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– Sí, Benjamín Omar.

– ¿Sabes que te he llevado en mis brazos?

En esas circunstancias, el paso al tuteo se imponía, pero permaneció en sentido único.

– Efectivamente, mi madre me contó que después de su fuga desembarcó usted en San Francisco y tomó el tren para la costa este. Nosotros estábamos en la estación de Nueva York para recibirle. Yo tenía dos años.

– Lo recuerdo perfectamente. Hablamos de ti, de Jayyám, de Persia, incluso te predije un destino de gran orientalista.

Puse cara de confusión para confesarle que me había alejado de sus previsiones, que mis intereses iban ya en otra dirección, que me había orientado más bien hacia los estudios financieros, proyectando dirigir algún día la empresa de construcción marítima creada por mi padre. Mostrándose sinceramente decepcionado por la elección, Rochefort se lanzó a un farragoso alegato donde se mezclaban Les lettres persanes de Montesquieu y su célebre «¿Cómo se puede ser persa?», la aventura de la tahur Marie Petit, que había sido recibida por el Shah de Persia haciéndose pasar por la embajadora de Luis XIV, y la historia de ese primo de Jean-Jacques Rousseau que había terminado su vida como relojero en Ispahán. Yo le escuchaba sólo a medias. Sobre todo le observaba; su voluminosa y desmesurada cabeza, su frente protuberante coronada por un mechón de espesos y ondulados cabellos. Hablaba con fervor, pero sin énfasis, sin las gesticulaciones que se habrían podido esperar de su persona conociendo sus exaltados escritos.

– Me apasiona Persia, aunque nunca he puesto allí los pies -precisó Rochefort-. No tengo alma de viajero. Si no me hubieran desterrado o deportado algunas veces, jamás habría abandonado Francia. Pero los tiempos cambian, los acontecimientos que agitan la otra punta del planeta afectan ya a nuestras vidas. Si hoy tuviera veinte años en lugar de sesenta, me habría tentado mucho una aventura en Oriente. ¡Sobre todo si me llamara Omar!

Me sentí obligado a justificar por qué me había desinteresado de Jayyám. Y para hacerlo evoqué las dudas que rodeaban a las Ruba'iyyat, la ausencia de una obra que pudiera certificar de una vez por todas su autenticidad. Sin embargo, a medida que hablaba, iba apareciendo en sus ojos un fulgor, desbordante, incomprensible para mí. Se suponía que nada en mis palabras podía provocar semejante excitación. Intrigado y molesto, terminé por abreviar, y luego por callarme de una manera algo brusca. Rochefort me interrogó con entusiasmo.

– Y si estuvieras seguro de que ese Manuscrito existía, ¿Renacería tu interés por Omar Jayyám?

– Sin duda -confesé.

– ¿Y si yo te dijera que he, visto con mis propios ojos, aquí mismo en París, ese Manuscrito de Jayyám, y que lo he hojeado?

XXVII

Decir que esta revelación, de entrada, conmocionó mí vida, sería inexacto. Creo que no tuve la reacción que Rochefort esperaba. Sorprendido e intrigado, lo estaba y mucho, pero tanto como escéptico. Aquel hombre no me inspiraba una confianza ilimitada. ¿Cómo podía saber que el manuscrito que había hojeado era la obra auténtica de Jayyám? No sabía persa y podían haberle engañado. ¿Por qué incongruente razón estaba ese libro en París sin que ningún orientalista lo hubiera advertido? Me contenté, por lo tanto, con emitir un «¡Increíble!» cortés pero sincero, que tomaba en consideración el entusiasmo de mi interlocutor y, a la vez, mis propias dudas. Esperaba para creer.

Rochefort prosiguió:

– Tuve la suerte de conocer a un personaje extraordinario, uno de esos seres que atraviesan la Historia con la voluntad de dejar su huella en las generaciones venideras. El sultán de Turquía lo teme y lo reverencia, el shah de Persia tiembla con la sola mención de su nombre. Aunque es descendiente de Mahoma, fue expulsado de Constantinopla por haber dicho en una conferencia pública, en presencia de los más importantes dignatarios religiosos, que el oficio de filósofo era tan indispensable a la humanidad como el oficio de profeta. Se llama Yamaleddín. ¿Lo conoces?

Sólo pude confesar mi total ignorancia.

– Cuando Egipto se sublevó contra los ingleses -prosiguió Rochefort- fue por el llamamiento de este hombre. Todos los eruditos del valle del Nilo lo invocan, lo llaman «maestro» y veneran su nombre. Sin embargo, no es egipcio y sólo ha estado en ese país una breve temporada. Exiliado a las Indias, logró suscitar, allí también, un formidable movimiento de opinión. Bajo su influencia se crearon periódicos y se formaron asociaciones. El virrey se alarmó y ordenó expulsar a Yamaleddín que, entonces, decidió instalarse en Europa y, primero desde Londres y luego desde París, prosiguió su increíble actividad. Colaboraba regularmente con L'Intransigeant y nos veíamos con frecuencia. Me presentó a sus discípulos, musulmanes de las Indias, judíos de Egipto, maronitas de Siria. Creo que fui su más íntimo amigo francés, pero desde luego no el único. Ernest Renan y Georges Clemenceau lo conocieron bien, y en Inglaterra gente como Lord Salisbury, Randolph Churchill o Wilfrid Blunt. Victor Hugo, poco antes de morir, también lo conoció. Esta misma mañana he estado repasando algunas notas sobre él, que tengo intención de incluir en mis Memorias.

Rochefort sacó de un cajón algunas hojas escritas con letra minúscula y leyó: «Me presentaron a un proscrito, célebre en todo el Islam como reformador y revolucionario, el jeque Yamaleddín, un hombre con rostro de apóstol. Sus hermosos ojos negros, llenos de dulzura y de fuego y su barba de color rojizo que caía hasta su pecho le imprimían una majestad particular. Representaba el clásico tipo de dominador de multitudes. Comprendía escasamente el francés, que apenas hablaba, pero su inteligencia siempre alerta suplía con bastante facilidad su ignorancia de nuestra lengua. Bajo su apariencia reposada y serena, su actividad era devoradora. Trabamos amistad al instante, porque tengo el alma instintivamente revolucionaria y todo libertador me atrae…»

Enseguida guardó sus hojas antes de proseguir:

– Yamaleddín había alquilado una pequeña habitación en el último piso de un hotel de la calle Sèze, cerca de la Madeleine. Ese modesto lugar le bastaba para editar un periódico que partía en fardos enteros hacia las Indias o Arabia. Solamente entré una vez en su antro; tenía curiosidad por ver a qué podía parecerse. Había invitado a cenar a Yamaleddín en el restaurante Durand y prometí pasar a recogerlo. Subí directamente a su habitación, donde se amontonaban tantos libros y periódicos, incluso en la misma cama y hasta el techo, que difícilmente se podía entrar en ella. Se respiraba un sofocante olor a puro.

A pesar de su admiración por ese hombre, pronunció esta última frase con una mueca de disgusto, incitándome a apagar inmediatamente mi propio puro, un elegante habano que acababa de encender en ese instante. Rochefort me lo agradeció con una sonrisa y prosiguió:

– Después de disculparse por el desorden con que me recibía y que, según dijo, no era digno de mi rango, Yamaleddín me enseñó, ese día, algunos libros que le interesaban. El de Jayyám en particular, salpicado de sublimes miniaturas. Me explicó que a esa obra se la llamaba el Manuscrito de Samarcanda, que contenía las cuartetas escritas por el poeta de su puño y letra, a las que se había añadido una crónica en el margen. Sobre todo me contó por qué rodeos había llegado a sus manos el Manuscrito.

– ¡Good Lord!

Mi piadosa interjección inglesa provocó una risa triunfal en el primo Henri; era la prueba de que mi frío escepticismo se había desvanecido y que desde ese momento yo estaría irremediablemente pendiente de sus labios. Se apresuró a aprovecharse de ello.

– A decir verdad, no recuerdo gran cosa de lo que pudo decirme Yamaleddín -añadió cruelmente.-Esa noche hablamos sobre todo de Sudán. Después no volví a ver ese Manuscrito. Por lo tanto, puedo atestiguar que ha existido, pero mucho me temo que hoy se encuentre perdido. Todo lo que mi amigo poseía fue quemado, destruido o dispersado.

– ¿Incluso el Manuscrito de Jayyám?

Por toda respuesta, Rochefórt me obsequió con una mueca poco alentadora antes de lanzarse a una explicación apasionada remitiéndose casi totalmente a sus notas:

– Cuando el shah vino a Europa para asistir a la Exposición Universal de 1889, propuso a Yamaleddín que volviera a Persia «en lugar de pasar el resto de su vida entre infieles», dándole a entender que le nombraría para una relevante función. El exiliado puso condiciones: que se promulgara una Constitución, que se organizaran elecciones, que se reconociera ante la ley la igualdad de todos «como en los países civilizados» y, en fin, que fueran abolidas las desmedidas concesiones otorgadas a las potencias extranjeras. Hay que decir que en ese campo la situación de Persia hacía las delicias, desde hacía años, de nuestros caricaturistas: los rusos, que ya tenían el monopolio de la construcción de las carreteras, acababan de tomar a su cargo la formación militar. Habían creado una brigada de cosacos, la mejor equipada del ejército persa, mandada directamente por los oficiales del zar; en compensación, los ingleses habían obtenido, por un pedazo de pan, el derecho a explotar todos los recursos mineros y forestales del país, así como a administrar el sistema bancario; en cuanto a los austríacos, llevaban la voz cantante en Correos. Al exigir del monarca que pusiera fin al absolutismo real y a las concesiones extranjeras, Yamaleddín estaba persuadido de que recibiría una negativa. Ahora bien, para su gran sorpresa, el shah aceptó todas sus condiciones y prometió trabajar en favor de la modernización del país.