Sunní ferviente, Yuvayní se dijo que su primer deber era salvar del fuego la Palabra de Dios. Por lo tanto, se puso a recoger apresuradamente los ejemplares del Corán reconocibles por su gruesa encuadernación y agrupados en un mismo lugar. Había por lo menos veinte; los transportó en tres viajes hasta la carretilla, que casi se llenó. Y ahora ¿qué elegir? Al dirigirse hacia una de las paredes sobre la cual los volúmenes parecían mejor ordenados que en otras partes, descubrió las innumerables obras escritas por Hassan Sabbah durante sus treinta años de reclusión voluntaria. Decidió salvar sólo una, una autobiografía de la que citaría algunos fragmentos en su propia obra. Igualmente, encontró una crónica de Alamut, reciente y aparentemente bien documentada, que relataba detalladamente la historia del Redentor. Se apresuró a llevársela, ya que ese episodio era totalmente ignorado fuera de las comunidades ismaelíes.
¿Conocía el historiador la existencia del Manuscrito de Samarcanda? No parece que fuera así. ¿Lo habría buscado si hubiera oído hablar de él y al hojearlo lo habría salvado? Lo ignoramos. Lo que se cuenta es que se detuvo ante un conjunto de obras dedicadas a las ciencias ocultas y que se enfrascó en su lectura, olvidándose de la hora. El oficial mogol que fue a recordársela con algunas palabras tenía el cuerpo cubierto con una fuerte armadura con ribetes rojos y la cabeza protegida con un casco que se prolongaba hacia la nuca como si fuera una cabellera suelta. En la mano llevaba una tea. Para demostrar fehacientemente que tenía prisa, acercó el fuego a un montón de rollos polvorientos. El historiador no insistió, cogió con las manos y bajo las axilas todo lo que podía llevarse, sin intentar hacer la menor selección, y cuando el manuscrito titulado Secretos eternos de los astros y de los números se le escapó de las manos, no se inclinó para recogerlo.
Fue así como la biblioteca de los Asesinos ardió durante siete días y siete noches y como innumerables obras de las que no existe copia se perdieron. Se dice que contenían los secretos mejor guardados del Universo.
Durante largo tiempo se pensó que el Manuscrito de Samarcanda se había consumido, él también, en la hoguera de Alamut.
Libro tercero. EL FIN DEL MILENIO
¡Levántate, tenemos la eternidad para dormir!
Omar Jayyám
XXV
Hasta esta página he hablado poco de mí mismo, me interesaba exponer lo más fielmente posible lo que el Manuscrito de Samarcanda revela de Jayyám, de aquellos que conoció, de algunos acontecimientos que le tocó vivir. Queda por decir de qué manera esa obra, extraviada en el tiempo de los mogoles, reapareció en el corazón de nuestra época, en el transcurso de qué aventuras pude entrar en posesión de ella, y empecemos por ahí por qué cómica casualidad me enteré de su existencia.
Ya he mencionado mi nombre, Benjamin O. Lesage, A pesar de la consonancia francesa, herencia de un antepasado hugonote emigrado en el siglo de Luis XIV, soy ciudadano americano, natural de Annápolis, ciudad de Maryland, sobre la bahía de Chesapeake, modesto brazo del Atlántico. Sin embargo, mis relaciones con Francia no se limitan a esa lejana ascendencia; mi padre se esforzó por renovarlas. Siempre dio pruebas de una tranquila obsesión por sus orígenes; en su cuaderno de colegial había anotado: «¡Mi árbol genealógico sería, pues, derribado para construir una balsa de fugitivos!», y se había puesto a estudiar francés. Luego, solemne y emocionado, había cruzado el Atlántico en sentido inverso a las agujas del tiempo.
Su año de peregrinación fue demasiado mal o demasiado bien elegido. Salió de Nueva York el 9 de julio de 1870 a bordo del «Scotia», llegó a Cherburgo el 18 y a París el 19 por la noche. La guerra había sido declarada a mediodía.
Retirada, derrota, invasión, hambre, comuna, matanzas, jamás viviría mi padre un año más intenso, su más hermoso recuerdo. ¿Por qué negarlo? Hay un placer perverso en encontrarse en una ciudad sitiada, las barreras caen cuando se alzan las barricadas, hombres y mujeres vuelven a vivir las alegrías del clan primitivo. ¡Cuántas veces en Annápolis, en torno al inevitable pavo de las celebraciones, mi padre y mi madre evocaron con emoción el trozo de trompa de elefante que habían compartido la noche del Año Nuevo parisiense, comprado a cuarenta francos la libra en Roos, la carnicería inglesa del bulevar Haussmann!
Acababan de comprometerse y debían casarse un año más tarde. La guerra habla apadrinado su felicidad. «Desde mi llegada a París», recordaba mi padre, «tomé la costumbre de acudir por la mañana al Café Riche, en el bulevar Des Italiens. Me sentaba en una mesa con un montón de periódicos, Le Temps, Le Gaulois, Le Figaro, La Presse, y leía línea por línea, anotando discretamente en un cuadernillo las palabras que no lograba comprender, como “guëtre” o “moblot”*, para poder interrogar al erudito conserje a mi regreso al hotel.
* Guétre: polaina. Moblot: nombre que se les daba familiarmente a los soldados móviles de la Guardia Nacional. (N. de la T.)
»El tercer día, un hombre con bigote gris vino a sentarse en la mesa de al lado. Llevaba su propio montón de periódicos, que pronto dejó de lado para observarme; tenía una pregunta en la punta de la lengua y sin poder aguantarse me interpeló con voz ronca, sujetando con una mano la empuñadura de su bastón y tamborileando nervioso con la otra sobre el mármol mojado. Quería asegurarse de que ese hombre joven, aparentemente sano, tenía buenas razones para no encontrarse en el frente defendiendo a la patria. El tono era cortés, aunque no receloso y acompañado de miradas oblicuas en dirección al cuadernillo donde me había visto garabatear precipitadamente. No tuve necesidad de argumentar. Mi acento era mi elocuente defensa. El hombre se disculpó abiertamente, me invitó a su mesa, e invocó a La Fayette, Benjamin Franklin, Tocqueville y Pierre L'Enfant antes de explicarme con detalles lo que yo acababa de leer en la prensa, a saber: que esta guerra sólo sería para nuestras tropas un paseo hasta Berlín".»
Mi padre deseaba contradecirle. Aunque no sabía nada de la potencia comparada de los franceses y los prusianos, acababa de participar en la guerra de Secesión y lo habían herido en el asedio de Atlanta. «Yo podía dar testimonio de que ninguna guerra es un paseo», contaba, «pero las naciones son tan olvidadizas, la pólvora tan embriagadora, que me abstuve de polemizar. No era el momento de debates; aquel hombre no me estaba pidiendo mi opinión. De vez en cuando soltaba un “no es verdad” muy poco interrogativo; yo respondía con un movimiento de cabeza comprensivo.
»Era amable. Por lo demás, de ahí en adelante nos volvimos a encontrar cada mañana. Yo seguía sin hablar casi nada y él decía que se alegraba de que un americano pudiera compartir tan infaliblemente sus puntos de vista. Después del cuarto monólogo igualmente entusiasta, ese venerable caballero me invitó a acompañarle a su casa para almorzar; estaba tan seguro de obtener una vez más mi conformidad que llamó a un cochero antes incluso de que yo pudiera formular una respuesta. Tengo que confesar que nunca me arrepentí de ello. Se llamaba Charles-Hubert de Lugay y vivía en un hotel particular en el bulevar Poissonnière. Era viudo, sus dos hijos estaban en el ejército y su hija se convertiría en tu madre.»
Ella tenía dieciocho años y mi padre diez más. Durante largo tiempo se observaron, con un fondo de arengas patrióticas. A partir del 7 de agosto, cuando, después de tres derrotas sucesivas, estaba claro que la guerra estaba perdida y que el territorio nacional estaba amenazado, mi abuelo se hizo más lacónico. Su hija y su futuro yerno se esforzaban en aliviar su melancolía y una complicidad se estableció entre ellos. Desde entonces, una mirada bastaba para decidir quién debía intervenir y con la medicina de qué argumento.
«La primera vez que nos quedamos solos ella y yo en el inmenso salón, se produjo un silencio de muerte. Seguido de una carcajada. Acabábamos de descubrir que después de numerosas comidas en común, jamás nos habíamos dirigido la palabra directamente. Era una risa franca, cómplice, sin barreras, pero que hubiera sido de mal gusto prolongar. Se suponía que yo tenía que decir la primera palabra. Tu madre sostenía un libro apretado contra su pecho y yo le pregunté qué estaba leyendo.»
En ese preciso instante, Omar Jayyám entró en mi vida. Casi debería decir que me trajo al mundo. Mi madre acababa de comprar Les Quatrains de Khéyam, traduits du persan par J. B. Nicolas, ex-premier drogman de l'Ambassade francaise en Perse, publicado en 1867 por la Imprenta Imperial. Mi padre tenía en su equipaje The Rubáiyát of Omar Khayyám de Edward Fitzgerald, edición de 1868.
«Tu madre no pudo ocultar mejor que yo su satisfacción; ambos estábamos seguros de que las líneas de nuestras vidas acababan de unirse y ni por un momento se nos ocurrió pensar que podía tratarse de una trivial coincidencia en nuestras lecturas. Al instante, Omar se nos reveló como una contraseña del destino e ignorarlo hubiera sido casi un sacrilegio. Por supuesto, no dijimos nada de la conmoción que se había producido en nosotros; la conversación giró en torno a los poemas. Ella me contó que Napoleón III en persona había ordenado la publicación de la obra.»