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– ¿Quizá?

– ¿Admites que para ti la vida de la corte es odiosa, insoportable y que no vivirías así ni un instante más de lo necesario?

Se produce un silencio embarazoso. Abu Taher termina por declarar preciso, firme:

– Te he dicho lo que debías oír de un verdadero amigo. Desde ahora no tocaré más este tema, a menos que seas tú el primero en hacerlo.

X

Cuando llegan a Samarcanda están agotados por el frío, el traqueteo de sus cabalgaduras y el malestar que se ha instalado entre ellos. Inmediatamente Omar se retira a su pabellón sin detenerse a cenar. Durante el viaje ha compuesto tres cuartetas que se pone a recitar en alta voz diez veces, veinte veces, sustituyendo una palabra, modificando un giro, antes de consignarlas en el secreto de su manuscrito.

Yahán llega de improviso antes que de costumbre y se desliza por la puerta entreabierta desprendiéndose sin ruido de su chal de lana. Avanza de puntillas por detrás. Omar está ensimismado y ella le rodea súbitamente el cuello con sus brazos. Pega su rostro al suyo y deja que caigan sobre sus ojos sus cabellos perfumados.

Jayyám debería sentirse colmado. ¿Puede un amante esperar más tierna agresión? ¿No debería, a su vez, pasado el instante de sorpresa, rodear con sus brazos la cintura de su amada, abrazarla, estrechar contra su cuerpo todo el sufrimiento de la separación, todo el calor del encuentro? Pero Omar se siente perturbado por esa intrusión. Su libro está aún abierto ante él, hubiera querido esconderlo. Su primer reflejo es de soltarse y aunque se arrepiente inmediatamente, aunque su vacilación sólo ha durado un instante, Yahán, que ha notado esa duda y esa forma de frialdad, no tarda en comprender la razón. Mira el libro con desconfianza, como si se tratara de una rival.

– ¡Perdóname! Estaba tan impaciente por verte que no pensé que mi llegada podría molestarte.

Un pesado silencio los separa, pero Jayyám se apresura a romperlo.

– Es este libro ¿sabes? Es verdad que no había previsto enseñártelo. Siempre lo he ocultado en tu presencia, pero la persona que me lo regaló me hizo prometer que lo conservaría secreto.

Se lo tiende. Ella lo hojea algunos instantes aparentando la mayor indiferencia a la vista de esas escasas páginas emborronadas, diseminadas entre las decenas de páginas en blanco. Se lo devuelve con una expresiva mueca.

– ¿Por qué me lo enseñas? Yo no te he pedido nada. Por otra parte, nunca aprendí a leer; todo lo que sé lo aprendí escuchando a los demás.

Omar no puede sorprenderse. En esa época no era raro que un poeta de calidad fuera analfabeto, lo mismo, por supuesto, que casi la totalidad de las mujeres.

– ¿Y qué hay tan secreto en ese libro? ¿Fórmulas de alquimia?

– Son poemas que a veces escribo.

– ¿Poemas prohibidos y heréticos? ¿Subversivos?

Le mira con recelo, pero Omar se defiende riéndose:

– No, ¿qué te estás imaginando? ¿Tengo acaso alma acaso de conspirador? Sólo son ruba'iyyat sobre el vino, sobre la belleza de la vida y su vanidad.

– ¿Tú, ruba'iyyat?

Se le escapa un grito de incredulidad, casi de desprecio. Las ruba'iyyat pertenecen a un género menor, ligero e incluso vulgar, apenas digno de los poetas de los barrios bajos. Que un erudito como Omar Jayyám se permita componer de vez en cuando cuartetas, puede considerarse una diversión, un pecadillo, eventualmente una coquetería; pero que se tome la molestia de consignar sus versos lo más seriamente del mundo en un libro rodeado de misterio, resulta sorprendente e inquietante para una poetisa sometida a las normas de la elocuencia. Omar parece avergonzado; Yahán está intrigada.

– ¿Podrías leerme algunos versos?

Jayyám no quiere comprometerse más.

– Podré leértelos todos un día, cuando los juzgue dignos de ser leídos.

Ella no insiste, renuncia a seguir interrogándole, pero le lanza sin acentuar demasiado la ironía:

– Cuando hayas completado ese libro, evita ofrecérselo a Nasr Kan; no tiene mucha consideración para los autores de ruba'iyvat. No te volvería a invitar jamás a sentarte junto a él en el trono.

– No tengo intención de ofrecer ese libro a nadie, ni espero sacar ningún provecho de él; no tengo las ambiciones de un poeta de la corte.

Ella lo ha herido, él la ha herido. En el silencio que los envuelve, ambos se preguntan si no habrán ido demasiado lejos, si no será tiempo de rectificar para salvar lo que pueda aún salvarse. En ese instante no es por Yahán por quien Jayyám siente rencor, sino por el cadí. Se arrepiente de haberle dejado hablar y se pregunta si sus palabras no han turbado irremediablemente la mirada que dirige a su amante. Hasta ese momento si vivían en el candor y la despreocupación, con el deseo común de no evocar jamás lo que podría separarles. ¿Me ha abierto el cadí los ojos a la verdad o solamente ha velado mi felicidad?, piensa Jayyám.

– Has cambiado, Omar; no sabría decir en qué, pero hay en tu forma de mirarme y de hablarme un tono que no podría definir. Como si sospecharas que he cometido una mala acción, como si me guardaras rencor por alguna razón. No te comprendo, pero de pronto me siento profundamente triste.

El trata de atraerla hacia sí, pero ella se separa vivamente.

– ¡No es así como puedes tranquilizarme! Nuestros cuerpos pueden prolongar nuestras palabras, pero no pueden sustituirlas ni desmentirlas. ¡Dime qué pasa!

– ¡Yahán! ¡Si decidiéramos no hablar de nada hasta mañana…!

– Mañana ya no estaré aquí. El kan abandona Samarcanda al amanecer.

– ¿A dónde va?

– A Kix, a Bujara, a Termez, no sé. Toda la corte le seguirá y yo con ella.

– ¿No podrías quedarte en Samarcanda en casa de tu prima?

– ¡Si sólo se tratara de buscar excusas! Tengo mi sitio en la corte. Para ganarlo tuve que luchar como diez hombres. No lo abandonaré hoy para retozar en el pabellón del jardín de Abu Taher.

Entonces, sin reflexionar verdaderamente, Omar dice:

– No se trata de retozar. ¿No querrías compartir mi vida?

– ¿Compartir tu vida? ¡No hay nada que compartir!

Lo ha dicho sin ninguna acritud. Era sólo una comprobación, por otra parte no desprovista de ternura. Pero al ver el rostro horrorizado de Omar, le suplica que la perdone y solloza.

– Sabía que esta noche lloraría, pero no con estas lágrimas amargas; sabía que íbamos a separarnos por mucho tiempo, quizá para siempre, pero no con estas palabras ni con estas miradas. No quiero llevarme del más bello amor que he vivido el recuerdo de estos ojos de un extraño. ¡Mírame, Omar, una última vez! Recuerda, soy tu amante, tú me has amado, yo te he amado. ¿Me reconoces aún?

Jayyám la rodea con un abrazo lleno de ternura. Suspira.

– Si al menos tuviéramos la oportunidad de explicarnos, sé que esta estúpida disputa se desvanecería, pero el tiempo nos acosa, nos conmina a jugarnos nuestro porvenir en estos minutos llenos de confusión.

A su vez, siente sobre su rostro la huida de una lágrima. Una lágrima que desearía ocultar, pero Yahán lo abraza salvajemente pegando su rostro al suyo.

– Puedes ocultarme tus escritos, no tus lágrimas. Quiero verlas, tocarlas, mezclarlas con las mías, quiero conservar sus huellas sobre mis mejillas, quiero conservar su sabor salado sobre mi lengua.

Se diría que intentan desgarrarse, ahogarse, aniquilarse. Sus manos enloquecen, sus ropas se esparcen. Incomparable noche de amor la de dos cuerpos incendiados por lágrimas ardientes. El fuego se propaga, los envuelve, se enrosca a ellos, los embriaga, los abrasa, los fusiona piel contra piel hasta el límite del placer. Sobre la mesa, un reloj de arena fluye gota a gota, el fuego amaina, vacila, se apaga, una sonrisa jadeante permanece rezagada. Durante largo rato se respiran. Omar murmura, a ella o al destino que acaban de desafiar:

– Nuestro enfrentamiento no ha hecho más que empezar.

Yahán lo abraza con los ojos cerrados:

– No me dejes dormir hasta el alba…

Al día siguiente, dos nuevas líneas en el manuscrito. La caligrafía es débil, vacilante y torturada:

¡Qué solo estabas, Jayyám, junto a tu amada! Ahora que se ha ido, podrás refugiarte en ella.

XI

Qaxan, oasis de casas bajas en la ruta de la seda en el lindero del desierto de Sal. Allí las caravanas se acurrucan y recobran el aliento antes de bordear Karkas Kuh, el siniestro monte de los Buitres, guarida de bandoleros que asolan las inmediaciones de Ispahán.

Qaxan, construida con arcilla y barro. El visitante busca en vano alguna pared vistosa, alguna fachada decorada. Sin embargo, es allí donde se hacen los más prestigiosos vidriados que van a embellecer de verde y oro las mil mezquitas, palacios o medersas desde Samarcanda a Bagdad. En todo el Oriente musulmán, la cerámica se llama simplemente qaxi o qaxani, un poco como la porcelana lleva el nombre de China, tanto en persa como en inglés.

Fuera de la ciudad, un caravasar a la sombra de las palmeras. Una muralla rectangular, unas garitas de vigilancia, un patio exterior para las bestias y las mercancías y un patio interior bordeado de pequeñas habitaciones.

Omar desearía alquilar una, pero el posadero se excusa desolado: no hay ninguna libre para la noche, acaban de llegar unos ricos mercaderes de Ispahán, con hijos y criados. Para verificar sus palabras no hace falta consultar ningún registro. El lugar es un hervidero de empleados gritones y de venerables monturas. A pesar del invierno que empieza, Omar habría dormido bajo las estrellas, pero los escorpiones de Qaxan son apenas menos famosos que su cerámica.