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Desde nuestra noche de amor, sólo la había visto en público. El asedio había creado en Tabriz una atmósfera nueva. Se hablaba constantemente de infiltraciones enemigas. Por todas partes se creía ver espías o traidores. Hombres armados patrullaban por las calles y guardaban el acceso a los principales edificios. A las puertas del Palacio Vacío solía haber cinco o seis, a veces más. Aunque siempre me recibían con la mejor de sus sonrisas, su presencia me impedía toda visita discreta.

Esa noche, la vigilancia se había aflojado en todas partes y puede escurrirme hasta la habitación de la princesa. La puerta estaba entreabierta; la empujé silenciosamente.

Xirín estaba en la cama, sentada, con el Manuscrito abierto sobre sus rodillas levantadas. Me deslicé a su lado, hombro contra hombro, cadera contra cadera. Ni ella ni yo teníamos ánimos para caricias, pero esa noche nos amamos de otro modo, absortos en el mismo libro. Ella guiaba mis ojos y mis labios, conocía cada palabra, cada pintura; para mí, era la primera vez.

A menudo traducía al francés, a su manera, trozos de poemas de una sabiduría tan rigurosa, de una belleza tan intemporal que hacían olvidar que habían sido pronunciados por primera vez ocho siglos antes en algún jardín de Nisapur, de Ispahán o de Samarcanda.

Los pájaros heridos se esconden para morir.

Palabras de despecho, de consuelo, desgarrador monólogo de un poeta vencido y grandioso.

Paz al hombre en el negro silencio del más allá.

Pero también palabras de alegría, de sublime despreocupación:

¡Vino! Que sea tan rosa como tus mejillas

y que mis remordimientos sean tan ligeros como tus bucles.

Después de haber recitado hasta la última cuarteta y admirado durante largo rato cada miniatura, volvimos al principio del libro para recorrer las crónicas escritas en el margen. Primero la de Vartan el Armenio, que llega hasta pasada la mitad de la obra y gracias a la cual esa noche me enteré de la historia de Jayyám, de Yahán y de los tres amigos. A continuación venían, en unas treinta páginas cada una, las crónicas de los bibliotecarios de Alamut, padre, hijo y nieto, que relataban el extraordinario destino del Manuscrito después de su robo en Merv, su influencia sobre los Asesinos y la historia resumida de estos últimos hasta la oleada mogol.

Xirín me leyó las últimas líneas, cuya escritura me costaba mucho descifrar: «He tenido que huir de Alamut, la víspera de su destrucción, en dirección a Kirman, mi país de origen, llevándome el manuscrito del incomparable Jayyám de Nisapur, que he decidido esconder hoy mismo, esperando que no sea encontrado hasta que las manos de los hombres sean dignas de sostenerlo. Para ello me remito al Altísimo. Él guía a quien quiere y pierde a quien quiere…» A continuación había una fecha que según mis cálculos correspondía al 14 de marzo de 1257.

Permanecí pensativo.

– El Manuscrito se calla en el siglo XIII -dije. – A Yamaleddín se lo regalan en el XIX. ¿Qué pasaría en ese intervalo?

– Un largo sueño -dijo Xirín-. Una interminable siesta oriental. Luego un despertar sobresaltado en los brazos de ese loco de Mirza Reza. ¿No era de Kirman, como los bibliotecarios de Alamut? ¿Tanto te sorprende descubrir que tenía un antepasado Asesino?

Se había levantado para ir a sentarse en una banqueta ante su espejo oval, con un peine en la mano. Hubiera permanecido durante horas observando los graciosos movimientos de su brazo desnudo, pero ella me devolvió a la prosaica realidad.

– Deberías arreglarte para marcharte, si no quieres que te sorprendan en mi cama.

De hecho, la luz del día inundaba ya la habitación a través de las cortinas demasiado transparentes.

– Es verdad -dije cansado-. Me olvidaba de tu reputación.

Se volvió hacia mí riéndose.

– Desde luego me importa mucho mi reputación. No quiero que se diga en todos los harenes de Persia que un guapo extranjero ha podido pasar toda una noche a mi lado sin ni siquiera pensar en desnudarse. ¡Nadie volvería a desearme!

Después de guardar el Manuscrito en su cofre, besé los labios de mi amante y, a través de un pasillo y de dos puertas disimuladas, corrí a perderme de nuevo en el tumulto de la ciudad sitiada.

XLI

De todos aquellos que murieron en aquellos meses de sufrimiento, ¿por qué elegí evocar a Baskerville? ¿Porque era mi amigo y mi compatriota? Sin duda. También porque no tenía otra ambición que ver nacer la libertad y la democracia en ese Oriente que, sin embargo, le era ajeno. ¿Se sacrificó en vano? Dentro de diez, de veinte, de cien años, ¿recordará Occidente su ejemplo, recordará Persia su acción? Evito pensar en ello por miedo a recaer en la inevitable melancolía de aquellos que viven entre dos mundos, dos mundos igualmente prometedores, igualmente decepcionantes.

Sin embargo, si me limitara a los acontecimientos que se sucedieron inmediatamente después de la muerte de Baskerville, podría pretender que ésta no fue inútil.

Llegó la intervención extranjera junto con el levantamiento del bloqueo y los convoyes de avituallamiento. ¿Gracias a Howard? Quizá se había tomado ya la decisión, pero la muerte de mi amigo apresuró el salvamento de la ciudad y miles de ciudadanos famélicos le deben su supervivencia.

Ni que decir tiene que la entrada de los soldados del zar en la ciudad sitiada no podía ser del agrado de Fazel. Yo me esforcé en predicarle la resignación:

– La población no está ya en estado de resistir, el único regalo que puedes hacerle aún es salvarla de la hambruna. Le debes eso después de los sufrimientos que ha soportado.

– ¡Luchar durante diez meses para encontrarse bajo la autoridad del zar Nicolás, el protector del shah!

– Los rusos no actúan solos. Están comisionados por toda la comunidad internacional, nuestros amigos de todo el mundo aplauden esta operación. Rechazarla, combatirla, es perder el beneficio del inmenso apoyo que se nos ha prodigado hasta ahora.

– ¡Someterse, deponer las armas, cuando la victoria está a la vista!

– ¿Es a mí a quien respondes o estás interpelando al destino?

Fazel se sobresaltó. Su mirada me abrumó con infinitos reproches.

– ¡Tabriz no se merece semejante humillación!

– Ni tú ni yo podemos hacer nada; hay momentos en que cualquier decisión es mala. ¡Hay que elegir aquella que menos se lamentará!

Pareció calmarse y reflexionar intensamente.

– ¿Qué suerte les espera a mis amigos?

– Los británicos garantizan su seguridad.

– ¿Nuestras armas?

– Cada uno podrá conservar su fusil, las casas no serán registradas a excepción de aquellas desde donde se dispara. Pero las armas pesadas deberán entregarse.

No parecía nada tranquilizado.

– Y mañana ¿quién obligará al zar a retirar sus tropas?

– ¡Eso habrá que dejárselo a la Providencia!

– ¡Te encuentro de pronto muy oriental! Había que conocer a Fazel para saber que, en su boca, oriental rara vez significaba un cumplido. Sobre todo si acompañaba a la palabra esa mueca de recelo. Me vi obligado a cambiar de táctica; por lo tanto me levanté con un suspiro bien sonoro.

– Sin duda tienes razón; ha sido un error argumentar. Voy a decir al cónsul de Inglaterra que no he podido convencerte, pero volveré aquí y permaneceré a tu lado hasta el fin.

Fazel me retuvo por la manga.