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Por el momento, los proyectos de las dos mujeres no pasarán de ahí. Omar se negará a doblegarse a sus exigencias. Por otra parte, no habría servido de nada ya que el enfrentamiento entre Nizam y Hassan se había vuelto ineluctable.

Ese día la sala de audiencia es una arena en calma; las quince personas que allí se encuentran se contentan con observar en silencio. El mismo Malikxah, de ordinario tan exuberante, conversa a media voz con su chambelán, retorciéndose, es su manía, la punta del bigote. De vez en cuando lanza una mirada furtiva hacia los dos gladiadores. Hassan está de pie, vestido negro arrugado, turbante negro, barba más larga que de costumbre, rostro demacrado, ojos ardientes dispuestos a cruzarse con los de Nizam, pero rojos por el cansancio y la vigilia. Detrás de él un secretario sostiene un fajo de papeles sujetos con una ancha banda de cordobán.

Privilegio de los años, el gran visir está sentado, incluso desplomado. Su vestido es gris, su barba cana, su frente apergaminada; sólo su mirada parece joven y alerta, incluso chispeante. Dos de sus hijos lo acompañan, lanzando a su alrededor miradas de odio o de reto.

Muy cerca del sultán está Omar, tan sombrío como abrumado. Formula en su mente palabras conciliadoras que sin duda no tendrá jamás la ocasión de pronunciar.

– Nos prometieron para hoy un informe detallado sobre el estado de nuestro tesoro, ¿está preparado? -pregunta Mahkxah.

Hassan se inclina.

– He cumplido mi promesa. El informe está aquí.

Se vuelve hacia su secretario, que se le acerca solícito, deshace el nudo del cordón de cuero y le tiende el legajo. Sabbah comienza su lectura. Según la costumbre, las primeras páginas sólo son agradecimientos, piadosos ruegos, citas cultas, páginas elocuentes bien construidas, pero el auditorio espera más. Y llega:

– He podido calcular con precisión -declara-, el beneficio que ha producido al tesoro del sultán la percepción de cada provincia, de cada ciudad importante. Igualmente he evaluado el botín ganado al enemigo y ahora sé de qué manera se ha gastado ese oro…

Carraspea ceremoniosamente, tiende a su secretario la página que acaba de leer y se acerca la siguiente a los ojos. Sus labios se entreabren y luego se cierran. Se produce un silencio. Aparta la hoja, mira la siguiente y la aparta también con un gesto de rabia. El silencio se prolonga.

El sultán se agita, se impacienta.

– ¿Qué pasa? Te escuchamos.

– Señor, no encuentro la continuación. Había arreglado mis papeles por orden, pero la hoja que busco ha debido de caerse, ya la encontraré.

Lastimosamente sigue rebuscando. Nizam aprovecha para intervenir, con un tono que quiere ser magnánimo:

– A todos nos puede suceder perder un papel, no se le puede reprochar a nuestro joven amigo. En lugar de esperar así, propongo pasar a la continuación del informe.

– Tienes razón, ata, continuemos.

Todos han observado que el sultán ha llamado de nuevo a su visir «padre». ¿Es señal de un nuevo período de favor? Mientras Hassan nada en la más lamentable confusión, el visir aprovecha su ventaja:

– Olvidemos esa página perdida. En lugar de hacer esperar al sultán, sugiero que nuestro hermano Hassan nos presente las cifras relativas a algunas ciudades o provincias importantes.

El sultán se apresura a asentir. Nizam prosigue:

– Tomemos, por ejemplo, la ciudad de Nisapur, patria de Omar Jayyám aquí presente. ¿Podríamos saber cuánto ha producido al tesoro esa ciudad y su provincia?

– Enseguida -responde Hassan, que trata de salir airoso de la situación.

Con mano experta busca en el legajo y quiere extraer de él la página treinta y cuatro, donde sabe que ha inscrito todo lo referente a Nisapur. Inútilmente.

– La página no está aquí -dice-, ha desaparecido… me la han robado… han revuelto mis papeles…

Nizam se levanta, se acerca a Malikxah y le cuchichea al oído:

– Si nuestro señor no tiene confianza en sus servidores más competentes, aquellos que saben la dificultad de las cosas y disciernen lo posible de lo imposible, no dejará de verse insultado y engañado así, colgado de los labios de un loco, de un charlatán o de un ignorante.

Malikxah no duda un instante de que acaba de ser la víctima de una genial maquinación. Como cuentan los cronistas, Nizam el-Molk había conseguido sobornar al secretario de Hassan, ordenándole que escamoteara algunas páginas y que cambiara de sitio otras, reduciendo a la nada el paciente trabajo efectuado por su rival. Por más que este último denuncie una conspiración, el tumulto ahoga su voz y el sultán, decepcionado por el engaño, pero más aún por comprobar que su tentativa de sacudirse la tutela del visir ha fracasado, echa toda la culpa a Hassan. Después de ordenar a los guardias que lo prendan, pronuncia acto seguido su sentencia de muerte.

Por primera vez, Omar toma la palabra:

– Que nuestro señor sea clemente. Quizá Hassan Sabbah haya cometido errores, quizá haya pecado por exceso de celo o exceso de entusiasmo y por esos extravíos hay que despedirle, pero no ha sido culpable de ninguna falta grave contra tu persona.

– ¡Entonces que lo dejen ciego! Traed la galena, avivad el fuego.

Hassan permanece mudo y es Omar el que interviene de nuevo. No puede permitir que maten o dejen ciego a un hombre que él mismo ha recomendado.

– Señor, suplica, no inflijas semejante castigo a un hombre joven que sólo podría consolarse de su desgracia con la lectura y la escritura.

Entonces Malikxah dice:

– Por ti, jawayé Omar, el más sabio, el más puro de los hombres, acepto cambiar una vez más mi decisión. Por lo tanto, condeno a Hassan Sabbah al destierro. Se exiliará en una lejana región hasta el fin de su vida. Jamás podrá pisar de nuevo la tierra del Imperio.

Pero el hombre de Qom volverá para ejecutar una venganza ejemplar.

Libro segundo. EL PARAISO DE LOS ASESINOS

El paraíso y el infierno están en ti.

Omar Jayyám

XV

Han pasado siete años, siete años tan fastos para Jayyám como para el Imperio, los últimos años de paz.

Una mesa preparada bajo un emparrado, una garrafa de cuello largo para el mejor vino blanco de Shiraz, con el punto justo de almizcle, y a su alrededor un festín que se manifiesta en cien pequeñas escudillas; éste es el ritual de un atardecer de junio en la terraza de Omar. Empezar por lo más ligero, recomienda éste, primero el vino, las frutas, luego los platos compuestos, arroz con agracejos y membrillos rellenos.

Un viento sutil llega de los montes Amarillos a través de los huertos en flor. Yahán coge un laúd, puntea una cuerda, luego otra. La música, al derramarse lentamente, acompaña al viento. Omar levanta su copa y aspira su olor profundamente. Yahán le observa. Escoge de la mesa la azufaifa más hermosa, la más roja, la que tiene la piel más lisa y se la ofrece a su hombre, lo que en el lenguaje de las frutas significa «un beso, enseguida». Omar se inclina hacia ella, sus labios se rozan, se huyen, vuelven a rozarse, se separan y se unen. Sus dedos se entrelazan, llega una sirvienta, se separan sin prisa y cogen cada uno su copa. Yahán sonríe y murmura:

– Si tuviera siete vidas, pasaría una viniendo cada noche a esta terraza para tenderme lánguidamente sobre este diván, bebería este vino y hundiría los dedos en esta escudilla; la felicidad se embosca en la monotonía.

Omar contesta:

– Una vida, o tres o siete, todas las pasaría como estoy pasando ésta, tendido en esta terraza con mi mano en tus cabellos.

Juntos y diferentes. Amantes desde hace nueve años, casados desde hace cuatro, sus sueños no viven siempre bajo el mismo techo. Yahán devora el tiempo, Omar lo bebe a sorbos. Ella quiere dominar el mundo; la sultana le presta oídos, y a ésta le presta oídos el sultán. Durante el día intriga en el harén real, sorprende los mensajes que van y vienen, los rumores de alcoba, las promesas de joyas, el tufo a veneno. Se excita, se agita, se exalta. Por la noche se abandona a la felicidad de ser amada. Para Omar la vida es diferente, es el placer de la ciencia, ciencia del placer. Se levanta tarde, bebe en ayunas la tradicional «copa de la mañana» y luego se instala en su mesa de trabajo, escribe, calcula, traza líneas y figuras, escribe de nuevo, transcribe algún poema en su libro secreto.

Por la noche acude a su observatorio, construido sobre un montículo cercano a su casa. Sólo tiene que atravesar un jardín para encontrarse en medio de los instrumentos que ama y que acaricia, que engrasa y lustra con sus propias manos. Con frecuencia lo acompaña algún astrónomo de paso. Los tres primeros años de su estancia los dedicó al observatorio de Ispahán, supervisó su construcción y la fabricación del material y, sobre todo, elaboró el nuevo calendario, inaugurado con pompa el primer día de Favardín del 458, 21 de marzo de 1079. ¿Qué persa podría olvidar que ese año, en virtud de los cálculos de Jayyám, la sacrosanta fiesta del Nawruz fue desplazada, que el nuevo año que debía caer en mitad del signo de Piscis se retrasó hasta el primer sol de Aries, que fue después de esta reforma cuando los meses persas se confundieron con los signos de los astros, convirtiéndose así Favardín en el mes de Aries y Esfand en el de Piscis? En junio de 1081 los habitantes de Ispahán y de todo el Imperio viven, pues, el tercer año de la nueva era. Esta lleva oficialmente el nombre del sultán, pero en la calle e incluso en algunos documentos se menciona solamente «tal año de la era de Omar Jayyám». ¿Qué hombre ha conocido en vida semejante honor? Esto nos demuestra hasta qué punto Jayyám, en ese momento de treinta y tres años de edad, es un personaje famoso y respetado, sin duda incluso temido, por aquellos que ignoran su profunda aversión por la violencia y la dominación.