Cuando cayó la noche, los fuegos artificiales iluminaron la ciudad. Se habían instalado unas gradas en los jardines del Baharistán y en la tribuna de honor se sentaron los miembros del nuevo gobierno, los diputados, los dignatarios religiosos y las corporaciones del bazar y el cuerpo diplomático. Como amigo de Baskerville tuve derecho a estar en las primeras filas; mi silla estaba justo detrás de la de Fazel. Las explosiones y estampidos se sucedían, el cielo se iluminaba intermitentemente, las cabezas se echaban hacia atrás, los rostros miraban hacia arriba y luego se erguían con sonrisas de niños satisfechos. En el extremo, los «hijos de Adán» infatigables, cantaban desde hacía horas los mismos lemas.
No sé qué ruido, qué grito, trajo de nuevo a Howard a mis pensamientos. ¡Merecería tanto participar de la fiesta! En el mismo instante Fazel se volvió hacia mí:
– Pareces triste.
– ¡Triste no, desde luego! Desde siempre he querido oír gritar «Libertad» en tierra de Oriente. Pero ciertos recuerdos me atormentan.
– ¡Aléjalos, sonríe, alégrate, aprovecha los últimos momentos de felicidad!
Inquietantes palabras que me quitaron, aquella noche, todo deseo de celebración. ¿Estaba Fazel reanudando, con siete meses de intervalo, el penoso debate que nos enfrentó en Tabriz? ¿Tenía nuevos motivos de preocupación? Estaba decidido a acudir a su casa el día siguiente para obtener su aclaración. Finalmente renuncié a ello y durante un año entero evité verlo de nuevo.
¿Por qué razón? Creo que después de la dolorosa aventura que acababa de vivir, abrigaba insistentes dudas sobre la sensatez de mi compromiso en Tabríz. Yo, que había venido a Oriente tras el rastro de un manuscrito, ¿tenía derecho a mezclarme hasta ese punto en una lucha que no era la mía? Y sobre todo, ¿con qué derecho había aconsejado a Howard que viniera a Persia? En el lenguaje de Fazel y de sus amigos, Baskerville era un mártir; a mis ojos, era un amigo muerto, muerto en tierra extranjera por una causa extranjera, un amigo, cuyos padres me escribirían un día para preguntarme, con la más desgarradora de las cortesías, por qué había engañado a su hijo.
Entonces… ¿remordimientos a causa de Howard?, Diría más exactamente que cierto anhelo de decencia. No sé si es la palabra adecuada, pero intento decir que después de la victoria de mis amigos no tenía ningún deseo de pavonearme por Teherán escuchando el elogio de mis pretendidas hazañas en el asedio de Tabriz. Había desempeñado un papel fortuito y marginal, sobre, todo había tenido un amigo, un compatriota heroico, y no tenía la intención de escudarme en su recuerdo para, obtener privilegios y consideración.
A decir verdad, sentía una fuerte necesidad de eclipsarme, de dejar que me olvidaran, de no frecuentar más a los políticos, a los miembros de clubes y a los diplomáticos. La única persona a la que veía todos los días y con un placer que no desmerecía jamás, era a Xirín. La había convencido de que fuera a instalarse en una de sus numerosas residencias familiares en la colina de Zarganda, un lugar de veraneo fuera de la capital. Yo mismo había alquilado una casita en los alrededores, pero por guardar las apariencias, ya que mis días y mis noches transcurrían junto a ella con la complicidad de sus sirvientes.
Aquel invierno pasamos semanas enteras sin salir de su espaciosa habitación. Al calor de un magnífico brasero de cobre, leíamos el Manuscrito y algunos otros libros, pasábamos largas y lánguidas horas fumando el ka1yan, bebiendo vino de Shiraz, a veces incluso champán, y comiendo pistachos de Kirman y turrones de Ispahán; mi princesa sabía ser una gran dama y a la vez una chiquilla. Sentíamos el uno por el otro una ternura constante.
En cuanto llegaban los primeros calores, Zarganda se animaba. Los extranjeros y los persas más ricos tenían allí residencias suntuosas y se instalaban en ellas durante largos y perezosos meses, en medio de una lujuriante vegetación. No cabe la menor duda de que únicamente la proximidad de ese paraíso hacía soportable el gris aburrimiento de Teherán a innumerables diplomáticos. Sin embargo, en invierno, Zarganda se quedaba desierta. Sólo permanecían allí los jardineros, algunos guardas y los escasos supervivientes de su población indígena. Xirín y yo teníamos una gran necesidad de ese desierto.
Por desgracia, desde abril los veraneantes empezaban de nuevo su trashumancia. Los curiosos vagabundeaban por delante de todas las verjas, los andarines por todos los senderos. Después de cada noche, después de cada siesta, Xirín ofrecía té a las visitas de mirada indiscreta. Muchas veces tuve que esconderme, huir por los pasillos. La muelle hibernación estaba consumada y había llegado la hora de partir.
Cuando se lo anuncié, la princesa se mostró triste pero resignada.
– Creía que eras feliz.
– He vivido un excepcional momento de felicidad. Quiero suspenderlo ahora que está intacto para recuperarlo intacto. No me canso de contemplarte, con asombro, con amor. No quiero que la gente que nos invade cambie mi mirada. Me alejo en verano para encontrarte de nuevo en invierno.
– El verano, el invierno, te alejas, vuelves a mí, crees disponer impunemente de las estaciones, de los años, de tu vida, de la mía. ¿No has aprendido nada de Jayyám? «Súbitamente, el Cielo te quita hasta el instante necesario para humedecerte los labios.»
Sus ojos se hundieron en los míos para leer en mí como en un libro abierto. Había comprendido todo; suspiró.
– ¿Adónde piensas ir?
Yo no lo sabía aún. Había venido dos veces a Persia y las dos veces había vivido como un sitiado. Me quedaba aún por descubrir todo el Oriente, desde el Bósforo, hasta el mar de China; Turquía, que acababa de rebelarse al mismo tiempo que Persia, que había derrocado a su sultán-califa y que desde ese momento se enorgullecía de sus diputados, senadores, clubes y periódicos de la oposición; el altivo Afganistán, que los británicos habían conseguido someter finalmente, pero ¡a qué precio! Y por supuesto, me quedaba por recorrer toda Persia. Sólo conocía Tabriz y Teherán, pero ¿e Ispahán?, ¿y Shiraz, Qazán y Kirmán?, ¿Nisapur y la tumba de Jayyám, piedra gris guardada desde hacía siglos por incansables generaciones de pétalos?
De todos esos caminos que se me ofrecían, ¿cuál elegir? Fue el Manuscrito el que eligió por mí. Tomé el tren para Krasnovodsk, atravesé Asjabad y la antigua Merv y visité Bujara.
Y, más importante aún, fui a Samarcanda.
XLIII
Sentía curiosidad por ver lo que quedaba de la ciudad donde se había desarrollado la juventud de Jayyám.
¿Qué había sido del barrio de Asfizar y de aquel pabellón en el jardín donde Omar amó a Yahán? ¿Habría aún alguna huella del arrabal de Maturid, donde el judío fabricante de papel amasaba aún en el siglo XI según las antiguas recetas chinas, las ramas de morera blanca? Durante semanas deambulé a pie y luego lomos de una mula; interrogué a los comerciantes, a los transeúntes, a los imanes de las mezquitas, pero sólo conseguí de ellos muecas ignorantes, sonrisas divertidas y generosas invitaciones a tenderme en sus divanes azul cielo para compartir su té.
Mi destino me llevó una mañana a la plaza de Réghistan, por donde pasaba una caravana, una pequeña caravana, ya que sólo constaba de seis o siete camellos de Bactrián de tupido pelaje y pesados cascos. El viejo camellero se había detenido, no lejos de mí, ante el tenderete de un alfarero, sosteniendo contra su pecho un cordero recién nacido; proponía un intercambio y el artesano discutía; sin separar sus manos de la tinaja ni del tomo, indicaba con la barbilla una pila de lebrillos barnizados. Yo observaba a los dos hombres, sus gorros de lana negra ribeteada, sus vestidos de rayas, sus barbas rojizas, sus gestos milenarios. ¿Habría en la escena algún detalle que no hubiera podido ser idéntico en tiempos de Jayyám?