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Yamaleddín fue, pues, a instalarse en Persia, en el círculo del soberano, quien en los primeros tiempos le mostró la mayor consideración, llegando incluso a presentarlo con gran pompa a las mujeres de su harén. Pero las reformas permanecían en suspenso. ¿Una Constitución? Los jefes religiosos persuadieron al shah de que sería contraria a la Ley de Dios. ¿Elecciones? Los cortesanos le previnieron de que si aceptaba que se pusiera en tela de juicio su autoridad absoluta, terminaría como Luis XVI. ¿Las concesiones extranjeras? En lugar de abolir las que existían, el monarca, constantemente escaso de dinero, contrató otras nuevas; por la módica suma de quince mil libras esterlinas entregó a una compañía inglesa el monopolio del tabaco persa. No solamente la exportación, sino también el consumo interno. En un país donde cada hombre, cada mujer y un buen número de niños se entrega al placer del cigarrillo o de la pipa de agua, ese comercio era de los más fructíferos.

Antes de que la noticia de esta última cesión fuera anunciada en Teherán, se habían distribuido en secreto unos panfletos aconsejando al shah que se retractara de su decisión. Incluso fue depositado un ejemplar en el dormitorio del monarca, quien sospechó que Yamaleddín fuera su autor. Inquieto, el reformador decidió ponerse en estado de rebelión pasiva. Es una costumbre practicada en Persia: cuando un personaje teme por su libertad o por su vida, se retira a un viejo santuario de los alrededores de Teherán y allí se encierra y recibe a sus visitantes, a los que expone sus quejas. Se supone que nadie puede cruzar la verja para atacarle. Eso fue lo que hizo Yamaleddín, que provocó un gigantesco movimiento de masas. Miles de hombres afluyeron de todos los rincones de Persia para oírle.

Harto, el shah ordenó que lo desalojaran. Se dice que dudó mucho antes de cometer esa felonía, pero su visir, aunque se había educado en Europa, le convenció de que Yamaleddín no tenía derecho a la inmunidad del santuario puesto que no era más que un filósofo notoriamente impío. Los soldados penetraron, pues, armados en ese lugar de culto, se abrieron paso entre los numerosos visitantes y se apoderaron de Yamaleddín, al que despojaron de todo lo que poseía antes de arrastrarlo, medio desnudo, hasta la frontera.

Ese día, en el santuario, el Manuscrito de Samarcanda desapareció bajo las botas de los soldados del shah.

Sin interrumpirse, Rochefort se levantó, se apoyó en la pared y cruzó los brazos en una postura muy propia de él.

– Yamaleddín estaba vivo pero enfermo y sobre todo escandalizado de que tantos visitantes que parecían escucharle con entusiasmo hubieran asistido sin inmutarse a su pública humillación. Sacó de ello sorprendentes conclusiones: él, que se había pasado la vida fustigando el oscurantismo de ciertos religiosos; él, que había frecuentado las logias masónicas de Egipto y Turquía, tomó la decisión de utilizar la última arma que le quedaba para doblegar al shah, cualesquiera que fueran las consecuencias. Escribió, pues, una larga carta al jefe supremo de los religiosos persas pidiéndole que empleara su autoridad para impedir al monarca vender a los infieles, a precio de saldo, los bienes de los musulmanes. Habrás podido leer el resultado en los periódicos.

Efectivamente, me acordaba de que la prensa americana había informado de que el gran pontífice de los chiíes había hecho circular una sorprendente proclama: «Toda persona que consuma tabaco se pondrá en estado de rebelión contra el imán del Tiempo, ¡que Dios apresure su venida!» De la noche a la mañana ni un solo persa volvió a encender un cigarrillo. Se guardaron o rompieron las pipas de agua, los famosos ka1yan, y los comerciantes de tabaco tuvieron que cerrar. Incluso entre las esposas del shah fue estrictamente observada la prohibición. El monarca perdió la cabeza y en una carta acusó al jefe religioso de irresponsabilidad «puesto que no le importaban las graves consecuencias que podría suponer la privación del tabaco para la salud de los musulmanes». Pero el boicot se endureció, acompañándose de ruidosas manifestaciones en Teherán, Tabríz e Ispahán. Y la concesión tuvo que ser anulada.

– Mientras tanto -reanudó Rochefort-, Yamaleddín se había embarcado para Inglaterra, donde volví a verle y discutí largo y tendido con él; me parecía desamparado y no hacía más que repetir: «Hay que derrocar al shah.» Era un hombre herido y humillado y sólo pensaba en vengarse. Tanto más cuanto que el monarca lo perseguía con su odio y había escrito a Lord Salisbury una irritada carta: «Hemos expulsado a ese hombre porque actuaba contra los intereses de Inglaterra, ¿y a dónde va a refugiarse? A Londres.» Oficialmente se le había respondido al shah que Gran Bretaña era un país libre y que no podía invocarse ninguna ley para impedir a un hombre que se expresara. En privado, se había prometido buscar los medios legales para restringir las actividades de Yamaleddín, a quien se rogó que abreviara su estancia, lo que le decidió a partir para Constantinopla con la muerte en el alma.

– ¿Es ahí donde se encuentra ahora?

– Sí. Me han dicho que está muy melancólico. El sultán le ha asignado una hermosa mansión donde puede recibir a sus amigos y discípulos, pero le está prohibido abandonar el país y vive sometido constantemente a estrecha vigilancia.

XXVIII

Suntuosa prisión con las puertas abiertas de par en par; un palacio de madera y mármol en lo alto de la colina de Yildiz, cerca de la residencia del gran visir; las comidas llegaban calientes de las cocinas del sultán; los visitantes se sucedían, cruzaban la verja y luego caminaban a lo largo de la alameda antes de quitarse los zuecos en el umbral. En el primer piso, la voz del maestro retumbaba, sílabas duras y vocales cerradas; se le oía fustigar a Persia, al shah y anunciar las desgracias venideras.

Yo me iba empequeñeciendo, yo, el extranjero de América, con mi sombrerillo de extranjero, mis pasitos de extranjero, mis preocupaciones de extranjero, yo, que había hecho el trayecto de París a Constantinopla, setenta horas de tren a través de tres imperios, para indagar sobre un manuscrito, un viejo libro de poesía, irrisoria insignificancia de papel en el tumultuoso Oriente.

Un servidor me abordó. Una zalema otomana, dos palabras de recibimiento en francés, pero ni la menor pregunta. Allí todo el mundo iba por la misma razón; ver al maestro, escuchar al maestro, espiar al maestro. Fui invitado a esperar en un espacioso salón.

Desde mi entrada advertí la presencia de una silueta femenina. Eso me incitó a bajar los ojos; se me había hablado de las costumbres del país para que avanzara extendiendo la mano, con el semblante satisfecho y la mirada risueña. Solamente un balbuceo y un sombrerazo. Ya había divisado, al lado opuesto de donde ella estaba sentada, un sillón muy inglés en el que hundirme. Aun así, mi mirada roza la alfombra, tropieza con los escarpines de la visitante, sube a lo largo de su vestido azul y oro, hasta su rodilla, su busto, su cuello, su velo. Sin embargo, sorprendentemente, no es con la barrera del velo con la que tropieza, sino con un rostro descubierto y unos ojos que se cruzan con los míos. Y una sonrisa. Mi mirada huye hasta el suelo, flota de nuevo sobre la alfombra, barre un pedazo del enlosado y luego sube otra vez hacia ella, inexorablemente, como un tapón de corcho hacia la superficie del agua. Lleva en la cabeza un mindil de seda fina, preparado para bajarlo sobre el rostro cuando apareciera el extranjero. Pero precisamente ahí estaba el extranjero y el velo seguía levantado.

Esta vez miraba hacia lo lejos, ofreciendo a mi contemplación su perfil, su piel morena tan tersa y pura. Si la delicadeza tuviera una tonalidad, sería la suya; si el misterio tuviera un fulgor, sería el suyo. Yo tenía las mejillas sudorosas, las manos frías. La dicha hacía latir mis sienes. ¡Dios, qué bella era mi primera imagen de Oriente! Una mujer como sólo los poetas del desierto hubieran sabido cantar; su rostro es el sol, habrían dicho, sus cabellos la sombra protectora, sus ojos fuentes de agua fresca, su cuerpo la más esbelta de las palmeras, su sonrisa un espejismo.

¿Hablarle? ¿Así? ¿De una punta a otra de la habitación, con las manos en forma de bocina? ¿Levantarme? ¿Ir hacia ella? ¿Sentarme en un sillón más cercano, arriesgarme a ver cómo se desvanece su sonrisa y cae su velo como una cuchilla? De nuevo se cruzaron nuestras miradas como por casualidad y luego huyeron como en un juego que el sirviente vino a interrumpir; una primera vez para ofrecerme té y cigarrillos y un instante después inclinado hasta el suelo, para dirigirse a ella en turco. Entonces la vi levantarse, cubrirse el rostro y darle al sirviente una bolsa de piel para que se la llevara. Éste se apresuraba ya hacia la salida. Ella lo siguió.

Sin embargo, al llegar a la puerta del salón, aminoró el paso dejando que el hombre se alejara, se volvió hacia mí y pronunció en voz alta y en un francés más puro que el mío:

– ¡Nunca se sabe! ¡Nuestros caminos podrían cruzarse!

Cortesía o promesa, sus palabras se acompañaban de una sonrisa traviesa en la que vi tanto un desafío, como un dulce reproche. A continuación, mientras yo emergía de mi sillón con una insuperable torpeza y me enredaba y desenredaba intentando recobrar el equilibrio pero también cierto aplomo, ella permaneció inmóvil, envolviéndome en una mirada de benevolencia divertida. Ni una palabra consiguió salir de mis labios y ella desapareció.

Estaba aún de pie ante la ventana, intentando distinguir entre los árboles el carruaje que se la llevaba, cuando una voz me arrancó de mis sueños.

– Disculpe que le haya hecho esperar.

Era Yamaleddín. En la mano izquierda sostenía un puro apagado y me tendió la derecha que, aunque regordeta, estrechó la mía con un apretón franco y vigoroso.