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– Hay más -explicó Fazel-. Igualmente decididos. Taponan todas las salidas del barrio. Si llega la jauría, será recibida como lo merece.

La «jauría», como él decía, no estaba lejos. Había debido de pararse en el camino para incendiar dos o tres casas pertenecientes a «hijos de Adán», pero no cedía el clamor y los disparos se acercaban.

De pronto se apoderó de nosotros una especie de estremecimiento. Por más que uno se lo espere, por muy protegido que se esté detrás de una pared, el espectáculo de una muchedumbre desatada que grita amenazas de muerte y viene derecha hacia ti es, probablemente, la experiencia más pavorosa que se puede tener.

Instintivamente susurré:

– ¿Cuántos serán?

– Mil, mil quinientos a lo sumo -respondió Fazel en voz alta, clara y tranquilizadora antes de añadir como una orden: -Ahora nos toca a nosotros asustarlos.

Pidió a sus ayudantes que nos entregaran unos fusiles. Entre Howard y yo hubo un intercambio de miradas casi divertidas; sopesamos esos fríos objetos con fascinación y repugnancia.

– Apostaos en las ventanas -dijo Fazel-, y tirad contra cualquiera que se acerque. Yo tengo que irme. ¡Les reservo una sorpresa a esos bárbaros!

Apenas había salido cuando comenzó la batalla. Aunque hablar de batalla es, sin duda, excesivo. Llegaron los provocadores, una horda vociferante y atolondrada, y su vanguardia se lanzó hacia la barricada como si se tratara de una carrera de obstáculos. Los «hijos de Adán» dispararon. Una descarga. Luego otra. Unos diez asaltantes cayeron, el resto retrocedió, sólo uno consiguió escalar la barricada, pero fue para ensartarse en una bayoneta. Resonó un horrible aullido de agonía; yo aparté los ojos.

El grueso de los manifestantes permanecía atrás prudentemente, contentándose con repetir a voz en grito: «¡Que mueran!» Luego una cuadrilla se lanzó de nuevo al asalto de la barricada, esta vez con un poco más de método, es decir, disparando contra los defensores y las ventanas de donde partían los disparos. Un «hijo de Adán» alcanzado en la frente fue la única baja de su campo. Ya las descargas de sus compañeros comenzaban a segar las primeras líneas de asaltantes.

La ofensiva cedía. Retrocedieron e intentaron alborotadamente ponerse de acuerdo. Estaban reagrupándose para una nueva tentativa cuando un estruendo sacudió el barrio. Un obús acababa de caer en medio de los manifestantes, provocando una carnicería seguida de una desbandada. Los defensores levantaron entonces sus fusiles gritando: «¡Maxruté! ¡Maxruté!» -¡Constitución!-. Al otro lado de la barricada se divisaban decenas de cuerpos tendidos. Floward susurró:

– Mi arma sigue estando fría. No he disparado ni un solo tiro. ¿Y tú?

– Yo tampoco.

– Tener en el punto de mira la cabeza de un desconocido y apretar el gatillo para matarle…

Fazel llegó unos instantes después jovial.

– ¿Qué pensáis de mi sorpresa? Es un viejo cañón francés, un «de Bange» que nos ha vendido un oficial del ejército imperial. Está en el tejado ¡venid a admirarlo! Un día cercano lo instalaremos en medio de la plaza más grande de Tabriz y escribiremos encima: «Este cañón salvo a la Constitución.»

Encontré sus palabras demasiado optimistas, aunque no podía discutir que, en unos minutos, había conseguido una significativa victoria. Su objetivo estaba claro: mantener una pequeña isla donde los últimos partidarios de la Constitución pudieran reunirse y protegerse, pero, sobre todo, reflexionar juntos sobre los futuros actos.

Si aquel caótico día de junio nos hubieran dicho que desde algunas enmarañadas callejuelas del bazar de Tabriz, con nuestras dos brazadas de fusiles Lebel y nuestro único cañón «de Bange», íbamos a devolver a Persia entera su libertad robada, ¿quién lo hubiera creído?

Sin embargo, es lo que sucedió, no sin que el más puro de entre nosotros lo pagara con su vida.

XXXIX

Días sombríos de la historia del país de Jayyám. ¿Era aquella el alba prometida a Oriente? De Ispahán a Qazvin, de Shiraz a Hamedan, cien, mil pechos ciegos proferían los mismos gritos: «¡Que mueran! ¡Que mueran!» De ahora en adelante había que esconderse para decir libertad, democracia, justicia. El porvenir era ya sólo un sueño prohibido; a los partidarios de la Constitución se les perseguía por las calles, las sedes de los «hijos de Adán» estaban devastadas, sus libros eran amontonados y quemados. En ninguna parte en toda la extensión de Persia pudo ponerse freno a aquella odiosa marejada.

En ninguna parte más que en Tabriz. Y aun así, en la heroica ciudad, cuando transcurrió al fin el interminable día del golpe de Estado, de los treinta barrios principales sólo uno seguía resistiendo, el que se llama Amir-Jiz, en el extremo noroeste del bazar. Aquella noche, algunas decenas de jóvenes guerrilleros se relevaron para guardar los accesos, mientras en la sede del anyumán, erigida en cuartel general, Fazel trazaba ambiciosas flechas sobre un mapa arrugado.

Éramos por los menos una docena los que seguíamos con fervor los menores trazos de su lápiz, agigantado por el temblor de los faroles. El diputado se incorporó.

– El enemigo está aún bajo el choque de las pérdidas que le hemos infligido. Nos cree más fuertes de lo que somos. No tiene cañones ni sabe cuántos tenemos nosotros. Debemos aprovechar la ocasión para extender sin demora nuestro territorio. El shah no tardará en enviar tropas que llegarán a Tabriz dentro de unas semanas. De aquí a entonces tenemos que haber liberado la totalidad de la ciudad. Atacaremos esta misma noche.

Se inclinó y se inclinaron todas las cabezas; cabezas, descubiertas, cubiertas o ceñidas.

– Cruzaremos el río por sorpresa- explicó-, nos abalanzaremos hacia la ciudadela y la atacaremos desde ambos lados, por el bazar y por el cementerio. Antes del atardecer será nuestra.

La ciudadela no se tomó hasta diez días después. Para cada calle los combates fueron sangrientos, pero los resistentes avanzaban; todas las acciones se resolvían a su favor. El sábado, algunos «hijos de Adán» se apoderaron de las oficinas de Indo-European Telegraph, gracias a lo cual pudieron mantenerse las comunicaciones con Teherán y con las otras ciudades del país, así como con Londres y Bombay. El mismo día se les adhirió un cuartel de la policía, llevando a modo de dote una metralleta, una ametralladora Maxim y treinta cajas de municiones. Estos éxitos devolvieron la confianza a la población; jóvenes y viejos se envalentonaron y afluyeron a cientos hacia los barrios liberados, a veces con sus armas. En unas semanas el enemigo había retrocedido a la periferia. Sólo quedaba en sus manos, al noreste de la ciudad, una zona poco habitada que se extendía desde el barrio de los Camelleros hasta el campo de Sahib-Divan.

Hacia mediados de julio se constituyó un ejército de voluntarios, así como una administración provisional de la que se confió a Howard la responsabilidad del avituallamiento. Desde entonces se pasaba la mayoría del tiempo recorriendo el bazar para calcular las provisiones; los comerciantes se mostraban admirablemente dispuestos a colaborar. Él mismo se movía a las mil maravillas en el sistema persa de pesos y medidas.