Al día siguiente de ese drama, Omar Jayyám habría escrito en su libro:
IX
En Samarcanda en fiestas, una mujer se atreve a llorar: esposa del kan que triunfa, es también y sobre todo hija del sultán apuñalado. Ciertamente, su marido ha ido a darle el pésame, ha ordenado que todo el harén lleve luto y ha mandado azotar ante ella a un eunuco que demostraba demasiada alegría. Pero de regreso a su divan no duda en repetir a sus allegados que «Dios ha oído las oraciones de la gente de Samarcanda».
Se puede pensar que en esa época los habitantes de una ciudad no tenían ninguna razón para preferir un soberano turco a otro. Sin embargo, rezaban porque lo que temían era el cambio de amo, con su cortejo de matanzas y sufrimientos y sus inevitables saqueos y depredaciones. Tenía el monarca que superar todo límite, someter a la población a unos impuestos excesivos, a perpetuas vejaciones, para que llegaran a desear que otro los conquistara. No era ése el caso con Nasr. Si no era el mejor de los príncipes, desde luego no era el peor. Se las arreglaban con él e invocaban al Altísimo para que limitara sus excesos.
Por lo tanto, se celebra en Samarcanda el haber evitado la guerra. La inmensa plaza de Ras el-Tak rebosa de gritos y entusiasmo. En cada pared se apoya la mercancía de un vendedor ambulante. En cada farola se improvisa una canción, unos rasgueos de laúd. Mil corros de curiosos se hacen y deshacen en torno a los narradores, los quirománticos, los encantadores de serpientes. En el centro de la plaza, sobre un estrado provisional y bamboleante tiene lugar la tradicional justa de poetas populares que celebran a Samarcanda la incomparable, a Samarcanda la inconquistable. El juicio del público es instantáneo. Unas estrellas suben, otras declinan. Por todas partes arden fogatas. Estamos en diciembre y las noches son ya rigurosas. En el palacio las jarras de vino se vacían, se rompen, el kan tiene el vino alegre, ruidoso, conquistador.
Al día siguiente ordena que recen en la gran mezquita la oración del ausente y luego recibe el pésame por la muerte de su suegro. Los mismos que la víspera habían acudido para felicitarle por su victoria, vuelven con rostro apesadumbrado para expresarle su aflicción. El cadí, que ha recitado algunos versículos de circunstancias e invitado a Omar a hacer lo mismo, cuchichea al oído de este último.
– No te asombres de nada, la realidad tiene dos caras, los hombres también.
Esa misma noche, Nars Kan convoca a Abu Taher y le pide que se una a la delegación encargada de ir a presentar los respetos de Samarcanda al sultán difunto. Omar forma parte del cortejo, verdad es que junto a otras ciento veinte personas.
El lugar de las condolencias es un antiguo campamento del ejército selyuquí, situado justo al norte del río. Miles de tiendas y de barracas se alzan alrededor, verdadera ciudad improvisada donde los dignos representantes de Transoxiana se codean con desconfianza con los guerreros nómadas de largos cabellos trenzados que han venido a renovar el vasallaje de su clan. Malikxah, diecisiete años, coloso con rostro de niño, cubierto con un amplio abrigo de caracul, se pavonea sobre un pedestal, el mismo que vio caer a su padre Alp Arslan. De pie a algunos pasos de él se encuentra el gran visir, el hombre fuerte del Imperio, de cincuenta y cinco años, a quien Malikxah llama «padre», signo de extrema deferencia, y a quien los demás nombran por su titulo, Nizam el-Molk, Orden del Reino. Jamás un apodo ha sido tan merecido. Cada vez que un visitante de importancia se acerca, el joven sultán consulta con la mirada a su visir, que le indica con una imperceptible seña si debe mostrarse amable o reservado, sereno o desconfiado, solícito o ausente.
La delegación de Samarcanda al completo se prosterna a los pies de Malikxah, que se da por enterado con un movimiento de cabeza condescendiente; luego cierto número de notables se separa del grupo para dirigirse hacia Nizam. El visir, impasible, los mira y los escucha sin reaccionar, mientras sus colaboradores se agitan a su alrededor. No hay que imaginárselo como señor vociferante del palacio. Si es omnipresente lo es más bien como el que mueve unas marionetas y con discretos toques imprime a los otros los movimientos que él desea. Sus silencios son proverbiales. No es raro que un visitante pase una hora en su presencia sin intercambiar otras palabras que las fórmulas de saludo y de despedida. Porque no se le visita necesariamente para conversar con él, se le visita para renovar el vasallaje, para disipar sospechas, para evitar el olvido.
Así, doce personas de la delegación de Samarcanda han obtenido el privilegio de estrechar la mano que sujeta el timón del Imperio. Omar va pisándole los talones al cadí, Abu Taher balbucea una fórmula. Nizam mueve la cabeza y retiene su mano en la suya algunos segundos. El cadí se siente honrado. Cuando llega el turno de Omar, el visir se inclina hasta su oído y murmura:
– En este día del próximo año ven a Ispahán. Hablaremos.
Jayyám no está seguro de haber oído bien, siente como una confusión en su mente. El personaje le intimida, el ceremonial le impresiona, la algarabía le marca, los gritos de las plañideras le aturden; ya no se fía de sus sentidos, querría una confirmación, una precisión, pero ya la multitud le empuja, el visir mira hacia otra parte, comienza de nuevo a mover la cabeza en silencio.
Durante el camino de regreso, Jayyám no cesa de rumiar el incidente. ¿Es el único a quien el visir ha susurrado unas palabras? ¿No lo habrá confundido con otro? ¿Y por qué una cita tan lejana en el tiempo y en el espacio?
Se decide a hablar de ello al cadí. Puesto que éste se encontraba justo delante de él, ha podido oír, sentir, incluso adivinar algo. Abu Taher le deja contar la escena antes de reconocer malicioso:
– Me di cuenta de que el visir te cuchicheaba algunas palabras, no las oí, pero puedo asegurarte que no te confundió con otro. ¿Viste todos esos colaboradores que le rodeaban? Tienen por misión informarse de la composición de cada delegación, de soplarle el nombre y la calidad de aquellos que van hacia él. Me preguntaron tu nombre, se aseguraron de que eras realmente el Jayyám de Nisapur, el sabio, el astrólogo, no hubo ninguna confusión sobre su identidad. Por otra parte, con Nizam el-Molk no hay nunca otra confusión que la que él juzga oportuno crear.
El camino es llano, pedregoso. A la derecha, muy lejos, una línea de altas montañas, las estribaciones de Pamir. Jayyám y Abu Taher cabalgan uno al lado del otro, sus monturas se rozan sin cesar.
– ¿Y qué puede querer de mí?
– Para saberlo tendrás que esperar un año. Hasta entonces te aconsejo que no te pierdas en conjeturas, la espera es demasiado larga, te agotarías. ¡Y sobre todo no se lo cuentes a nadie!
– ¿Tengo la costumbre de ser indiscreto?
El tono es de reproche. El cadí no se altera:
– Quiero ser claro. ¡No se lo cuentes a esa mujer!
Omar hubiera debido figurárselo; las visitas de Yahán no podían repetirse tanto sin que nadie lo notara. Abu Taher prosigue:
– Desde vuestro primer encuentro, los guardias vinieron a advertirme. Inventé una historia complicada para justificar sus visitas, ordené que no se la viera pasar y prohibí que fueran a despertarte por las mañanas. No lo dudes ni un momento, ese pabellón es tu casa, quiero que lo sepas hoy y mañana, pero tengo que hablarte de esa mujer.
Omar se siente molesto. No le gusta nada la manera que tiene su amigo de decir «esa mujer» y no tiene ningún deseo de discutir sus amores. Aunque calle ante su compañero de más edad, su rostro se cierra ostensiblemente.
– Sé que mis palabras te disgustan, pero te diré hasta el final lo que tengo que decirte, y si nuestra amistad demasiado reciente no me da ese derecho, mi edad y mi función lo justifican. Cuando viste a esa mujer por primera vez en el palacio la miraste con deseo. Es joven y bella, su poesía te gustó y su audacia hizo que te ardiese la sangre. Sin embargo, frente al oro vuestras actitudes fueron diferentes. Ella se atiborró de lo que a ti te repugnaba. Ella actuó como una poetisa de la corte, tú como un hombre sabio. ¿Hablaste con ella de esto después?
La respuesta es no y, aunque Omar no ha dicho nada, Abu Taher la ha oído perfectamente. Prosigue:
– Con frecuencia, al principio de una relación se evitan los temas delicados, se teme destruir ese frágil edificio que se acaba de elevar con mil precauciones, pero para mí lo que te separa de esa mujer es grave, esencial. No miráis la vida de la misma manera.
– Es una mujer y además es viuda. Se esfuerza por subsistir sin depender de un amo, no puedo por menos de admirar su valor. ¿Y cómo reprocharle coger el oro que sus versos merecen?
– Lo comprendo -dice el cadí, satisfecho de haber conseguido arrastrar a su amigo a esa discusión-. Pero ¿admites al menos que esa mujer sería incapaz de llevar otra vida que la de la corte?