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Sin embargo, cuando consiguió que en su rostro no se traslucieran sus emociones, llamó a sus sirvientes, les ordenó que llevaran mi maleta a su casa, que me instalaran en la mejor habitación y que prepararan un festín para esa noche. Así me retuvo en su casa dos días, descuidando cualquier trabajo para permanecer conmigo e interrogarme sin descanso sobre el maestro, su salud, su humor y, sobre todo, sobre lo que decía de la situación de Persia. Cuando llegó el momento de partir, alquiló para mí un camarote en un buque ruso de las Líneas Cáucaso y Mercurio. Luego me confió a su cochero, a quien encargó la misión de acompañarme hasta Qazvin y permanecer a mi lado mientras yo necesitara sus servicios.

El cochero se reveló inmediatamente como un hombre desenvuelto, a menudo incluso insustituible. Yo no habría sabido deslizar algunas monedas en la mano de ese aduanero de altivo bigote para que se dignara soltar un instante la boquilla de su ka1yan y viniera a poner el visado sobre mi voluminosa Welseley. Y fue él también quien negoció en la Administración del muelle la obtención inmediata de un carruaje de cuatro caballos, a pesar de que el funcionario nos invitaba con tono imperioso a volver al día siguiente y de que un sórdido tabernero, visiblemente su cómplice, nos proponía ya sus servicios.

Me consolé de todas esas dificultades del trayecto pensando en el calvario de los viajeros que me habían precedido. Trece años antes sólo se podía llegar a Persia por la ruta de los camelleros que desde Trebisonda llevaba a Tabriz por Erzurum, unas cuarenta etapas, seis agotadoras y costosas semanas, a veces incluso peligrosas a causa de las incesantes guerras tribales. El transcaucásico revolucionó este orden de cosas y abrió Persia al mundo; desde entonces se puede llegar a ese Imperio sin grandes riesgos ni molestias, en barco desde Bakú al puerto de Enzelí y luego, en una semana, por una carretera abierta al tránsito rodado, hasta Teherán.

En Occidente, el cañón es un instrumento de guerra o de desfile militar; en Persia es también instrumento de suplicio. Lo digo porque al llegar a la muralla circular de Teherán, me vi confrontado con el espectáculo de esa pieza de artillería que servía para el más atroz de los usos: en el ancho cañón habían metido a un hombre atado del que sólo sobresalía la cabeza rapada. Debía permanecer ahí, bajo el sol, sin alimentos ni agua, hasta que le sobreviniera la muerte; e incluso después, me explicaron, se acostumbraba a dejar el cuerpo expuesto durante largo tiempo, de manera que el castigo fuera ejemplar e inspirara silencio y terror a todos aquellos que cruzaran las puertas de la ciudad.

¿Fue a causa de esa primera imagen por lo que la capital de Persia ejerció tan poca magia sobre mí? En las ciudades de Oriente se buscan los colores del presente y las sombras del pasado. En Teherán yo no encontré nada de eso. ¿Qué fue lo que vi allí? Unas avenidas demasiado anchas para unir a los ricos de los barrios del norte con los pobres de los barrios del sur; un bazar que, ciertamente, rebosaba de camellos, mulas y telas abigarradas, pero que no tenía comparación con los zocos de El Cairo, de Constantinopla, de Ispahán o de Tabriz. Y por donde se posara la mirada, innumerables construcciones grises.

¡Demasiado nueva Teherán, demasiado poca historia! Durante mucho tiempo no fue más que una oscura dependencia de Rayy, la prestigiosa ciudad de los sabios destruida en la época de los mogoles. Hasta que a finales del siglo XVIII, una tribu turcomana, la de los Kayar, se apoderó de aquella localidad. Después de haber logrado someter por la espada a toda Persia, la dinastía elevó su modesta guarida al rango de capital. Hasta entonces, el centro político del país se encontraba más al sur, en Ispahán, Kirman o Shiraz. Ni que decir tiene que los habitantes de esas ciudades echan pestes de los «zafios norteños» que los gobiernan y que ignoran hasta su lengua. El shah reinante, en el momento de su ascensión al poder, necesitó un traductor para dirigirse a sus súbditos. Sin embargo, parecía que desde entonces había adquirido mayor conocimiento del persa.

Hay que reconocer que tiempo no le habla faltado. A mi llegada a Teherán, en abril de 1896, ese monarca se disponía a celebrar su jubileo, su quincuagésimo año en el poder. Con ese motivo, la ciudad estaba engalanada con el emblema nacional que lleva el signo del león y del sol; los notables habían venido de todas las provincias, numerosas delegaciones extranjeras se habían desplazado hasta allí y aunque la mayoría de los invitados oficiales estaban alojados en villas, los dos hoteles para europeos, el Albert y el Prevost, estaban desusadamente llenos. Fue en este último donde finalmente encontré una habitación.

Había pensado ir directamente a casa de Fazel, entregarle la carta y preguntarle cómo podría reunirme con Mitza Reza, pero supe reprimir mi impaciencia. No ignoraba las costumbres de los orientales y sabía que el discípulo de Yamaleddín me invitaría a alojarme en su casa; no quería ofenderle con una negativa ni arriesgarme a verme mezclado en su actividad política, y aún menos en la de su maestro.

Por lo tanto, me instalé en el Hotel Prevost, dirigido por un ginebrino. Por la mañana alquilé una vieja yegua para ir, útil cortesía, a la Legación americana, situada en el bulevar de los embajadores, y luego a casa del discípulo preferido de Yamaleddín. Bigotillo fino, larga túnica blanca, porte majestuoso, una pizca de frialdad, Fazel correspondía, en conjunto, a la imagen que me había descrito el exiliado de Constantinopla.

Íbamos a convertirnos en los mejores amigos del mundo, pero el primer contacto fue distante, su lenguaje directo me molestó y me inquietó. Como cuando hablamos de Mirza Reza.

– Haré lo que pueda por ayudarle, pero no quiero tener nada que ver con ese loco. Es un mártir viviente, me dijo el Maestro y yo respondí: ¡Más le hubiera valido morir! No me mire usted así, no soy un monstruo, pero ese hombre ha sufrido tanto que tiene la mente completamente trastornada: cada vez que abre la boca perjudica a nuestra causa.

– ¿Dónde se encuentra ahora?

– Desde hace semanas vive en el mausoleo de Shah Abdol-Azim, vagando por los jardines y los pasillos, entre los edificios, hablando con las personas del arresto de Yamaleddín, exhortándolas a derrocar al monarca, contando sus propios sufrimientos, gritando y gesticulando. No cesa de repetir que Sayyid Yamaleddín es el imán del Tiempo, aunque el interesado le haya prohibido ya proferir tan insensatas palabras. Realmente, no me interesa que me vean en su compañía.

– Es la única persona que podría informarme sobre el Manuscrito.

– Lo sé y le conduciré hasta él, pero no me quedaré ni un instante con usted.

Esa noche, el padre de Fazel, uno de los hombres más ricos de Teherán, ofreció una cena en mi honor. Amigo íntimo de Yamaleddín, aunque apartado de toda acción política, quería honrar al Maestro por mi mediación; había invitado a cerca de cien personas. La conversación giró en torno a Jayyám. Cuartetas y anécdotas llovían de todas las bocas y las discusiones se animaban derivando a menudo hacia la política; todos parecían manejar hábilmente el persa, el árabe y el francés y la mayoría de ellos tenían algunas nociones de turco, ruso e inglés. Yo me sentía tanto más ignorante cuanto que todos me consideraban como un gran orientalista y un especialista de las Ruba'ivyat, apreciación muy exagerada, diría incluso que desmedida, pero que pronto tuve que renunciar a desmentir, puesto que mis protestas parecían una manifestación de humildad, que es, todos lo sabemos, el sello de los verdaderos sabios.

La velada comenzó con la puesta de sol, pero mi anfitrión había insistido para que yo fuera más temprano; deseaba mostrarme los colores de su jardín. Un persa, aunque posea un palacio, como era el caso del padre de Fazel, rara vez invita a visitarlo: lo relega en favor del jardín, su único motivo de orgullo.

A medida que iban llegando, los invitados cogían sus copas e iban a instalarse cerca de los riachuelos, naturales o artificiales, que serpenteaban entre los álamos. A veces, según prefirieran sentarse en una alfombra o en un almohadón, los sirvientes se apresuraban a tirarlos en el lugar elegido, pero algunos escogían una roca o simplemente la tierra; los jardines de Persia no conocen el césped, lo que a ojos de un americano les da un aspecto algo árido.

Esa noche se bebió razonablemente. Los más piadosos se limitaban al té. Con este fin, circulaba un gigantesco samovar, escoltado por tres sirvientes, dos para sostenerlo y un tercero para servir. Muchos preferían el arak, el vodka o el vino, pero no observé ninguna actitud desagradable; los más achispados se contentaban con acompañar en sordina a los músicos contratados por el señor de la casa; uno que tocaba el pandero, un virtuoso del «zarb» y un flautista. Más tarde llegaron los bailarines, la mayoría muchachos jóvenes. En el transcurso de la recepción no apareció ninguna mujer.

La cena no se sirvió hasta la medianoche aproximadamente. A lo largo de la velada nos contentamos con pistachos, almendras, granos salados y golosinas, y la comida sólo fue el punto final del ceremonial. El anfitrión tenía el deber de retrasarla lo más posible, ya que en cuanto llega el plato principal, que esa noche era un «yavaher polow», un «arroz alhajado», cada invitado se lo traga en diez minutos, se lava las manos y se va. Cocheros y sirvientes con linternas se apelotonaban en la puerta cuando salimos, para recoger a su señor.

Al alba del día siguiente, Fazel me acompañó en un coche de punto hasta la puerta del santuario de Shah Abdol-Azim. Entró solo, para volver con un hombre de aspecto inquietante: alto, delgado de manera enfermiza, con la barba hirsuta y las manos temblándole sin cesar. Iba vestido con una larga túnica blanca, estrecha y remendada y llevaba un bolsón descolorido y sin forma que contenía todo lo que poseía en este mundo. En sus ojos podía leerse todo el infortunio de Oriente.