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– ¡Tratándose de recuperar el Manuscrito, el dinero no planteará ningún problema!

Yo había hablado con entusiasmo. Yamaleddín me miró de hito en hito, frunció las cejas y se inclinó hacia mí como para auscultarme.

– Tengo la impresión de que no está usted menos obsesionado por el Manuscrito que ese pobre Mirza. En ese caso, no tiene usted otro camino. ¡Vaya a Teherán! No le garantizo que descubra allí ese libro, pero si sabe mirar, quizá encuentre otras huellas de Jayyám.

Mi respuesta, espontánea, pareció confirmar su diagnóstico.

– Si obtengo un visado, estoy dispuesto a partir mañana.

– Eso no es un obstáculo. Voy a darle unas líneas para el cónsul de Persia en Bakú. El se encargará de las formalidades necesarias e incluso asegurará su transporte hasta Enzeli.

Mi semblante debía de revelar preocupación. Yamaleddín pareció divertirse.

– Sin duda se estará preguntando: ¿Cómo un proscrito puede recomendarme ante un representante del gobierno persa? Sepa que tengo discípulos en todas partes, en todas las ciudades, en todos los medios, incluso en el círculo íntimo del monarca. Hace cuatro años, cuando estaba en Londres, publiqué con un amigo armenio un periódico que salía para Persia en pequeños y discretos paquetes. El shah se alarmó y convocó al ministro de Correos ordenándole que pusiera fin, costase lo que costase, a la circulación de ese periódico. El ministro pidió a los aduaneros que interceptaran en las fronteras todos los paquetes subversivos y los enviaran a su domicilio.

Aspiró su puro y una carcajada dispersó la bocanada de humo.

– Lo que el shah ignoraba -prosiguió Yamnaleddín es que su ministro de Correos era uno de mis más fieles discípulos ¡y que precisamente yo le había encargado la buena difusión del periódico!

La risa de Yamaleddín resonaba aún cuando llegaron tres visitantes luciendo cada uno un fez de fieltro color rojo sangre. Se levantó, los saludó, los abrazó y los invitó a sentarse, intercambiando con ellos algunas palabras en árabe. Adiviné que les estaba explicando quién era yo, pidiéndoles que le esperaran un momento.

Se volvió hacia mí.

– Si está decidido a partir para Teherán, voy a darle algunas cartas de presentación. Venga mañana: estarán preparadas. Y sobre todo, no tema nada. A nadie se le ocurrirá registrar a un americano.

Al día siguiente me esperaban tres sobres oscuros. Me los dio en propia mano, abiertos. El primero era para el cónsul de Bakú, el segundo para Mirza Reza. Al tenderme este último, hizo este comentario:

– Debo prevenirle que este hombre es un desequilibrado y un obseso, no lo trate más de lo necesario. Le tengo mucho afecto. Es más sincero, más fiel y sin duda también más puro que todos mis discípulos, pero es capaz de las peores locuras.

Suspiró, metió la mano en el bolsillo del amplio pantalón grisáceo que vestía bajo su túnica blanca:

– Aquí hay diez libras de oro, déselas de mi parte; ya no posee nada, quizá incluso tenga hambre, pero es demasiado orgulloso para mendigar.

– ¿Dónde podría encontrarlo?

– No tengo ni la menor idea. Ya no tiene casa ni familia, va errante de un lugar a otro. Por eso le entrego esta tercera carta dirigida a otro joven, éste muy diferente. Es el hijo del más rico comerciante de Teherán y aunque sólo tiene veinte años y arde en el mismo fuego que todos nosotros, es muy igual de carácter, dispuesto a soltar las ideas más revolucionarias con una sonrisa de niño ahíto. A veces le reprocho no tener gran cosa de oriental. Ya lo verá, bajo sus ropas persas tiene la frialdad inglesa, las ideas francesas y un espíritu más anticlerical que el señor Clemenceau. Se llama Fazel. Él le conducirá hasta Mirza Reza. Le encargué que lo vigilara lo más posible. No creo que haya podido impedirle cometer sus locuras, pero sabrá dónde encontrarlo.

Me levanté para marcharme. Me saludó calurosamente y retuvo mi mano en la suya.

– Rochefort me dice en su carta que se llama usted Benjamin Omar. En Persia utilice sólo Benjamín, no pronuncie jamás el nombre de Omar.

– ¡Sin embargo, es el de Jayyám!

– Desde el siglo XVI, desde que Persia se convirtió al chiísmo, ese nombre está desterrado. Podría causarle los peores problemas. Uno cree identificarse con Oriente y se encuentra preso en sus disputas.

Una mueca de pena, de consuelo, un gesto de impotencia. Le di las gracias por su consejo y me volví para salir, pero me alcanzó:

– Una última cosa. Ayer se cruzó usted con una joven cuando ella se disponía a marcharse. ¿Le habló usted?

– No, no tuve la ocasión.

– Es la nieta del shah, la princesa Xirín. Si por cualquier razón todas las puertas se cerraran ante usted, envíele un mensaje, recuérdele que la vio usted en mi casa. Una palabra de ella y muchos obstáculos se allanarían.

XXIX

Hasta Trebisonda, en velero, el mar Negro es tranquilo, demasiado tranquilo, el viento sopla poco, durante horas se contempla el mismo punto de la costa, el mismo peñasco, el mismo bosquecillo de Anatolia. Hubiera sido un error quejarme porque necesitaba ese tiempo de sosiego, dada la ardua tarea que debía realizar: memorizar un libro entero de diálogos persas-franceses escrito por Nicolás, el traductor de Jayyám, ya que me había prometido dirigirme a mis anfitriones en su propia lengua. No ignoraba que en Persia, como en Turquía, muchos letrados, comerciantes o altos responsables hablan francés. Algunos incluso hablan inglés, pero si se quiere pasar del círculo restringido de los palacios y las legaciones, si se quiere viajar fuera de las grandes ciudades o por sus bajos fondos, hay que estudiar el persa.

El desafío me estimulaba y me divertía, me deleitaba descubrir las afinidades con mi propia lengua, como con diversas lenguas latinas. Padre, madre, hermano, hija, «father», «mother», «brother», «daughther», se dice «pedar», «madar», «baradar», «dojtar»; el parentesco indoeuropeo difícilmente puede ilustrarse mejor. Incluso para nombrar a Dios, los musulmanes de Persía dicen «Joda», término mucho más cercano del inglés God o del alemán Gott que de Alá. A pesar de este ejemplo, la influencia predominante sigue siendo la del árabe, que se ejerce de forma curiosa: muchas palabras persas pueden sustituirse arbitrariamente por su equivalente en árabe, y es incluso una forma de esnobismo cultural, muy apreciado por los letrados, llenar sus conversaciones de términos o de frases enteras en árabe. Yamaleddín, en particular, se complacía en esta práctica.

Me prometí estudiar árabe más tarde. Por el momento estaba muy ocupado en recordar los textos de Nicolás que me procuraban, además del conocimiento del persa, informaciones útiles sobre el país. Se podían encontrar este tipo de diálogos:

«-¿Cuáles son los productos que se podría exportar de Persia?

– Los chales de Kirman, las perlas finas, las turquesas, las alfombras, el tabaco de Shiraz, las sedas de Mazanderán, las sanguijuelas y los tubos de pipa de madera de cerezo.

– Cuando se viaja ¿se debe llevar un cocinero?

– Sí. En Persia no se puede dar un paso sin el cocinero, la cama, las alfombras y los criados propios.

– ¿Cuáles son las monedas extranjeras que circulan en Persia?

– Los imperiales rusos, los carbovanes y los ducados de Holanda. Las monedas francesas e inglesas son muy escasas.

– ¿Cómo se llama el rey actual?

– Nassereddín Shah.

– Se dice que es un excelente rey.

– Sí, es excesivamente benevolente con los extranjeros y muy generoso. Es muy instruido, sabe mucho de historia, de geografía, de dibujo; habla francés y domina las lenguas orientales: el árabe, el turco y el persa.»

Una vez llegado a Trebisonda, me instalé en el Hotel de Italia, el único de la ciudad, confortable si se podían olvidar las nubes de moscas que transformaban cada comida en una exasperante gesticulación ininterrumpida. Me resigné, pues, a imitar a los otros visitantes y contraté por un poco de calderilla a un joven adolescente que se ocupara de abanicarme y espantar a los insectos. Lo más difícil fue convencerle de que los alejara de mi mesa sin intentar aplastarlos ante mis ojos entre dolmas y kebabs. Durante un rato me obedecía, pero en el momento en que venía una mosca al alcance de su temible instrumento, la tentación era demasiado fuerte y golpeaba.

El cuarto día encontré sitio a bordo de un buque del Servicio de Transporte Marítimo que hacía la ruta Marsella-Constantinopla-Trebisonda hasta Batumi, el puerto ruso situado al este del mar Negro, donde tomé el ferrocarril transcaucásico para Bakú, en el Caspio. El recibimiento del cónsul de Persia fue tan amable que dudé en enseñarle la carta de Yamaleddín. ¿No valdría más seguir siendo un viajero anónimo para no despertar sospechas? Pero sentí algunos escrúpulos. Quizá hubiera en la carta un mensaje distinto del que se refería a mí y no tenía derecho a no entregarlo. Bruscamente, me decidí a decir con un enigmático tono:

– Quizá tengamos un amigo común. Y saqué el sobre. Inmediatamente y con mucho cuidado, el cónsul lo abrió; había cogido de su escritorio unas gafas con montura de plata y estaba leyendo cuando, súbitamente, vi que sus dedos temblaban. Se levantó, fue a cerrar con llave la puerta de la habitación, posó los labios sobre el papel y permanecíó así algunos segundos, como recogido. Luego vino hacia mí y me estrechó entre sus brazos como si fuera un hermano superviviente de un naufragio.