El ríe, y ella deja correr las lágrimas.
– Entremos y cerremos la puerta, podrían oír nuestra felicidad.
Muchas caricias después, Yahán se incorpora, se cubre a medias y separa dulcemente a su amante.
– Tengo que confesarte un secreto. Me lo ha dicho la esposa de mayor edad del kan. ¿Sabes por qué está en Samarcanda?
Omar la interrumpe. Piensa que es algún cotilleo de harén.
– Los secretos de los príncipes no me interesan, queman los oídos de los que los oyen.
– Escúchame primero, ese secreto también nos pertenece puesto que puede cambiar completamente nuestra vida. Nasr Kan ha venido a inspeccionar las fortificaciones. Al final del verano, cuando la canícula haya pasado, espera un ataque del ejército selyuquí.
Jayyám conoce a los selyuquíes, pueblan sus primeros recuerdos de la infancia. Mucho antes de convertirse en los amos del Asia musulmana se habían adueñado de su ciudad natal, dejando por generaciones el recuerdo de un Gran Miedo.
Esto sucedía diez años antes de su nacimiento. Los habitantes de Nisapur se habían despertado una mañana con su ciudad totalmente rodeada por los guerreros turcos. A la cabeza de ellos dos hermanos, Togrul Beg «el Halcón» y Xagri Beg «el Gavilán», hijos de Mikael, hijo de Selyuq, por aquel entonces oscuros jefes de clan, nómadas recientemente convertidos al Islam. Los dignatarios de la ciudad recibieron este mensaje. «Se dice que vuestros hombres son altivos y que el agua fresca corre en vuestra ciudad por canales subterráneos. Si intentáis resistiros, vuestros canales pronto estarán a cielo abierto y vuestros hombres estarán bajo tierra.»
Fanfarronadas, frecuentes en el momento de los asedios. Sin embargo, los dignatarios de Nisapur se apresuraron a capitular a cambio de la promesa de que los habitantes salvarían la vida, sus bienes, sus casas y sus huertos, y sus canales serían respetados. Pero ¿qué valen las promesas de un vencedor? En cuanto la tropa entró en la ciudad, Xagri quiso soltar a sus hombres por las calles y en el bazar. Togrul se opuso alegando que estaban en el mes del ramadán y no se podía saquear una ciudad del Islam durante el período de ayuno. El argumento surtió efecto, pero Xagri no depuso las armas. Únicamente se resignó a esperar que la población no estuviera ya en estado de gracia.
Cuando el conflicto que separaba a los dos hermanos llegó a oídos de los ciudadanos, cuando comprendieron que al comienzo del siguiente mes serían abandonados al pillaje, a la violación y a la matanza, vino el Gran Miedo. Peor que la violación es la violación anunciada, la espera pasiva, humillante, el monstruo ineluctable. Las tiendas se vaciaban, los hombres se escondían, sus mujeres y sus hijas los veían llorar de impotencia. ¿Qué hacer? ¿Cómo huir? ¿Por qué camino? El invasor estaba en todas partes, sus soldados de cabellos trenzados merodeaban por el bazar del Gran Cuadrado, por los barrios y los arrabales, por las inmediaciones de la Puerta Quemada, constantemente borrachos, al acecho de un rehén, de un botín, sus hordas incontroladas infestaban los campos vecinos.
¿No se desea de ordinario que el ayuno termine y llegue el día de la fiesta? Ese año se hubiera deseado que el ayuno se prolongara hasta lo infinito, que la fiesta de la Ruptura no llegara jamás. Cuando apareció el creciente del nuevo mes, nadie pensó en regocijos, nadie pensó en matar el cordero, la ciudad entera tenía la impresión de ser un gigantesco cordero cebado para el sacrificio.
Miles de familias pasaron la noche que precede a la fiesta, esa noche del Decreto en la que conceden todos los deseos, en las mezquitas y los mausoleos de los santos, refugios precarios; noche de agonía, de lágrimas y de oraciones.
Mientras tanto, en la ciudadela estallaba una tormentosa discusión entre los hermanos selyuquíes. Xagri gritaba que a sus hombres no se les había pagado desde hacía meses, que sólo habían aceptado luchar porque se les había prometido dejarles las manos libres en esa opulenta ciudad, que estaban al borde de la rebelión y que él, Xagri, no podría contenerlos por más tiempo.
Togrul hablaba otro lenguaje:
– Sólo estamos en la frontera de nuestras conquistas. ¡Quedan aún tantas ciudades que conquistar! Ispahán, Shiraz, Rayy, Tabriz ¡y otras mucho más allá! Si saqueamos Nisapur después de su rendición, después de todas nuestras promesas, ninguna puerta se abrirá ya ante nosotros, ninguna guarnición flaqueará.
– ¿Cómo podríamos conquistar todas esas ciudades con las que sueñas si perdemos nuestro ejército, si nuestros hombres nos abandonan? Los más fieles ya se quejan y amenazan con hacerlo.
Los dos hermanos estaban rodeados de sus lugartenientes y de los ancianos del clan, y todos al unísono confirmaban las palabras de Xagri. Éste, envalentonado, se levantó decidido a terminar:
– Hemos hablado demasiado, voy a decir a mis hombres que se lucren con la ciudad. Si tú quieres retener a los tuyos, hazlo; cada uno con sus tropas.
Togrul no respondía, no se movía, atormentado por un penoso dilema. De pronto, saltó lejos de todos y se apoderó e un puñal.
A su vez Xagri había desenvainado. Nadie sabía si había que intervenir o, como de costumbre, dejar a los dos hermanos selyuquíes arreglar sus diferencias con la sangre, cuando Togrul gritó:
– Hermano, no puedo obligarte a obedecerme, no puedo contener a tus hombres, pero si los sueltas sobre la ciudad me clavaré este puñal en el corazón.
Y diciendo esto, apunto el arma, cuya empuñadura sostenía con las dos manos, hacia su propio pecho. El hermano dudó poco; avanzó hacia él con los brazos abiertos y, después de un largo abrazo, prometió no contrariar más su voluntad. Nisapur se había salvado, pero nunca olvidaría el Gran Miedo del ramadán.
VII
– Así son los selyuquíes -observa Jayyám-, saqueadores incultos y soberanos perspicaces, capaces de mezquindades y de gestos sublimes. Togrul Beg, sobre todo, tenía el temple de un fundador de imperios. Yo tenía tres años cuando tomó Ispahán y diez cuando conquistó Bagdad, imponiéndose como protector del califa y obteniendo de él el título de «sultán, rey del Oriente y del Occidente», casándose incluso a los setenta años con la propia hija del Príncipe de los Creyentes.
Al decir esto, Omar se muestra admirativo, algo solemne quizá, pero Yahán suelta una carcajada muy irrespetuosa. Él la mira severo, ofendido, sin comprender esa súbita hilaridad; ella se disculpa y se explica:
– Cuando hablaste de esa boda me acordé de lo que me habían contado en el harén.
Omar recuerda vagamente el episodio, del que Yahán ha memorizado con avidez cada detalle.
En efecto, al recibir el mensaje de Togrul pidiéndole la mano de su hija Sayyeda, el califa se había puesto lívido. Apenas se retiró el emisario del sultán, explotó:
– ¡Ese turco recién salido de su tienda! ¡Ese turco cuyos padres, ayer aún, se prosternaban ante no sé qué ídolo y pintaban en sus estandartes un hocico de cerdo! ¿Cómo se atreve a pedir en matrimonio a la hija del Príncipe de los Creyentes, nacida del más alto linaje?
Si temblaba así, con todos sus augustos miembros, era porque sabía que no podría esquivar la petición. Después de meses de dudas y dos mensajes de recuerdo, terminó por formular una respuesta. Uno de sus ancianos consejeros fue el encargado de transmitirla; partió para la ciudad de Rayy, cuyas ruinas son aún visibles en los alrededores de Teherán. La corte de Togrul estaba allí.