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Para las provisiones, el Gran Maestro acondiciona unos pozos donde entroja aceite, vinagre y miel; igualmente acumula cebada, grasa de cordero y frutos secos en cantidades considerables, suficiente para aguantar un cerco total durante casi un año, lo que en esa época excedía con mucho las capacidades de resistencia de los sitiadores, particularmente en una zona donde el invierno es crudo.

Hassan dispone, pues, de un escudo sin fallo; posee, por decirlo así, el arma defensiva absoluta. Con sus fieles asesinos tiene, igualmente, el arma ofensiva absoluta. En efecto ¿cómo precaverse contra un hombre decidido a morir? Toda protección se funda en la disuasión; ya se sabe que los personajes importantes se rodean de una guardia de aspecto aterrador que hace temer una muerte inevitable a cualquier eventual agresor. Pero ¿y si el agresor no teme morir? ¿Y si está persuadido de que el martirio es un atajo para llegar al paraíso? ¿Y si tiene constantemente en la mente las palabras del Predicador: «No estáis hechos para este mundo sino para el otro. ¿Tendría miedo un pez si se le amenazara con tirarlo al mar?» ¿Y si, además, el asesino consigue infiltrarse en el círculo de su víctima? Entonces no se puede hacer nada para detenerlo. «Yo soy menos poderoso que el sultán, pero puedo perjudicarte mucho más que lo que él pueda hacerlo», había escrito Hassan un día a un gobernador de provincia.

Así, después de forjarse los instrumentos de guerra más perfectos que puedan imaginarse, Hassan Sabbah se instaló en su fortaleza y ya no la abandonó jamás; sus biógrafos dicen incluso que en los treinta últimos años de su vida sólo salió dos veces de su casa, y las dos veces ¡para subir al tejado! Allí estaba, de la mañana a la noche, sentado con las piernas cruzadas, sobre una estera que su mismo cuerpo había raído, pero que nunca quiso cambiar o reparar. Enseñaba, escribía y lanzaba a sus asesinos al acoso de sus enemigos. Y cinco veces al día rezaba, sobre la misma estera, con sus visitantes del momento.

Para aquellos que nunca han tenido la ocasión de visitar las ruinas de Alamut, no es, sin duda, inútil precisar que ese lugar no habría adquirido tanta importancia en la Historia si hubiera tenido como única ventaja su difícil acceso y sí no hubiera habido en la cima del pico rocoso una planicie lo bastante amplia como para contener una ciudad o por lo menos un pueblo grande. En los tiempos de los Asesinos se accedía a ella por un estrecho túnel al este que desembocaba en la fortaleza baja; callejuelas que se entrecruzaban, casitas de tierra al amparo de las murallas; atravesando la meydán, la plaza mayor, única área de reunión para toda la comunidad, se llegaba a la fortaleza alta. Ésta tenía la forma de una botella tumbada, ancha al este y el cuello dirigido hacia el oeste. El gollete era un pasillo estrechamente vigilado. La casa de Hassan estaba al final. Su única ventana daba a un precipicio. Fortaleza dentro de la fortaleza.

Por los espectaculares crímenes que ordenó, por las leyendas que se tejieron en torno a él, a su secta y a su castillo, el Gran Maestro de los Asesinos aterrorizó durante mucho tiempo al Oriente y al Occidente. En todas las ciudades musulmanas cayeron altos dignatarios; los cruzados tuvieron que deplorar dos o tres víctimas eminentes. Pero se olvida con demasiada frecuencia que fue en Alamut principalmente donde reinó el terror.

¿Qué reinado es peor que el de la virtud militante? El Predicador supremo quiso reglamentar cada instante de la vida de sus adeptos. Desterró todos los instrumentos de música; si descubría la más pequeña flauta, la rompía en público y la tiraba al fuego; al culpable se le cargaba de cadenas y se le apaleaba antes de expulsarlo de la comunidad. El consumo de bebidas alcohólicas estaba aún más severamente castigado. El propio hijo de Hassan, sorprendido una noche por su padre en estado de embriaguez, fue condenado a muerte inmediatamente; a pesar de las súplicas de su madre, fue decapitado al alba del día siguiente. Para dar ejemplo. Nadie se atrevió nunca más a beber un trago de vino.

La justicia de Alamut era, cuando menos, expeditiva. Se cuenta que un día se cometió un crimen en el recinto de la fortaleza. Un testigo acusó al segundo hijo de Hassan. Sin tratar de verificar los hechos, éste mandó que le cortaran la cabeza a su último hijo varón. Algunos días más tarde, el verdadero culpable confesaba y a su vez fue decapitado.

Los biógrafos del Gran Maestro mencionan la matanza de sus hijos para ilustrar su rigor y su imparcialidad y precisan que la comunidad de Alamut se convirtió, gracias a esos ejemplares castigos, en un remanso de virtud y moralidad, lo que se cree con facilidad; sin embargo, se sabe por diversas fuentes que al día siguiente de esas ejecuciones, la única mujer de Hassan, así como sus hijas, se sublevaron contra su autoridad, que él ordenó que las expulsaron de Alamut y recomendó a sus sucesores que actuaran del mismo modo en el futuro para evitar que femeninas influencias alteraran su recto juicio.

Separarse del mundo, hacer el vacío alrededor de su persona, rodearse de murallas de piedra y de miedo, tal parece haber sido el sueño insensato de Hassan Sabbah.

Pero ese vacío comienza a asfixiarlo. Los reyes más poderosos tienen locos o alegres compañeros para aliviar el irrespirable rigor que los envuelve. El hombre de los ojos desorbitados está irremediablemente solo, amurallado en su fortaleza, recluido en su casa, encerrado en sí mismo. Nadie a quien hablar, sólo dóciles súbditos, servidores mudos, adeptos magnetizados.

De todos los seres que ha conocido, sólo hay uno con el que sabe que podría hablar aún, si no de amigo a amigo, de hombre a hombre. Y es Jayyám. Por lo tanto le escribe. Una carta en la que la desesperación se disimula bajo una espesa capa de orgullo: «En vez de vivir como un fugitivo, ¿por qué no vienes a Alamut? Como tú, yo fui perseguido; ahora soy yo quien persigue. Aquí serás protegido, servido y respetado, y ningún emir de la tierra podrá tocar ni un cabello de tu cabeza. He formado una inmensa biblioteca donde encontrarás las obras más excepcionales y podrás leer y escribir a tu placer. En este lugar alcanzarás la paz.»

XXIII

Efectivamente, desde que abandonó Ispahán, Omar lleva una existencia de fugitivo y de paria. Cuando acude a Bagdad, el califa le prohíbe hablar en público o recibir a los numerosos admiradores que se aglomeran ante su puerta. Cuando visita La Meca, sus detractores se ríen sarcásticamente al unísono: «¡Peregrinación de conveniencia!» Cuando al regreso pasa por Basora, el hijo del cadí de la ciudad acude a rogarle lo más cortésmente del mundo que acorte su estancia.

Su destino es, pues, de lo más desconcertante. Nadie le discute su talento y su erudición; allí donde va, verdaderas multitudes de letrados se reúnen a su alrededor y le interrogan sobre astrología, álgebra, medicina e incluso sobre cuestiones religiosas. Se le escucha con recogimiento. Pero indefectiblemente, algunos días o algunas semanas después de su llegada se organiza una camarilla que propaga toda clase de calumnias acerca de él. Se le tacha de impío o de hereje, se recuerda su amistad con Hassan Sabbah, se repiten las acusaciones de alquimista proferidas en Samarcanda, se le envían detractores llenos de celo que perturban sus charlas, se amenaza con represalias a aquellos que osan alojarlo. Generalmente, Omar no insiste. Cuando siente que la atmósfera se enrarece, simula una dolencia para no aparecer más en público y no tarda en partir hacia una nueva etapa que será igualmente breve, igualmente arriesgada.

Venerado y maldito, sin otro compañero que Vartan, está constantemente a la búsqueda de un techo, de un protector y de un mecenas. Puesto que desde la muerte de Nizam no se le paga la generosa pensión que este último le había asignado, se ve obligado a visitar a los príncipes y gobernadores y preparar sus horóscopos mensuales. Pero aunque a menudo pasa estrecheces, sabe hacerse pagar sin bajar la cabeza.

Se cuenta que un visir, sorprendido de oír a Omar exigir una suma de cinco mil dinares de oro, le había lanzado:

– ¿Sabes que a mí no me pagan tanto?

– Es lógico -respondió Jayyám.

– ¿Y por qué?

– Porque sabios como yo sólo hay un puñado cada siglo, mientras que visires como tú se podrían nombrar quinientos cada año.

Los cronistas afirman que el personaje supo reírse a carcajadas y luego satisfizo todas las exigencias de Jayyám, reconociendo civilizadamente la exactitud de tan orgullosa ecuación.

«Ningún sultán es más feliz que yo, ningún mendigo está más triste», escribe Omar en esa época.

Los años pasan y lo volvemos a encontrar en 1114 en la ciudad de Merv, antigua capital de Jorasán, que sigue siendo famosa por sus telas de seda y sus diez bibliotecas, pero que desde hace algún tiempo se ha visto privada de todo cometido político. Para volver a dar esplendor a su deslustrada corte, el soberano local trata de atraer a las celebridades del momento. Sabe cómo seducir al gran Jayyám: proponiéndole construir un observatorio semejante en todo al de Ispahán. A los sesenta y seis años Omar sólo sueña aún con ello; acepta con un entusiasmo de adolescente y se consagra al proyecto. Pronto se alza el edificio sobre una colina, en el barrio de Bab Senyán, en medio de un jardín de junquillos y moreras blancas.

Durante dos años, Omar es feliz y trabaja con empeño; nos dicen que efectúa experiencias sorprendentes en la previsión meteorológica, ya que su conocimiento del cielo le permite describir con exactitud los cambios de clima para cinco días sucesivos. Igualmente, desarrolla sus avanzadas teorías en matemáticas; habrá que esperar al siglo XIX para que los investigadores europeos reconozcan en él a un genial precursor de la geometría no euclidiana. También escribe ruba'iyyat, parece ser que estimulado por la excepcional calidad de los viñedos de Merv.