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– ¡Si es que esos espías no se dejan comprar por los cadíes, los gobernantes o los emires! ¡Si no se convierten en sus cómplices!

– Tu cometido, el cometido del Sabih-jabar es, precisamente, encontrar hombres incorruptibles para encargarlos de esas misiones.

– Si esos hombres incorruptibles existen, ¿no sería más sencillo nombrarlos a ellos gobernadores o cadíes?

Observación ingenua, pero que para los oídos de Nizam parece una burla. Se impacienta y se levanta:

– No deseo argumentar. Ya te he dicho lo que te ofrezco y lo que espero de ti. Vete, reflexiona sobre mi proposición, sopesa con calma los pros y los contras y vuelve mañana con una respuesta.

XIII

Reflexionar, sopesar, evaluar, Jayyám se siente incapaz de ello ese día. Al salir del divan se interna en la callejuela más estrecha del bazar, serpentea a través de hombres y animales, avanza bajo las bóvedas de estuco, entre los montículos de especias. A cada paso la callejuela es un poco más oscura, la gente parece moverse cada vez más despacio, vociferar en murmullos; comerciantes y parroquianos son como actores disfrazados, bailarines sonámbulos. Omar va a ciegas, tan pronto hacia la izquierda como hacia la derecha, tiene miedo de caerse, de desmayarse. Súbitamente desemboca en una placita inundada de luz, verdadero calvero en la jungla. La crudeza del sol lo azota, se yergue y respira. ¿Qué le ocurre? Le han propuesto el paraíso encadenado al infierno. ¿Cómo decir sí? ¿Cómo decir no? ¿Con qué rostro volverá a presentarse ante el gran visir? ¿Con qué rostro abandona la ciudad?

A su derecha, la puerta de una taberna está entreabierta; la empuja, desciende algunos escalones enarenados y va a parar a una sala de techo bajo, mal iluminada. El suelo es de tierra húmeda, los bancos inestables, las mesas descoloridas. Pide un vino seco de Qom. Se lo traen en una jarra desportillada. Lo sorbe despacio, con los ojos cerrados.

Pasa el tiempo bendito de mi juventud,

para olvidar me escancio vino.

¿Es amargo? Es así como me agrada.

Esta amargura es el sabor de mi vida.

Pero de pronto surge una idea. Sin duda necesitaba bajar hasta el fondo de esa sórdida taberna para encontrarla; le esperaba ahí, en esa mesa, al tercer trago de la cuarta copa. Paga la cuenta, deja una generosa propina y sale de nuevo a la superficie. La noche ha caído, la plaza está ya desierta, cada callejuela del bazar está cerrada por un pesado portón protector. Omar tiene que dar un rodeo para llegar a su caravasar.

Cuando entra de puntillas en su habitación, Hassan duerme ya, su rostro es serio y torturado. Omar lo mira durante largo rato. Mil preguntas recorren su mente, pero las aparta sin intentar responderlas. Su decisión está tomada irrevocablemente.

Una leyenda corre por los libros. Habla de tres amigos, tres persas que marcaron, cada uno a su manera, los comienzos de nuestro milenio: Omar Jayyám que observó el mundo, Nizam el-MoIk que lo gobernó y Hassan Sabbah que lo aterrorizó. Dicen que los tres estudiaron juntos en Nisapur, lo que no puede ser verdad porque Nizam tenía treinta años más que Omar y Hassan hizo sus estudios en Rayy, quizá un poco también en su ciudad natal de Qom, pero desde luego no en Nisapur.

¿Está la verdad en el Manuscrito de Samarcanda? La crónica escrita en los márgenes afirma que los tres hombres se encontraron por primera vez en Ispahán, en el divan del gran visir, por iniciativa de Jayyám, ciego aprendiz del destino.

Nizam se había aislado en la salita del palacio rodeado de algunos papeles. Desde el momento en que vio el rostro de Omar en el marco de la puerta, comprendíó que la respuesta sería negativa.

– Así pues, mis proyectos te dejan indiferente.

Jayyám contesta, contrito pero firme:

– Tus sueños son grandiosos y deseo que se realicen, pero mi contribución no puede ser la que me has propuesto. Entre los secretos y aquellos que los desvelan, estoy del lado de los secretos. La primera vez que un agente venga a contarme una conversación, le impondré silencio declarándole que esos asuntos no nos conciernen ni a él ni a mí y le prohibiré entrar en mi casa. Mi curiosidad por la gente y las cosas se expresa de otra manera.

– Respeto tu decisión; no creo inútil para el Imperio que unos hombres se consagren totalmente a la ciencia. Por supuesto, todo lo que te he prometido, el oro anual, la casa, el observatorio, te son debidos, nunca quito lo que he dado por propia voluntad… Hubiera querido asociarte más íntimamente a mi acción, pero me consuelo diciéndome que los cronistas escribirán para la posteridad: En el tiempo de Nízam el-Molk vivió Omar Jayyám. Se le honraba, estaba protegido de las inclemencias y podía decir no al gran visir sin arriesgarse a la desgracia.

– No sé si podré algún día manifestar toda la gratitud que merece tu magnanimidad.

Omar se interrumpe y duda antes de continuar:

– Quizá pueda hacer olvidar mí negativa presentándote a un hombre que acabo de conocer. Tiene una gran inteligencia, su sabiduría es inmensa y su habilidad desarma. Me parece totalmente indicado para la función de Sabih-jabar y estoy seguro de que tu proposición le encantará. Me ha confesado que había venido de Rayy a Ispahán con el firme propósito de que lo contrataras para trabajar a tu lado.

– Un ambicioso -murmura Nizam entre dientes-. Ese es mi destino. Cuando encuentro un hombre digno de confianza, le falta ambición y desconfía de las cosas del poder; y cuando un hombre me parece dispuesto a saltar sobre la primera función que le ofrezco, su celo me inquieta.

Parece cansado y resignado.

– ¿Por qué nombre se conoce a ese hombre?

– Hassan, hijo de Alí Sabbah. Sin embargo, tengo la obligación de prevenirte: ha nacido en Qom.

– ¿Un chií imaní? Eso no me molesta, aunque yo sea hostil a todas las herejías y a todas las desviaciones. Algunos de mis mejores colaboradores pertenecen a la secta de Alí, mis mejores soldados son armenios, mis tesoreros son judíos y no les niego por ello mi confianza y mi protección. Los únicos de los que desconfío son los ismaelíes. ¡Supongo que tu amigo no pertenecerá a esa secta!

– Lo ignoro. Pero Hassan me ha acompañado hasta aquí y espera afuera. Con tu permiso voy a llamarle y podrás interrogarle.

Omar desaparece algunos segundos y vuelve acompañado de su amigo, que no parece en modo alguno intimidado. Sin embargo, Jayyám adivina, bajo la barba, dos músculos que se tensan y tiemblan.

– Te presento a Hassan Sabbah. Nunca han cabido tantos conocimientos en un turbante tan apretado.

Nizam sonríe.

– ¡Así que estoy doctamente rodeado! ¿No dicen que el príncipe que frecuenta a los sabios es el mejor de los príncipes?

Es Hassan quien contesta:

– También dicen que el sabio que frecuenta a los príncipes es el peor de los sabios.

Una gran carcajada franca pero breve, les une. Ya Nizam frunce las cejas; desea dejar de lado lo más rápidamente posible el inevitable proverbio que introduce cualquier palabreo persa para exponer a Hassan lo que espera de él. Ahora bien, curiosamente, desde las primeras palabras se reconocen cómplices y Omar no tiene más que eclipsarse.

De este modo Hassan Sabbah se convierte muy pronto en el indispensable colaborador del gran visir. Consigue establecer una tupida red de agentes, falsos mercaderes, falsos derviches, falsos peregrinos que recorren el Imperio selyuquí, con lo que ningún palacio, ninguna casa, ni lo más profundo de cualquier bazar están fuera del alcance de sus oídos. Conspiraciones, rumores, maledicencias, de todo se informa, todo sale a la luz y se desbarata de una manera discreta o ejemplar.

En los primeros tiempos Nizam está plenamente satisfecho, la temible máquina está en sus manos. Se siente orgulloso ante el sultán Malikxah, que se muestra reticente. ¿No le había recomendado su padre, Alp Arslan, que se opusiera a esa forma de política? «Cuando hayas colocado espías en todas partes» le había prevenido, «tus verdaderos amigos no desconfiarán de ellos, puesto que se saben fieles, mientras que los traidores estarán sobre aviso. Querrán sobornar a los informadores. Poco a poco empezarás a recibir informes desfavorables para tus verdaderos amigos y favorables para tus enemigos. Ahora bien, las palabras, buenas o malas, son como flechas; cuando se disparan varias siempre hay alguna que alcanza el blanco. Entonces tu corazón se cerrará a tus amigos, los traidores ocuparán su sitio a tu lado y ¿qué quedará de tu poder?

Habrá que esperar a que una envenenadora sea desenmascarada en su propio harén para que el sultán deje de dudar de la utilidad del jefe de los espías; de la noche a la mañana lo convierte en uno de sus íntimos, pero entonces Nizam se siente celoso de la amistad que se establece entre Hassan y Malikxah. Los dos hombres son jóvenes y bromean juntos a expensas del viejo visir, sobre todo los viernes, día del xolen, el banquete tradicional que el sultán ofrece a sus allegados.

La primera parte de la fiesta es muy oficial, muy, comedida. Nizam se sienta a la derecha de Malikxah. Sabios y eruditos los rodean, se entablan discusiones sobre los temas más variados, desde comparar los méritos de las espadas indias o yemeníes hasta diversas lecturas de Aristóteles. El sultán se apasiona un momento por ese género de debates, luego se distrae, su mirada ya no se fija. El visir comprende que es hora de marcharse y los dignos invitados lo siguen. Al instante los músicos y bailarines los reemplazan, los cántaros de vino se balancean y la borrachera, tranquila o enloquecida, según el humor del príncipe, se prolonga hasta la mañana. Entre dos acordes de rabel o de laúd, o al son del pandero, los cantores improvisan sobre su tema favorito: Nizam el-Molk. Incapaz de prescindir de su poderoso visir, el sultán se venga con la risa. Basta ver con qué frenesí aplaude, para adivinar que un día llegará a pegar a su «padre».