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– ¿Y hace siete años que estás vagando así, vestido de sufí?

– He vagado mucho. Cuando abandoné Ispahán fui perseguido por los agentes de Nizam, que querían matarme. Pude despistarlos en Qom donde unos amigos me ocultaron. Y luego reanudé el camino hasta Rayy, donde conocí a un ismaelí que me recomendó que fuera a Egipto, que acudiera a la escuela de los misioneros que él mismo había frecuentado. Di un rodeo por Azerbeiyán antes de volver a bajar a Damasco. Tenía intención de tomar la ruta del interior hacia El Cairo. Los turcos y los magrebíes luchaban alrededor de Jerusalén y tuve que volver sobre mis pasos y tomar la ruta de la costa por Beirut, Saida, Tiro y Acra, donde encontré sitio en un barco. A mi llegada a Alejandría, fui recibido como un emir de alto rango; un comité de acogida me esperaba presidido por Abu-Daud, jefe supremo de los misioneros.

La sirvienta acaba de entrar y deposita sobre la alfombra algunas escudillas. Hassan empieza una oración que interrumpe cuando ella se marcha.

– En El Cairo pasé dos años. En la escuela de misioneros éramos varias decenas, pero sólo un puñado de entre nosotros estaba destinado a actuar fuera del territorio fatimí.

Evita dar demasiados detalles. Sin embargo, se sabe por diversas fuentes que las clases se impartían en dos lugares diferentes: los ulemas explicaban los principios de la fe en la medersa de Al-Azhar y los medios para propagarlos se enseñaban en el recinto del palacio califal. Era el propio jefe de los misioneros, alto personaje de la corte fatimí, quien explicaba a los estudiantes los métodos de persuasión, el arte de desarrollar un argumento, de hablar a la razón tanto como al corazón. Y era igualmente él quien les hacía memorizar el código secreto que debían en sus comunicaciones. Al final de cada sesión, los estudiantes iban uno a uno a arrodillarse ante el jefe de los misioneros, que les pasaba por encima de la cabeza un documento que llevaba la firma del imán. Después de esto, tenía lugar otra sesión, más corta, destinada a las mujeres.

– En Egipto recibí toda la enseñanza que necesitaba.

– ¿No me dijiste un día que a los diecisiete años ya lo sabías todo? -se burla Jayyám.

– Hasta los diecisiete años acumulé conocimientos, luego aprendí a creer. En El Cairo aprendí a convertir.

– ¿Y qué les dices a aquellos que intentas convertir?

– Les digo que la fe no es nada sin un maestro para enseñarla. Cuando proclamamos: «No hay más dios que Dios», añadimos inmediatamente «Y Mahoma es su Mensajero». ¿Por qué? Porque no tendría ningún sentido afirmar que hay un solo Dios si no citamos la fuente, es decir, el nombre de aquel que nos ha enseñado esa verdad. Pero ese hombre, ese Mensajero, ese Profeta, ha muerto hace tiempo. ¿Cómo podemos saber que existió y que habló como nos lo han contado? Yo que, como tú, he leído a Plat6n y a Aristóteles, necesito pruebas.

– ¿Qué pruebas? ¿Hay realmente pruebas en esas materias?

– Para vosotros los sunníes no hay, efectivamente, ninguna prueba. Pensáis que Mahoma murió sin designar un heredero, que dejó abandonados a los musulmanes y que entonces se dejaron gobernar por el más fuerte o el más astuto. Eso es absurdo. Nosotros pensamos que el Mensajero de Dios nombró un sucesor, un depositario de sus secretos: el imán Alí, su yerno, su primo, casi su hermano. A su vez, Alí designó un sucesor. Así se ha perpetuado el linaje de los imanes legítimos y por medio de ellos se ha transmitido la prueba del mensaje de Mahoma y de la existencia del Dios único.

– Por todo lo que dices no veo en qué difieres de los otros chiíes.

– Entre mi fe y la de mis padres la diferencia es grande. Ellos me enseñaron que debíamos sufrir con paciencia el poder de nuestros enemigos esperando el regreso del imán oculto, que establecerá sobre la tierra el reino de la justicia y recompensará a los verdaderos creyentes. Mi propia convicción es que hay que actuar desde ahora mismo, preparar por todos los medios el advenimiento de nuestro imán en esta región. Yo soy el Precursor, aquel que allana la tierra con el fin de que esté preparada para recibir al imán del Tiempo. ¿Ignoras que el Profeta habló de mí?

– ¿De ti, Hassan hijo de Alí Sabbah, nativo de Qom?

– ¿Acaso no dijo: «Un hombre vendrá de Qom; exigirá a las gentes que sigan el camino recto y los hombres se reunirán en torno suyo como puntas de lanzas, el viento de las tempestades no los dispersará, no se cansarán de luchar, no flaquearán y en Dios se apoyarán?»

– No conozco esa cita. Sin embargo, he leído los libros de las tradiciones certificadas.

– Tú has leído los libros que tú quieres; los chiíes tienen otros libros.

– ¿Y se trata de ti?

– Pronto no lo dudarás más.

XVI

El hombre de los ojos desorbitados ha reanudado su vida errante. Infatigable misionero, recorre el Oriente musulmán: Balj, Merv, Kaxgar, Samarcanda. Por todas partes predica, argumenta, convierte, organiza. No abandona una ciudad o un pueblo sin haber designado un representante que deja rodeado de un círculo de adeptos, chiíes cansados de esperar y de padecer, sunníes, persas o árabes hartos de la dominación de los turcos, jóvenes con deseos de rebelión, creyentes a la búsqueda de rigor. El ejército de Hassan aumenta cada día. Se les llama «batinis», la gente del secreto. Se les trata de herejes, de ateos. Los ulemas lanzan anatema tras anatema: «¡Ay del que se alíe con ellos, ay del que se siente a su mesa, ay del que se una a ellos por el matrimonio! Derramar su sangre es tan legítimo como regar el jardín.»

El tono sube, la violencia no permanece encerrada en la palabra durante mucho tiempo. En la ciudad de Savah el predicador de una mezquita denuncia a algunas personas que a las horas de la oración se reúnen apartadas de los otros musulmanes. Invita a la policía a actuar con rigor. Dieciocho herejes son detenidos. Algunos días más tarde el denunciante aparece apuñalado. Nizam el-Molk ordena un castigo ejemplar: un carpintero ismaelí es acusado del crimen, torturado y crucificado, y su cuerpo arrastrado por todas las callejuelas del bazar.

«Ese predicador fue la primera víctima de los ismaelíes, ese carpintero fue su primer mártir», estima un cronista, para añadir que obtuvieron su primer gran éxito cerca de la ciudad de Kain, al sur de Nisapur. Una caravana de la que formaban parte más de seiscientos mercaderes y peregrinos, así como un importante cargamento de antimonio, llegaba de Kirman. A media jornada de Kain, unos hombres armados y enmascarados les cerraron el camino. El anciano de la caravana pensó que se trataba de bandoleros y quiso negociar un rescate como solía hacerlo. Pero no se trataba de eso. Los viajeros fueron conducidos hacia un pueblo fortificado donde se les retuvo durante varios días, sermoneándoles e invitándoles a convertirse. Algunos aceptaron, a otros se les puso en libertad y finalmente exterminaron a la mayoría de ellos.

Sin embargo, ese secuestro de la caravana pronto parecería una peripecia de poca importancia en la gigantesca aunque solapada prueba de fuerza que se está desarrollando. Las matanzas y los contragolpes se suceden. No se salva ninguna ciudad, ninguna provincia, ninguna ruta; la «paz selyuquí» comienza a desmoronarse.

Es entonces cuando estalla la memorable crisis de Samarcanda. «El cadí Abu Taher está en el origen de los acontecimientos», afirma perentoriamente un cronista. No, las cosas no son tan sencillas.

Es cierto que una tarde de noviembre, el antiguo protector de Jayyám llega inopinadamente a Ispahán con mujeres y equipajes, desgranando reniegos e imprecaciones. Nada más cruzar la puerta de Tirali ordena que le conduzcan ante su amigo, que lo instala en su casa, feliz de tener por fin la ocasión de demostrarle su gratitud. Una vez despachadas rápidamente las efusiones de costumbre, Abu Taher ruega, al borde de las lágrimas:

– Tengo que hablar con Nizam el-Molk lo antes posible.

Jayyám nunca ha visto al cadí en semejante estado e intenta tranquilizarlo:

– Iremos a ver al visir esta misma noche. ¿Tan grave es?

– He tenido que huir de Samarcanda.

No puede continuar; se le ahoga la voz y las lágrimas corren por sus mejillas. Ha envejecido mucho desde el último encuentro; tiene la piel marchita, la barba blanca. Sólo las cejas siguen siendo una maraña negra y temblorosa.

Omar pronuncia algunas frases de consuelo. El cadí se recobra, se ajusta el turbante y declara:

– ¿Te acuerdas de ese hombre al que llamaban el estudiante de la cicatriz?

– ¡Cómo voy a olvidarme de aquel que agitó ante mis ojos mi propia muerte!

– ¿Te acuerdas de que se volvía loco ante la menor sospecha de olor a herejía? Pues bien, hace tres años se unió a los ismaelíes y hoy proclama sus errores con el mismo celo que desplegaba para defender la verdadera fe. Cientos, miles de ciudadanos le siguen. Es el amo de la calle e impone su ley a los comerciantes del bazar. He ido a ver al kan en varias ocasiones. Tú conociste a Nasr Kan, sus cóleras repentinas que se aplacaban tan súbitamente como se encendían, sus accesos de violencia o de prodigalidad. Que Dios lo tenga en la gloria, lo menciono en todas mis oraciones. Hoy el poder está en manos de su sobrino Ahmed, un joven imberbe, indeciso imprevisible, nunca sé cómo tratarle. Me quejé a él varias veces de las intrigas de los herejes, le expuse los peligros de la situación, pero sólo me escuchaba distraídamente, aburrido. Al ver que no se decidía a actuar, reuní a los comandantes de la milicia, así como a algunos funcionarios en cuya lealtad confío y les pedí que vigilaran las reuniones de los ismaelíes. Tres hombres de confianza se relevaban para seguir al estudiante de la cicatriz, ya que mi objetivo era presentar al kan un informe detallado de sus actividades con el fin de abrirle los ojos. Hasta el día en que mis hombres me informaron de que el jefe de los herejes había llegado a Samarcanda.