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¿Qué le une, a pesar de todo, a Yahán? Un detalle, pero un gigantesco detalle: ni uno ni otro quieren tener hijos. Yahán ha decidido, de una vez por todas, no entorpecer su vida con la prole. Jayyám ha hecho suya la máxima de Abul-Ala, un poeta sitio a quien venera: «Yo sufro por culpa de aquel que me engendró, nadie sufrirá por mi culpa.»

No nos equivoquemos con respecto a esta actitud. Jayyám no tiene nada de misántropo. ¿No fue él quien escribió: «Cuando el dolor te abrume, cuando llegues a desear que una noche eterna caiga sobre el mundo, piensa en el verdor que resplandece después de la lluvia, piensa en el despertar de un niño»? Si se niega a procrear es porque la existencia le parece demasiado pesada de soportar. «Feliz aquel que jamás vino al mundo», no cesa de clamar.

Ya lo vemos; las razones que uno y otro tienen para negarse a dar la vida no son idénticas. Ella actúa por exceso de ambición, él por exceso de generosidad. Pero encontrarse, hombre y mujer, estrechamente unidos por una actitud que condenan todos los hombres y mujeres de Persia, dejar que murmuren que uno u otro es estéril sin ni siquiera dignarse responder, es algo que en este tiempo teje una fuerte complicidad.

Una complicidad que tiene sus límites, sin embargo. Yahán recibe de Omar la valiosa opinión de un hombre sin codicia, pero rara vez se preocupa de informarle de sus actividades. Sabe que las desaprobaría. ¿Para qué suscitar interminables disputas? Verdad es que Jayyám no está nunca muy lejos de la corte. Aunque evita incrustarse en ella, aunque huye de todas las intrigas y las desprecia, principalmente aquellas que enfrentan desde siempre a los médicos y a los astrólogos del palacio, no deja de tener unas obligaciones de las que le es imposible librarse: asistir a veces al banquete de los viernes, examinar a algún emir enfermo y, sobre todo, proporcionar a Malikxah su taqwim, su horóscopo mensual, ya que se supone que el sultán, como cada hijo de vecino, tiene que consultarlo para saber cada día lo que debe o no debe hacer. «El 5 un astro te acecha, no saldrás del palacio. El 7 ni sangría ni pócima de ninguna clase. El 10 te enrollarás el turbante al revés. El 13 no te acercarás a ninguna de tus mujeres…». Jamás se le ocurriría al sultán transgredir esas directrices. Tampoco a Nizam, que recibe su taqwim de la mano de Omar antes del final del mes, lo lee ávidamente y lo cumple al pie de la letra. Poco a poco, otros personajes han ido adquiriendo ese privilegio: el chambelán, el gran cadí de Ispahán, los tesoreros, algunos emires del ejército, algunos ricos mercaderes, lo que termina por representar para Omar un trabajo considerable que le ocupa las diez últimas noches de cada mes. ¡La gente es tan aficionada a las predicciones! Los más afortunados consultan a Omar, los demás se buscan un astrólogo menos prestigioso, a no ser que por cada decisión que deban tomar se dirijan a un hombre de religión que, ante ellos y cerrando los ojos, abra al azar el Corán, ponga el dedo sobre un versículo y se lo lea, con el fin de que ellos mismos descubran en él la respuesta a su problema. Algunas mujeres pobres, apremiadas a tomar una decisión, van de prisa y corriendo a la plaza pública y la primera frase que oyen la interpretan como una directriz de la Providencia.

– Terken Jatún me ha preguntado hoy si estaba preparado su taqwím para el mes de Tir -dice esa tarde Yahán.

Omar dirige su mirada hacia la lejanía:

– Se lo voy a preparar por la noche. El cielo está límpido, ninguna estrella se esconde, ya es hora de que vaya al observatorio.

Se disponía a levantarse sin prisa, cuando una sirvienta viene a anunciar:

– Un derviche está a la puerta y pide hospitalidad para esta noche.

– Hazle entrar -dice Omar-. Ofrécele la pequeña habitación bajo la escalera y dile que se una a nosotros para la cena.

Yahán se tapa el rostro con el fin de prepararse para la entrada del extranjero, pero la sirvienta vuelve sola.

– Prefiere permanecer en su cuarto rezando; me ha dado este mensaje.

Omar lo lee, palidece y se levanta como un autómata. Yahán se inquieta:

– ¿Quién es ese hombre?

– Ahora vuelvo.

Rompiendo el mensaje en mil pedazos, se dirige a grandes zancadas hacia la pequeña habitación cuya puerta cierra tras él. Un instante de espera, de incredulidad. Un abrazo seguido de un reproche:

– ¿Qué estás haciendo en Ispahán? Todos los agentes de Nizam el-Molk te buscan.

– Vengo a convertirte.

Omar lo mira de hito en hito. Quiere asegurarse de que el otro está aún en su sano juicio, pero Hassan se ríe con esa misma risa sigilosa que Jayyám conoció en el caravasar de Qaxan.

– Tranquilízate, tú eres la última persona a la que pensaría convertir, pero necesito un refugio. ¿Qué mejor protector que Omar Jayyám, comensal del sultán, amigo del gran visir?

– Sienten más odio hacia ti que amistad por mí. Eres bienvenido bajo mi techo, pero no creas ni un instante que mis relaciones te salvarían si se sospechara tu presencia.

– Mañana estaré lejos.

Omar se muestra desconfiado:

– ¿Has vuelto para vengarte?

Pero el otro reacciona como si acabaran de agraviar su dignidad.

– No intento vengar a mi miserable persona. Deseo destruir el poderío turco.

Omar observa a su amigo, que ha cambiado su turbante negro por otro blanco pero impregnado de arena; sus ropas son de lana grosera y raída.

– ¡Me pareces tan seguro de ti mismo! Yo no veo ante mí más que un hombre proscrito, acorralado, que se esconde de casa en casa, con ese fardo y ese turbante por todo equipo, ¡y pretendes competir con un Imperio que se extiende por todo el Oriente desde Damasco a Herat!

– Tú hablas de lo que es, yo hablo de lo que será. Pronto se yerguerá frente al Imperio de los selyuquíes la Nueva Predicación, minuciosamente organizada, poderosa y temible, que hará temblar al sultán y a los visires. No hace tanto tiempo, cuando tú y yo nacimos, Ispahán pertenecía a una dinastía persa y chií que imponía su ley al califa de Bagdad. Hoy, los persas no son más que los servidores de los turcos y tu amigo Nizam es el más vil servidor de esos intrusos. ¿Cómo puedes afirmar que lo que ayer era verdad es impensable para mañana?

– Los tiempos han cambiado, Hassan. Los turcos poseen la fuerza y los persas han sido vencidos. Unos, como Nizam, buscan un compromiso con los vencedores; otros, como yo, se refugian en los libros.

– Y hay otros, además, que luchan. Hoy no son más que un puñado, mañana serán miles; un ejército numeroso, decidido, invencible. Yo soy el apóstol de la Nueva Predicación, recorreré el país sin descanso, usaré tanto la persuasión como la fuerza y con la ayuda del Altísimo derribaré el poder corrompido. Te lo digo a ti, Omar, que me salvaste un día la vida: el mundo asistirá pronto a unos acontecimientos cuyo sentido poca gente comprenderá. Tú comprenderás, sabrás lo que está pasando, sabrás quién sacude esta tierra y cómo va a terminar esa vorágine.

– No quiero poner en duda tus convicciones ni tu entusiasmo, pero recuerdo haberte visto, en la corte de Malikxah, disputar a Nizam el-Molk los favores del sultán turco.

– Desengáñate, no soy el innoble personaje que sugieres.

– Yo no sugiero nada, únicamente señalo algunas disonancias.

– Sólo se deben a tu desconocimiento de mi pasado. No puedo reprocharte que juzgues por las apariencias de las cosas, pero me mirarás de otro modo cuando te haya contado mi verdadera historia. Vengo de una familia chii tradicional. Siempre me enseñaron que los ismaelíes no eran más que herejes. Hasta el momento en que conocí a un misionero que después de discutir durante mucho tiempo conmigo hizo vacilar mi fe. Cuando, por miedo a rendirme, decidí no volver a dirigirle la palabra, caí enfermo, tan gravemente que creí que había llegado mi última hora. Vi en ello un signo, un signo del Altísimo, e hice la promesa, si sobrevivía, de convertirme a la fe de los ismaelíes. Me restablecí de la noche a la mañana. En mi familia nadie podía creer en una curación tan súbita. Por supuesto, cumplí mi palabra, presté juramento y al cabo de dos años se me confió una misión: acudir junto a Nizam el-Molk, insinuarme en su divan con el fin de proteger a nuestros hermanos ismaelíes en dificultades. Me marché, pues, de Rayy hacia Ispahán y en el camino me detuve en un caravasar de Qaxan. Una vez solo en mi pequeña habitación, me estaba preguntando de qué forma podría introducirme en el círculo del visir, cuando se abrió la puerta. ¿Quién entró? Jayyám, el gran Jayyám que el cielo me había enviado a ese lugar para facilitar mi misión.

Omar está estupefacto.

– ¡Y pensar que Nizam el-Molk me preguntó si eras ismaelí y yo le respondí que no lo creía!

– No mentiste, tú no lo sabías. Ahora lo sabes.

Se interrumpe.

– ¿No me habías ofrecido algo de comer?

Omar abre la puerta, llama a la sirvienta y le pide que traiga algunos platos. Y luego reanuda su interrogatorio: