al fin se digna aclararme:
– En estas ceremonias fúnebres hay siempre un personaje europeo y curiosamente forma parte de los «buenos». La tradición quiere que un embajador franco en la corte omeya se conmueva con la muerte de Hussein, mártir supremo de los chiíes, y que manifieste tan escandalosamente su reprobación del crimen que él mismo sea a su vez asesinado. Por supuesto, no tienen siempre a mano a un europeo para hacerle subir al escenario y entonces ponen a un turco o a un persa de tez clara. Pero desde que Baskerville está en Tabriz, recurren a él constantemente para ese papel. Lo interpreta de maravilla ¡y llora de verdad!.
En ese instante vuelve el hombre del sable y da vueltas en tono a Baskerville armando mucho jaleo. Este último se queda inmóvil, se quita el sombrero de un papirotazo dejando al descubierto sus cabellos rubios cuidadosamente peinados con una raya a la izquierda y luego, con una lentitud de autómata, cae de rodillas y se tira al suelo. Un destello ilumina su rostro de niño imberbe y sus pómulos brillantes de lágrimas y una mano cercana lanza sobre su traje negro un puñado de pétalos.
Ya no oigo a la gente, tengo los ojos clavados en mi amigo y espero con angustia a que se levante. La ceremonia me parece interminable. Me urge recuperarlo.
Una hora después nos encontramos en la Misión alrededor de una sopa de granadas. El pastor nos dejó solos. Un silencio incómodo nos hacía compañía. Baskerville tenía aún los ojos rojos.
– Reconstruyo lentamente mi alma de occidental -se excusó con una sonrisa rota.
– Tómatelo con calma. El siglo no ha hecho más que empezar,
Carraspeó, se llevó a los labios el tazón caliente y se perdió de nuevo en una silenciosa contemplación.
Luego, dijo penosamente.
– Cuando llegué a este país no conseguía comprender que unos hombretones barbudos sollozaran y se afligieran por un crimen cometido hace mil doscientos años. Ahora he comprendido. Si los persas viven en el pasado, es porque el pasado es su patria, porque el presente es para ellos una región extranjera donde nada les pertenece. Todo lo que para nosotros es símbolo de vida moderna, la expansión liberadora del hombre, es para ellos símbolo de dominación extranjera: las carreteras son Rusia, el tren, el telégrafo, la banca, son Inglaterra; Correos es Austria-Hungría…
– …Y la enseñanza de las ciencias es el señor Baskerville de la Misión presbiteriana americana.
– Justamente. ¿Qué elección tiene la gente de Tabriz? Dejar a sus hijos en la escuela tradicional, donde balbucearán durante diez años las mismas frases informes que sus antepasados balbuceaban ya en el siglo XII; o bien enviarlos a mi clase donde obtendrían una enseñanza equivalente a la de los pequeños americanos, pero a la sombra de una cruz y de una bandera estrellada. Mis alumnos serán los mejores, los más capaces, los más útiles a su país, pero ¿cómo impedir que los otros los miren como a renegados? Desde la primera semana de mi estancia me formulé esta pregunta y fue en el transcurso de una ceremonia como la que acabas de presenciar cuando encontré la solución. Me había mezclado con el gentío, en torno a mí estallaban los gemidos. Observando esas caras desconsoladas, descompuestas, mirando esos ojos espantados, extraviados y suplicantes. Y se me reveló toda la miseria de Persia, almas envueltas en harapos y acosadas por duelos infinitos. Y sin que me diera cuenta, mis lágrimas comenzaron a brotar. Los asistentes se dieron cuenta, me miraron, se conmovieron, me empujaron al escenario y me hicieron representar el papel del embajador franco. Al día siguiente, los padres de mis alumnos vinieron a mi casa; estaban contentos de poder responder, de ahí en adelante, a aquellos que les reprochaban que enviaran a sus hijos la Misión presbiteriana: «Yo he confiado mi hijo al maestro que ha llorado por el imán Hussein.» Algunos jefes religiosos estaban irritados, su hostilidad hacia mi se explica por mi éxito. Prefieren que los extranjeros se parezcan a extranjeros.
Yo comprendí mejor su comportamiento, pero mi escepticismo no se había desvanecido.
– ¡Entonces, para ti, la solución de los problemas de Persia es unirse a la cohorte de plañideros!
– Yo no he dicho eso. Llorar no es un remedio. Ni una habilidad. Es sólo un gesto puro, ingenuo, compasivo. Nadie debe forzarse a derramar lágrimas: lo único importante es no despreciar la tragedia de los demás. Cuando me vieron llorar, cuando me vieron desprenderme de mi soberana indiferencia de extranjero, vinieron a decirme en tono confidencial que llorar no sirve de nada, que Persia no necesita más plañideros y que lo mejor que podía hacer era prodigar a los hijos de Tabriz la enseñanza adecuada.
– Sabias palabras. Yo iba a decirte lo mismo.
– Sólo que si no hubiera llorado, ni siquiera habrían venido a hablarme. Si no me hubieran visto llorar, no me habrían dejado decir a los alumnos que este shah está corrompido y que los jefes religiosos de Tabriz apenas son mejores.
– ¡Has dicho eso en clase!
– Sí, he dicho eso; yo, el joven americano sin barba, el maestrillo de la escuela de la Misión presbiteriana, he fustigado a la corona y a los turbantes, y mis alumnos me han dado la razón y sus padres también. ¡Sólo el reverendo estaba indignado!
Viéndome perplejo, insistió:
– También he hablado de Jayyám a los muchachos. Les dije que millones de americanos y de europeos habían elegido sus Ruba'iyyat como libro de cabecera.
Les hice aprenderse de memoria los versos de Fitzgerald. Al día siguiente, un abuelo vino a verme emocionado aún por lo que su nieto le había contado. Me dijo: «¡Nosotros también respetamos mucho a los poetas americanos!» Por supuesto, habría sido incapaz de nombrarme uno solo, pero ¡qué importa! era para él una forma de expresar orgullo y agradecimiento. Desgraciadamente, todos los padres no han reaccionado así y uno de ellos vino a quejarse. En presencia del pastor me lanzó: «Jayyám era un borracho y un impío!» Yo le respondí: «¡Al decir esto no está insultando a Jayyám, sino haciendo un elogio de la embriaguez y de la impiedad!» El reverendo por poco se atraganta. Howard se reía como un niño. Era incorregible pero desarmaba.
– ¡Así que reivindicas alegremente todo aquello de lo que se te acusa! ¿No serás además un «hijo de Adán»?
– ¿También te ha dicho eso el reverendo? Tengo la impresión de que habéis hablado mucho de mí.
– No teníamos ningún otro conocido común.
– No voy a ocultarte nada; tengo la conciencia tan pura como el aliento de un recién nacido. Hace dos meses aproximadamente un hombre vino a verme. Era un gigante bigotudo, pero tímido. Me preguntó si podía dar una conferencia en la sede del «anyumán», el club del que era miembro. ¿Sobre qué tema? No lo adivinarías jamás. ¡Sobre la teoría de Darwin! En la atmósfera de efervescencia política que reina en este país encontré el asunto divertido y conmovedor, y acepté. Reuní todo lo que pude encontrar sobre el sabio, expuse las tesis de sus detractores y creo que mi actuación fue aburrida, pero la sala estaba llena y se me escuchó religiosamente. Desde entonces, he ido a otras reuniones dedicadas a los temas más diversos. Hay en esas personas una inmensa sed de saber. Son también los partidarios más acérrimos de la Constitución. Suelo pasarme por su sede para enterarme de las últimas noticias de Teherán. Deberías conocerlos. Sueñan con el mismo mundo que tú y que yo.
XXXVII
Al anochecer, en el bazar de Tabriz, pocos tenderetes siguen abiertos, pero las calles están animadas: los hombres hacen tertulia en los cruces de las calles, corros de sillas de rejilla, corros de kalyan cuyo humo expulsa poco a poco los mil olores del día. Ajusté mi paso al de Howard. Torcía de una callejuela a otra sin una mirada de duda; de vez en cuando se detenía para saludar al padre de un alumno, por todas partes los chiquillos interrumpían sus juegos y se apartaban a su paso.