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Así que, en el mismo momento en que Hassan Sabbah acaba de conquistar ese inexpugnable santuario con el que ha soñado tanto tiempo, el hombre fuerte del Imperio sólo piensa ya en su lugar en la Historia. Prefiere las palabras verdaderas a las palabras que agradan y está dispuesto a desafiar al sultán hasta el final. Se diría incluso que desea una muerte espectacular, una muerte a su medida.

La obtendrá.

Cuando Malikxah recibe a la delegación que ha visitado a Nizam, no alcanza a creer lo que le cuentan.

– ¿Ha dicho realmente que era mi asociado, mi igual?

Al confirmárselo abrumados los emisarios, el sultán da rienda suelta a su furor. Habla de empalar a su tutor, de despedazarlo vivo, de crucificarlo sobre las almenas de la ciudadela. Luego corre a anunciar a Terken Jatún que al fin ha decidido destituir a Nizam el-Molk de todas sus funciones y que desea su muerte. Queda por saber de qué manera se hará la ejecución sin que provoque una reacción en el seno de los numerosos regimientos que le son aún fieles. Pero Terken y Yahán ya han pensado en ello: puesto que Hassan desea igualmente la muerte de Nizam ¿por qué no facilitarle la tarea a la vez que se deja a Malikxah fuera de toda sospecha?

Se envía, pues, a Alamut un cuerpo de ejército bajo el mando de un fiel del sultán. En apariencia el objetivo es sitiar la fortaleza de los ismaelíes; en realidad se trata de una tapadera para negociar sin despertar sospechas. El desarrollo de los acontecimientos se ultima hasta en los menores detalles: el sultán atraerá a Nizam a Nihavend, una ciudad situada a igual distancia de Ispahán que de Alamut. Allí los asesinos se harán cargo de él.

Los textos de la época relatan que Hassan Sabbah reunió a sus hombres y les dirigió las siguientes palabras: «¿Quién de vosotros librará al país del malhechor Nizam el-Molk?», que un hombre llamado Arrani se puso la mano en el pecho en señal de aceptación, que el señor de Alamut le encargó esa misión y añadió: «La muerte de ese demonio es el comienzo de la felicidad.»

Durante ese tiempo, Nizam está encerrado en su casa. Aquellos que frecuentaban su divan lo han abandonado al enterarse de su desgracia, sólo Jayyám y los oficiales de la guardia nizamiyya lo visitan. Pasa la mayor parte del tiempo escribiendo. Escribe con frenesí y a veces le pide a Jayyám que se lo relea.

Éste, al recorrer el texto, esboza aquí y allá una sonrisa divertida, una mueca. Como tantos otros grandes hombres, Nizam, en el ocaso de su vida, no puede por menos de disparar flechas, de arreglar cuentas. Con Terken Jatún, por ejemplo. El capítulo 43 se titula «Mujeres que viven detrás de las colgaduras». «En una época remota», escribe Nizam, «la esposa de un rey adquirió sobre él un gran ascendiente que sólo causó discordia y confusión. No diré más sobre ello porque todos podemos observar hechos semejantes en otras épocas.» Y añade: «Para que una empresa tenga éxito, hay que hacer lo contrario de lo que digan las mujeres.»

Los seis capítulos siguientes están dedicados a los ismaelíes, y terminan así: «He hablado de esta secta para que se esté sobre aviso… se recordarán mis palabras cuando esos impíos hayan precipitado a la nada a las personas que el sultán estima, así como a los notables del Estado, cuando los tambores resuenen por todas partes y se descubran sus intenciones. En medio del tumulto que se producirá, que sepa el príncipe que todo lo que he dicho es verdad. ¡Quiera el Altísimo preservar a nuestro señor y al Imperio del maleficio!»

Él día en que un mensajero vino a verle y a invitarle de parte del sultán a reunirse con él para viajar a Bagdad, el visir no duda un instante de lo que le espera y llama a Jayyám para despedirse de él.

– En tu estado -le dice este último- no deberías recorrer semejantes distancias.

– En mi estado, nada importa ya, y no es el viaje lo que me va a matar.

Omar no sabe qué decir. Nizam lo abraza y se despide de él amistosamente antes de ir a inclinarse ante aquel que lo ha condenado. Suprema elegancia, suprema inconsciencia, suprema perversidad; el sultán y el visir juegan uno y otro con la muerte.

Cuando están en camino hacia el lugar del suplicio, Malikxah interroga a su «padre»:

– ¿Cuánto tiempo crees que vivirás aún?

Nizam responde, sin la sombra de una duda:

– Mucho tiempo, muchísimo tiempo.

El sultán está desconcertado:

– Que te muestres arrogante conmigo, pase, ¡pero con Dios! ¿Cómo puedes afirmar semejante cosa? Di mejor ¡que se haga Su Voluntad, Él es el señor de la vida!

– Si he respondido así es porque anoche tuve un sueño. Vi a nuestro Profeta, ¡recémosle!, le pregunté cuándo moriría y obtuve una respuesta reconfortante.

Malikxah se impacienta:

– ¿Qué respuesta?

– El Profeta me dijo: «Tú eres un pilar del Islam, haces el bien a los que te rodean, tu existencia es valiosa para los creyentes, por lo tanto te concedo el privilegio de escoger el momento de tu muerte.» Yo respondí: «¡Dios me guarde de ello! ¿Qué hombre podría escoger semejante día? Siempre se quiere más, e incluso aunque fijara la fecha más alejada posible, viviría con la obsesión de que se acerca y la víspera de ese día, ya sea dentro de un mes o dentro de cien años, temblaría de miedo. No quiero escoger la fecha. El único favor que te pido, amado Profeta, es no sobrevivir a mi señor el sultán Malikxah. Le he visto crecer, le he oído llamarme “padre” y no quisiera sufrir la humillación y la pena de verle muerto.» «Concedido», me dijo el Profeta, «morirás cuarenta días antes que el sultán.»

Malikxah tiene el rostro lívido, tiembla. Casi se traiciona. Nizam sonríe:

– Ya lo ves, no demuestro ninguna arrogancia. Hoy estoy seguro de que viviré mucho tiempo.

En ese instante ¿tuvo el sultán la tentación de renunciar a matar a su visir? Hubiera estado muy inspirado, ya que, efectivamente, aunque el sueño sólo era una parábola, Nizam había tomado temibles disposiciones. La víspera de su partida, los oficiales de su guardia reunidos junto a él habían jurado uno tras otro con la mano sobre el Libro que si le asesinaban ninguno de sus enemigos le sobreviviría.

XIX

En la época en que el imperio selyuquí era el más fuerte del universo, una mujer osó tomar el poder entre sus débiles manos. Sentada detrás de su colgadura, desplazaba los ejércitos de una frontera a otra de Asia, nombraba a los reyes y a los visires, a los gobernadores y a los cadíes, dictaba cartas al califa y enviaba emisarios ante el señor de Alamut. A los emires que refunfuñaban al oírla dar órdenes a las tropas, les respondía: «Entre nosotros, los hombres van a la guerra, pero las mujeres les dicen contra quién luchar.»

En el harén del sultán la llaman «la China». Nació en Samarcanda, de una familia originaria de Kaxgar y, como su hermano mayor Nasr Kan, su rostro no revela ninguna mezcla de sangre, ni los rasgos semitas de los árabes, ni los rasgos arios de los persas.

Es, con mucho, la más antigua de las mujeres de Malikxah, que la desposó con sólo nueve años. Ella tenía once. Pacientemente, esperó a que él madurara. Acarició el primer vello de su barba, sorprendió el primer sobresalto de deseo en su cuerpo, vio cómo sus miembros se estiraban y sus músculos se henchían, majestuoso engreído a quien no tardó en dominar. Nunca dejó de ser la favorita; fue adulada, cortejada, reverenciada, y sobre todo, escuchada. Y obedecida. Al final del día, al regreso de una cacería de leones, de un torneo, de una refriega sangrienta, de una tumultuosa asamblea de emires, o peor aún, de una penosa sesión de trabajo con Nizam, Malikxah encuentra la paz en los brazos de Terken. Aparta la seda liviana que la cubre y se aprieta contra su piel, retoza, ruge, cuenta sus hazañas y sus hastíos. La China arropa al animal salvaje excitado, lo mima, lo recibe como a un héroe en los pliegues de su cuerpo, lo retiene durante largo rato, lo estrecha contra ella y sólo lo suelta para atraerlo de nuevo; él se desploma, conquistador sin aliento, jadeante, sometido, hechizado; ella sabe llevarle hasta el límite del placer.

Luego, suavemente, sus dedos menudos comienzan a dibujar sus cejas, sus párpados, sus labios, los lóbulos de sus orejas, las líneas de su cuello sudoroso; la fiera se derrumba, ronronea, se adormece como un felino ahíto. Las palabras de Terken fluyen entonces hacia lo más profundo de su alma. Le habla de él, de ella, de sus hijos, le cuenta anécdotas, le cita poemas, le susurra parábolas ricas en enseñanzas; ni un instante se aburre él entre sus brazos y se promete permanecer junto a ella todas las noches. A su manera tosca, brutal, infantil, animal, la ama y la amará hasta el último aliento. Ella sabe que él no puede negarle nada; es ella quien designa sus conquistas del momento, amantes y provincias. En todo el Imperio no tiene más rival que Nizam, y en ese año de 1092 está camino de vencerlo.

¿Es una mujer colmada, la China? ¿Cómo podría serlo? Cuando está sola o con Yahán, su confidente, llora lágrimas de madre, lágrimas de sultana, maldice al injusto destino y nadie piensa en reprochárselo. Malikxah había escogido al mayor de sus hijos como heredero y lo llevaba en todos los viajes, a todas las ceremonias, le enseñaba una a una sus provincias, le hablaba del día en que le sucedería: «¡Jamás ningún sultán ha legado un imperio mayor a su hijo!», le decía. Sí, en ese tiempo Terken se sentía colmada, ningún dolor deformaba su sonrisa.