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– A decir verdad, no. Pero tenía a menudo ganas de escribir y él terminó por reparar en el manuscrito. Por lo tanto preferí enseñárselo yo mismo, puesto que de todas formas él podía leerlo a mis espaldas. Y además le creía capaz de guardar un secreto.

– Sabe muy bien guardar un secreto, pero para utilizarlo mejor contra ti.

Desde ese momento, el manuscrito pasaría las noches en la habitación de Vartan. Al menor ruido, el antiguo oficial ya está de pie, empuñando la espada y aguzando el oído; inspecciona cada habitación de la casa y luego sale a hacer una ronda por el jardín. A su regreso, no siempre consigue conciliar el sueño de nuevo y entonces enciende una lámpara sobre su mesa, lee una cuarteta que memoriza y luego, incansablemente, la repite en su cabeza para captar su más profundo significado y para tratar de adivinar en qué circunstancia pudo escribirla su maestro.

A lo largo de unas cuantas noches inquietas, una idea toma forma en su mente, que Omar acoge complacido inmediatamente: redactar, en el margen dejado por las ruba'iyyat, la historia del manuscrito e indirectamente la del propio Jayyám, su infancia en Nisapur, su juventud en Samarcanda, su fama en Ispahán, sus encuentros con Abu Taher, Yahán, Hassan, Nizam y muchos otros más. Es, pues, bajo la supervisión de Jayyám, a veces incluso dictadas por él, como se escriben las primeras páginas de la crónica. Vartan se consagra a ello y comienza diez, quince veces cada frase en un borrador antes de transcribirla con una caligrafía angulosa, fina, laboriosa, que un día se interrumpe brutalmente en mitad de una frase.

Omar se despierta pronto esa mañana. Llama a Vartan, que no responde. Una noche más que ha pasado escribiendo, se dice Jayyárri paternal. Le deja descansar, se sirve la copa de la mañana, primero el fondo que se bebe de un trago y luego la copa llena que se lleva con él al jardín para dar un paseo. Se da una vuelta, se divierte soplando el rocío depositado en las flores y luego se va a coger moras blancas y jugosas que se pone sobre la lengua y revienta contra su paladar con cada trago de vino.

De suerte que cuando se decide a entrar de nuevo en la casa ha transcurrido más de una hora. Es el momento de que Vartan se levante. No lo llama, entra directamente en su habitación y se lo encuentra tendido en el suelo con la garganta negra de sangre y la boca y los ojos abiertos y petrificados como en una última y ahogada llamada.

Y sobre su mesa, entre la lámpara y la escribanía, el puñal del crimen clavado en una hoja abarquillada cuyos bordes Omar separa para leer: «Tu manuscrito te ha precedido en el camino de Alamut.»

XXIV

Omar Jayyám llora a su discípulo como había llorado a otros amigos, con la misma dignidad, la misma resignación, la misma púdica aflicción. «Habíamos bebido el mismo vino, pero ellos se embriagaron dos o tres rondas antes que yo.» Sin embargo, ¿por qué negarlo? Fue la pérdida de su manuscrito lo que más le afectó durante largo tiempo. Ciertamente, hubiera podido reconstituirlo; habría recordado hasta el menor acento. Aparentemente no quiso hacerlo; en todo caso no queda ni el menor rastro de esa transcripción. Parece como si Jayyám hubiera aprendido una sabia lección del robo de su manuscrito: nunca más trataría de influir en el futuro, ni en el suyo ni en el de sus poemas.

Pronto abandona Merv. No por Alamut -¡ni una sola vez se le ocurre ir allí!- sino por su ciudad natal. «Ya es hora, se dijo, de que ponga fin a mi vagabundeo. Nisapur fue mi primera escala en la vida, ¿no está en el orden de las cosas que sea también la última?» Será ahí donde viva de ahora en adelante, rodeado de algunos parientes, una hermana más joven que él, un cuñado solícito, sobrinos y sobre todo una sobrina que tendrá lo mejor de su ternura otoñal. Rodeado también de sus libros. Ya no escribe, pero relee incansablemente las obras de sus maestros.

Un día que está sentado en su habitación, como de costumbre, con el «Libro de la Curación» de Avicena sobre sus rodillas abierto por el capítulo titulado «El Uno y el Múltiple», Omar siente que le envuelve un dolor sordo. Coloca entre las hojas, para marcar la página, el mondadientes de oro que tiene en la mano, cierra el libro y llama a los suyos para dictarles su testamento. Luego pronuncia una oración que se termina con estas palabras: «Dios mío, Tú sabes que he tratado de percibirte todo lo que he podido. ¡Perdóname si mi conocimiento de Ti ha sido mi único camino hacia Ti!»

Ya no abrió más los ojos. Era el 4 de diciembre de 1131 y Omar Jayyám tenía ochenta y cuatro años. Había nacido el 18 de junio de 1048 al amanecer. Que se conozca con semejante precisión la fecha de nacimiento de un personaje de esa época remota es totalmente excepcional. Pero Jayyám, en esa materia, manifestaba las preocupaciones de un astrólogo. Probablemente había interrogado a su madre para conocer su ascendente, Géminis, y para determinar el emplazamiento del Sol, de Mercurio y de Júpiter a la hora de su venida al mundo. De este modelo había trazado su carta astral, que se había ocupado de comunicar al cronista Beihaki.

Otro de sus contemporáneos, el escritor Nizami Aruzi, cuenta: «Conocí a Omar Jayyám veinte años antes de su muerte, en la ciudad de Ba1j. Se alojaba en casa de un notable en la calle de los Mercaderes de Esclavos y, dado su renombre, le seguía como su sombra para recoger cada una de sus palabras. Fue así como le oí decir: Mi tumba estará en un lugar donde cada primavera el viento del norte esparza flores. En ese momento sus palabras me parecieron absurdas. Sin embargo, yo sabía que un hombre como él no podía hablar injustifícadamente.»

El testimonio prosigue: «Pasé por Nisapur cuatro años después de la muerte de Jayyám. Como sentía hacia él la veneración que se debe a un maestro de la ciencia, acudí en peregrinación a su última morada. Un guía me condujo al cementerio. Torciendo a la izquierda después de la entrada, vi la tumba adosada a la tapia del jardín. Las ramas de los perales y melocotoneros se extendían sobre la sepultura y esparcían sus flores de tal manera que estaba oculta bajo una alfombra de pétalos.»

Gota de agua que cae y se pierde en el mar,

mota de polvo que se mezcla con la tierra,

¿Qué significa nuestro paso por este mundo?

Un vil insecto aparece y luego desaparece.

Omar Jayyám está equivocado, ya que su existencia, lejos de ser tan pasajera como él dice, no ha hecho sino comenzar. Al menos la de sus cuartetas. Ahora bien, ¿no sería para ellas para las que el poeta deseaba la inmortalidad que no osaba esperar para sí mismo?

Aquellos que en Alamut tenían el aterrador privilegio de acudir ante Hassan Sabbah no dejaban de advertir, en un nicho excavado en la pared y protegido por una fuerte reja, la silueta de un libro. Nadie sabía lo que era ni se atrevía a interrogar al Predicador supremo; se suponía que tenía sus razones para no depositarlo en la gran biblioteca donde sin embargo se encontraban obras que encerraban las más inefables verdades.

Cuando Hassan murió, con cerca de ochenta años, el lugarteniente que él había designado para sucederle no se atrevió a instalarse en el antro del maestro y aún menos a abrir la misteriosa reja. Mucho tiempo después de la desaparición del fundador, los habitantes de Alamut se quedaban aterrados sólo con ver las paredes que lo habían albergado y evitaban aventurarse por ese barrio, desde entonces deshabitado por miedo a encontrarse con su sombra. La vida de la Orden estaba aún sometida a las reglas que Hassan había dictado; la más severa ascesis era el sino permanente de los miembros de la comunidad. Ningún descarrío, ningún placer; y frente al mundo exterior, más violencia, más asesinatos que nunca, aunque sólo fuera para demostrar que la muerte del jefe no había debilitado en nada la resolución de sus adeptos.

¿Aceptaban éstos de buen grado esa severidad? Cada vez menos. Se oían algunas críticas, no tanto entre los ancianos que se habían instalado en Alamut en vida de Hassan; éstos vivían aún con el recuerdo de las persecuciones que tuvieron que sufrir en sus regiones de origen y temían que la menor relajación les hiciera más vulnerables. Sin embargo, esos hombres cada día eran menos numerosos; la fortaleza estaba ya habitada por sus hijos y nietos. Es cierto que a todos, desde la cuna, se les había prodigado el más riguroso adoctrinamiento que los obligaba a aprender y respetar las penosas directrices de Hassan como si fueran la palabra revelada. Pero la mayoría de ellos eran cada vez más refractarios; la vida recobraba sus derechos.

Algunos se atrevieron un día a preguntar por qué se les forzaba a pasar toda su juventud en esa especie de convento-cuartel donde se prohibía cualquier alegría. La represión se abatió sobre ellos con tanta dureza que desde entonces se abstuvieron de emitir la menor opinión discrepante. En público, se entiende, porque en el secreto de las casas comenzaron a organizarse reuniones. Los jóvenes conjurados estaban alentados por todas esas mujeres que habían visto partir a un hijo, un hermano o un marido para una misión secreta de la que no volvieron jamás.

Un hombre se convirtió en el portavoz de esa sorda, ahogada, reprimida aspiración; ningún otro habría podido permitírselo: era el nieto de aquel que Hassan había designado para sucederle; él mismo estaba llamado a convertirse, a la muerte de su padre, en el cuarto Gran Maestro de la Orden.

Tenía una apreciable ventaja sobre sus predecesores: nacido poco después de la muerte del fundador, no había tenido que vivir bajo el terror de este último. Observaba su casa con curiosidad, por supuesto con cierto recelo, pero sin esa morbosa fascinación que paralizaba a todos los demás.