Precisamente en aquel tiempo Europa acababa de descubrir a Omar. A decir verdad, a principios de siglo algunos especialistas habían hablado de él, su álgebra se había publicado en París en 1851 y habían aparecido unos cuantos artículos en revistas especializadas. Pero el público occidental aún no lo conocía, e incluso en Oriente ¿qué quedaba de Jayyám? Un nombre, dos o tres leyendas, unas cuartetas de factura incierta y una nebulosa reputación de astrólogo.
Y cuando en 1859 un oscuro poeta británico, Fitzgerald, decidió publicar la traducción de setenta y cinco cuartetas, el libro, del que se hizo una tirada de doscientos cincuenta ejemplares, fue recibido con indiferencia. El autor regaló algunos a sus amigos y el resto se eternizó en el librero Bernard Quaritch. «Poor old Omar», aparentemente el pobre Omar no interesaba a nadie, escribió Fitzgerald a su profesor de persa. Al cabo de dos años, el editor decidió liquidar las existencias: de un precio inicial de cinco chelines, The Rubaiyat pasó a un penique, sesenta veces menos. Incluso a ese precio se vendíó poco. Hasta el momento en que dos críticos literarios lo descubrieron. Lo leyeron. Se entusiasmaron. Volvieron al día siguiente. Compraron otros seis ejemplares para regalarlos entre sus amigos. Al darse cuenta del interés que se estaba despertando, el editor aumentó el precio, que pasó a ser de dos peniques.
¡Y pensar que en mi último viaje a Inglaterra tuve que pagar, en ese mismo Quaritch, ya lujosamente instalado en Picadilly, cuatrocientas libras esterlinas por un ejemplar que aún conservaba de aquella primera edición!
Pero en Londres el éxito no fue inmediato. Fue necesario recurrir a París, que Nicolás publicara su traducción, que Théophile Gautier lanzara desde las páginas del Moniteur Universel un rotundo «¿Han leído las cuartetas de Jayyám?», proclamando «esa libertad absoluta de espíritu que los más audaces pensadores modernos apenas pueden igualar», que Ernest Renan reconociera: «Jayyám es quizá el hombre que resulta más interesante estudiar para comprender en lo que se ha podido convertir el libre talento de Persia dentro de la opresión del dogmatismo musulmán», para que en el mundo anglosajón Fitzgerald y su «poor old Omar» salieran al fin del anonimato. El despertar fue entonces fulminante. De la noche a la mañana todas las imágenes del Oriente giraron únicamente en tomo al nombre de Jayyám, las traducciones se sucedieron, las ediciones se multiplicaron en Inglaterra y luego en varias ciudades americanas; se formaron sociedades «omarianas».
En 1870, repetimos, la moda Jayyám estaba en sus comienzos, el círculo de admiradores de Omar se ampliaba cada día, pero sin haber pasado aún los límites de la clase intelectual. Esa lectura común había acercado a mi padre y a mi madre y comenzaron a recitar las cuartetas de Omar y a discutir su significado: el vino y la taberna ¿eran en la pluma de Jayyám puros símbolos místicos, como afirmaba Nicolás? ¿O, por el contrario, eran la expresión de una vida de placeres, incluso de desenfreno, como sostenían Fitzgerald y Renan? En sus labios estos debates adquirían un nuevo sabor. Cuando mi padre evocaba a Omar acariciando los cabellos perfumados de su amada, mi madre enrojecía. Y fue entre dos cuartetas de amor cuando intercambiaron su primer beso. El día en que hablaron de boda se prometieron llamar a su primer hijo Omar.
En el transcurso de los años noventa, cientos de niños americanos se llamaron así; cuando yo nací, el 1 de marzo de 1873, era inusitado. Mis padres no quisieron que ese nombre exótico supusiera una carga demasiado pesada para mí y lo relegaron a segundo lugar, con el fin de que pudiera, si lo deseaba, reemplazarlo por una discreta O; en el colegio mis compañeros suponían que era Oliver, Oswald, Osborne y Orville y yo no desmentía a nadie.
La herencia que así me fue atribuida sólo podía despertar mi curiosidad con relación a ese lejano padrino. A los quince años comencé a leer todo lo que se refería a él. Había formado el proyecto de estudiar lengua y literatura persas y de visitar detenidamente ese país. Pero después de una fase de entusiasmo me entibié. Aunque en opinión de todos los críticos los versos de Fitzgerald constituían una obra maestra de la poesía inglesa, sólo tenían una muy lejana relación con lo que hubiera podido componer Jayyám. En cuanto a las cuartetas mismas, algunos autores citaban cerca de un millar, Nicolás había traducido más de cuatrocientas y ciertos especialistas rigurosos sólo reconocían cien como «probablemente auténticas». Eminentes orientalistas llegaban incluso a negar que hubiera una sola que pudiera atribuirse con certeza a Omar.
Se suponía que había existido un libro original que habría permitido distinguir, de una vez por todas, lo auténtico de lo falso, pero nada hacía pensar que semejante manuscrito pudiera encontrarse.
Finalmente, me quité de la cabeza el personaje y la obra y aprendí a no ver en mi «O» central más que el indeleble residuo de una niñería de mis padres, hasta que un encuentro me devolvería a mis amores primeros y orientaría decididamente mi vida tras los pasos de Jayyám.
XXVI
Fue en 1895, al final del verano, cuando me embarqué para el viejo continente. Mi abuelo acababa de celebrar su setenta y seis cumpleaños y me había escrito, así como a mi madre, unas lacrimosas cartas. Quería verme, aunque sólo fuera una vez, antes de morir. Yo acudí, abandonando todos mis estudios, y en el barco me preparé para el papel que me incumbiría desempeñar: arrodillarme a su cabecera y sostener valerosamente su fría mano, escuchándole murmurar sus últimas recomendaciones.
Todo esto fue totalmente inútil. El abuelo me esperaba en Cherburgo. Aún lo estoy viendo en el muelle de Coligny, más tieso que su bastón, con el bigote perfumado y el paso alegre, mientras su chistera se levantaba sola al paso de las damas. Cuando estuvimos sentados a la mesa en el restaurante del Almirantazgo, me cogió con fuerza del brazo. «Amigo mío», me dijo deliberadamente teatral, «un hombre joven acaba de renacer en mí y necesita un compañero.»
Hice mal en tomar sus palabras a la ligera. Nuestras idas y venidas fueron un torbellino. Apenas habíamos terminado de cenar en Brebant, en el restaurante Foyot o en el de Pére Lathuile y ya teníamos que correr a «La Cigale», donde actuaba Eugénie Buffet, al Mirliton donde reinaba Aristide Bruant, o a la Scala donde Ivette Guilbert cantaba Les vierges, le foetus et le fiacre. Éramos dos hermanos, bigote blanco y bigote negro, la misma facha, el mismo sombrero y era a él a quien las mujeres miraban primero. A cada tapón de champán que saltaba yo espiaba sus gestos y su paso y ni una sola vez le vi desfallecer. Se levantaba de un salto, caminaba tan deprisa como yo, su bastón no era apenas más que un adorno. Quería cortar cada rosa de esa tardía primavera. Me alegro de poder decir que viviría hasta los noventa y tres años. Diecisiete años más, toda una nueva juventud.
Una noche me llevó a cenar a Durand, en la plaza de la Madeleine. En un ala del restaurante, en tomo a varias mesas unidas, había un grupo de actores y actrices, periodistas y políticos que el abuelo me nombró uno a uno con voz audible. En medio de esas celebridades había una silla vacía, pero pronto llegó un hombre y comprendí que el sitio estaba reservado para él. Inmediatamente lo rodearon halagándolo; cada una de sus palabras provocaba exclamaciones o risas. Mi abuelo se levantó, haciéndome un gesto para que le siguiera.
– ¡Ven, quiero presentarte a mi primo Henri!
Y diciendo esto me llevó hasta él. Los dos primos se dieron un abrazo antes de volverse hacia mí.
– Mi nieto americano. ¡Le gustaría tanto conocerte!
Disimulé mal mi sorpresa. El hombre me observó con aire escéptico antes de soltar:
– Que venga a verme el domingo por la mañana, después de mi paseo en triciclo.
Sólo cuando volvía a mi asiento caí en la cuenta de a quién había sido presentado. Mi abuelo quería absolutamente que yo lo conociera, había hablado de él con frecuencia y con un irritante orgullo de clan.
A decir verdad, el susodicho primo, poco conocido de mi lado del Atlántico, era en Francia más célebre que Sarah Bernhart, puesto que se trataba de Victor Henri de Rochefort-Luçay, democráticamente Henri Rochefort, marqués y comunero, antiguo diputado, antiguo ministro y expresidiario. Deportado a Nueva Caledonia por los «versaillais»* en 1874 había protagonizado una rocambolesca fuga que había excitado la imaginación de sus contemporáneos; hasta Edouard Manet había pintado La fuga de Rochefort. Sin embargo, en 1889 tuvo que volver al exilio por haber conspirado contra la República con el general Boulanger, y fue en Londres donde dirigió su influyente periódico L'Intransigeant. Volvió a su patria en febrero de 1895, siendo recibido por doscientos mil enfervorizados parisienses. «Blanquiste» y «boulangiste», revolucionario de izquierdas y de derechas, idealista y demagogo, se había convertido en el portavoz de cien causas contradictorias. Yo sabía todo esto, pero ignoraba aún lo esencial.
* Nombre dado por los parisienses a los soldados del ejército organizado por Thiers en Sátony bajo el mando de Mac-Mahon para combatir la Comuna. (N. de la T.)
En el día fijado, acudí, pues, a su hotel particular en la calle Pergolése, incapaz, entonces, de adivinar que esa visita al primo preferido de mi abuelo sería el primer paso de mi interminable periplo por el mundo oriental.
– ¿Así que es usted el hijo de la dulce Genoveva -me abordo- y a quien puso Omar de nombre?