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El entrenamiento del fiday es una tarea delicada a la que Hassan se consagra con pasión y refinamiento: aprender a ocultar el puñal, a sacarlo con un ademán furtivo, a plantarlo de un golpe seco en el corazón de la víctima, o en el cuello si el pecho está protegido por una cota de mallas; familiarizarse con las palomas mensajeras, memorizar los alfabetos codificados, instrumentos de comunicación rápida y discreta con Alamut; aprender a veces un dialecto, un acento regional; saber infiltrarse en un medio extranjero, hostil, mezclarse con él durante semanas, meses, aplacar todas las desconfianzas esperando el momento propicio para la ejecución; saber seguir a la presa como un cazador, estudiar con precisión su forma de andar, su ropa, sus costumbres, sus horas de salida; a veces, cuando se trata de un personaje excepcionalmente bien protegido, encontrar el medio de ser contratado dentro de su círculo, acercársele, trabar amistad con algunos de sus parientes. Se cuenta que para ejecutar a una de sus víctimas, dos fiday tuvieron que vivir dos meses en un convento cristiano haciéndose pasar por monjes. ¡Notable capacidad de camaleón que, lógicamente, no puede acompañarse de ningún consumo de haxix! Lo más importante de todo es que el adepto debe adquirir la fe necesaria para afrontar la muerte, la fe en un paraíso que el martirio le hace merecer en el instante mismo en que la multitud enfurecida le quita la vida.

Nadie podría discutirlo; Hassan Sabbah ha conseguido construir la máquina de matar más temible de la Historia. Sin embargo, frente a ella se ha erguido otra en ese sangriento fin de siglo y es la Nizamiyya, que por fidelidad al visir asesinado va a sembrar la muerte con métodos diferentes, quizá más insidiosos, ciertamente menos espectaculares, pero cuyos efectos no serán menos devastadores.

XX

Mientras la multitud se ensañaba con los restos del Asesino, cinco oficiales se reunieron llorando en torno al cadáver aún caliente de Nizam; cinco manos derechas se tendieron, cinco bocas repitieron al unísono: «¡Duerme en paz, señor, ninguno de tus enemigos te sobrevivirá!»

¿Por quién empezar? Larga es la lista de los proscritos, pero las consignas de Nizam son claras. Los cinco hombres apenas necesitan consultarse. Murmuran un nombre. Sus manos se extienden de nuevo y luego hincan la rodilla en tierra. Juntos levantan el cuerpo enflaquecido por la enfermedad, que la muerte ha vuelto pesado, y lo llevan en procesión hasta sus cuarteles. Las mujeres ya están reunidas para gemir y la vista del cadáver reaviva sus lamentos. Uno de los oficiales se irrita: «¡No lloréis hasta que no haya sido vengado!» Aterrorizadas, las plañideras se interrumpen y todas miran al hombre que se aleja. Luego reanudan sus ruidosas lamentaciones,

Llega el sultán. Estaba con Terken cuando oyó los primeros gritos. Un eunuco enviado a buscar noticias volvió temblando: «¡Es Nizam el-Molk, señor! ¡Un asesino ha saltado sobre él! ¡Te ha entregado lo que le quedaba de vida!» El sultán y la sultana intercambiaron una mirada y luego Malikxah se levantó. Se puso un largo abrigo de caracul, se dio unos golpecitos en la cara ante el espejo de su esposa y acudió ante el difunto fingiendo sorpresa y la mayor aflicción.

Las mujeres se separan para dejar que se acerque al cuerpo de su ata. Se inclina y pronuncia una oración, algunas fórmulas de circunstancias, antes de volver junto a Terken para celebrar discretamente el acontecimiento.

Curioso comportamiento el de Malikxah. Se habría podido pensar que aprovecharía la desaparición de su tutor para al fin tomar entre sus propias manos los asuntos del Imperio. Nada de eso. Demasiado contento de haberse librado al fin del que frenaba sus pasiones, el sultán retoza; no hay otra palabra. Se anula de oficio toda reunión de trabajo, así como cualquier recepción de embajador; los días están dedicados al polo y a la caza y las veladas a las borracheras.

Más grave aún: después de su llegada a Bagdad envía este mensaje al califa: «Tengo la intención de hacer de esta ciudad mi capital de invierno; el Príncipe de los Creyentes tiene que desalojarla lo antes posible y buscarse otra residencia.» El sucesor del Profeta, cuyos antepasados han vivido en Bagdad desde hace tres siglos y medio, pide un mes de plazo para poner orden en sus asuntos.

Terken se inquieta por esa frivolidad, poco digna de un soberano de treinta y siete años, dueño de la mitad del mundo, pero su Malikxah es lo que es y, por lo tanto, lo deja divertirse y aprovecha la ocasión para afirmar su propia autoridad. Es a ella a quien recurren los emires y dignatarios, son sus hombres de confianza los que reemplazan a los fieles de Nizam. El sultán da su aprobación entre dos paseos y dos borracheras.

El 18 de noviembre de 1092, Malikxah se encuentra al norte de Bagdad cazando el onagro, en una zona boscosa y cenagosa. De sus últimas doce flechas, sólo una ha fallado el blanco; sus compañeros lo cubren de alabanzas, ninguno de ellos soñaría con igualar sus proezas. La caminata le ha abierto el apetito y lo expresa con reniegos. Los esclavos se apresuran a complacerle. Son aproximadamente doce para descuartizar, destripar y ensartar a los animales salvajes que pronto se están asando en un calvero. El anca más gorda es para el soberano, que la coge, la despedaza y la saborea con mucho apetito, acompañándola con un licor fermentado. De vez en cuando mordisquea frutos encurtidos, su plato preferido, del que su cocinero transporta por todas partes unas inmensas vasijas de barro para estar seguro de que no falte jamás.

De pronto, sobrevienen los cólicos desgarradores. Malikxah aúlla de dolor, sus compañeros tiemblan. Con nerviosismo tira su copa y escupe lo que tiene en la boca. Está doblado en dos, su cuerpo se vacía, delira, se desmaya. A su alrededor, decenas de cortesanos, de soldados y de sirvientes tiemblan y se observan con desconfianza. No se sabrá jamás qué mano ha deslizado el veneno en el licor. A menos que fuera en el vinagre. ¿O en la carne de la caza? Pero todos echan la cuenta: han transcurrido treinta y cinco días desde la muerte de Nizam. Este había dicho «menos de cuarenta». Sus vengadores han cumplido el plazo.

Terken Jatún está en el campamento real, a una hora del lugar del drama. Le llevan al sultán exánime, pero aún vivo. Se apresura a alejar a todos los curiosos y sólo conserva a su lado a Yahán y a dos o tres fieles más, así como a un médico de la corte que sostiene la mano de Malikxah.

– ¿El señor podrá recuperarse? -interroga la China.

– El pulso se debilita. Dios ha soplado la vela que tiembla antes de apagarse. No tenemos otro recurso que la oración.

– Si esa es la voluntad del Altísimo, escuchad bien lo que voy a decir.

No es el tono de una futura viuda, sino el de una señora del Imperio.

– Nadie fuera de esta tienda debe saber que el sultán no está ya entre nosotros. Contentaos con decir que se restablece lentamente, que necesita descanso y que nadie puede verlo.

Fugaz y sangrienta epopeya la de Terken Jatún. Aun antes de que el corazón de Malikxah cesara de latir, exige de su puñado de fieles que juren lealtad al sultán Mahmud de cuatro años y algunos meses de edad. Luego envía un mensajero al califa anunciándole la muerte de su esposo y pidiéndole que confirme la sucesión para su hijo; a cambio, no se volverá a hablar de inquietar al Príncipe de los Creyentes en su capital y su nombre será glorificado en los sermones de todas las mezquitas del Imperio.

Cuando la corte del sultán reanuda su camino hacia Ispahán, Malikxah ha muerto hace ya algunos días, pero la China continúa ocultando la noticia a las tropas. Colocan el cadáver en un gran carro cubierto con una tienda, pero ese tejemaneje no puede eternizarse; un cuerpo que no ha sido embalsamado no puede permanecer entre los vivos sin que la descomposición traicione su presencia. Terken opta por deshacerse de él y es así como Malikxah, «el sultán venerado, el gran Shahimshah, el rey de Oriente y de Occidente, el pilar del Islam y de los musulmanes, el orgullo del mundo y de la religión, el padre de las conquistas, el firme sostén del califa de Dios» es enterrado por la noche, precipitadamente, al borde de un camino, en un lugar que nadie ha podido volver a encontrar. Jamás, dicen los cronistas, se había oído decir que un soberano tan poderoso hubiese muerto así, sin que nadie orara ni llorara sobre su cuerpo.

La noticia de la desaparición del sultán termina por propalarse, pero Terken se justifica fácilmente: su primera preocupación ha sido ocultar la noticia al enemigo en un momento en que el ejército y la corte se encontraban lejos de la capital. En realidad, la China ha ganado el tiempo que necesitaba para instalar a su hijo en el trono y tomar ella las riendas del poder.

Las crónicas de la época no se equivocan al respecto. Desde ese momento, al hablar de las tropas imperiales dicen «los ejércitos de Terken Jatún». Al hablar de Ispahán precisan que es la capital de la Jatún. En cuanto al nombre del sultán-niño, será casi olvidado; sólo se le recordará como «el hijo de la China».