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Tres mujeres, un jardín, un saludable error; podría contar infinitamente los cuarenta irreales días de esa tórrida primavera persa.

Difícilmente se puede ser allí más extranjero y, por si fuera poco, en el universo de las mujeres de Oriente, donde no había el menor lugar para mí. Mi benefactora no ignoraba ninguna de las dificultades en las que se había metido. Estoy seguro de que durante la primera noche, mientras yo dormía en la cabaña del fondo del jardín, tendido sobre tres esteras superpuestas, sufrió el más tenaz de los insomnios, ya que al alba me mandó llamar, me hizo sentarme con las piernas cruzadas a su derecha, instaló a sus dos hijas a su izquierda y nos soltó un discurso laboriosamente preparado.

Empezó por alabar mi valor y me reiteró su alegría por haberme acogido. Luego, tras guardar silencio unos instantes, se puso de pronto a desabrocharse la parte de arriba de su vestido bajo mis atónitos ojos. Enrojecí y miré para otro lado, pero ella me atrajo hacia sí. Sus hombros estaban desnudos, así como sus pechos. Con palabras y con gestos me invitó a mamar. Las dos muchachas reventaban de risa para sus adentros, pero la madre se comportaba con la seriedad de los sacrificios rituales. Posando mis labios, lo más púdicamente del mundo, sobre un pezón y luego sobre el otro, cumplí lo que me ordenaba. Entonces ella se tapó, sin prisa, diciendo con el tono más solemne:

– Por este gesto te has convertido en mi hijo, como si hubieras nacido de mi carne.

Luego, volviéndose hacia sus hijas, que habían dejado de reírse, les anunció que de ahí en adelante debían actuar conmigo como si yo fuera su propio hermano.

En aquel momento la ceremonia me pareció conmovedora, pero grotesca. Sin embargo, al pensar en ella de nuevo, descubrí toda la sutileza del Oriente. En efecto, para esa mujer mi situación era embarazosa. No había dudado en echarme una mano caritativa, con peligro de su vida, y me había ofrecido la hospitalidad más incondicional. Al mismo tiempo, la presencia de un extranjero, un hombre joven, codeándose con sus hijas noche y día, sólo podía provocar, un día u otro, cualquier incidente. ¿Qué mejor que soslayar la dificultad por el gesto ritual de la adopción simbólica? Desde ese momento yo podía circular a mi antojo por la casa, acostarme en la misma habitación, dar a mis «hermanas» un beso en la frente; estábamos todos protegidos y fuertemente sostenidos por la ficción de la adopción.

Otros se hubieran sentido cogidos en una trampa por esa escenificación. Yo, por el contrario, me sentía reconfortado. Aterrizar en un planeta de mujeres y por ociosidad, por promiscuidad, encontrarse entablando una relación apresurada con una de las tres anfitrionas; ingeniárselas poco a poco para evitar a las otras dos, para esquivar su vigilancia, para excluirlas; granjearse, indefectiblemente, su hostilidad, encontrarse uno mismo excluido, avergonzado, contrito por haber turbado, entristecido o decepcionado a unas mujeres que habían sido poco menos que providenciales, era una sucesión de hechos que habrían correspondido muy poco con mi temperamento. Ni que decir tiene que yo jamás habría sabido urdir, con mí mente de occidental, lo que esa mujer supo encontrar en el inagotable arsenal de las prescripciones de su fe.

Como por milagro, todo se volvió simple, límpido y puro. Decir que el deseo había muerto sería mentir; todo en nuestras relaciones era eminentemente carnal y sin embargo, lo repito, eminentemente puro. De este modo viví momentos de paz indolente en la intimidad de esas mujeres, sin velos ni excesivos pudores, en el corazón de una ciudad donde probablemente yo era el hombre más buscado.

Con el paso del tiempo, veo mi estancia entre ellas como un momento privilegiado, sin el cual mi adhesión a Oriente se habría truncado o seguiría siendo superficial. A ellas les debo los inmensos progresos que hice entonces en la comprensión y utilización del persa usual. Aunque el primer día mis anfitrionas hicieron el loable esfuerzo de juntar algunas palabras de francés, de ahí en adelante todas nuestras conversaciones se desarrollaron en la lengua del país. Conversaciones animadas o indolentes, sutiles o crudas, a veces incluso escabrosas, puesto que en mi calidad de hermano mayor, y siempre que permaneciera fuera de los límites del incesto, podía permitirme todo. Lo que era jocoso era lícito, incluidas las demostraciones de afecto más teatrales.

¿Habría conservado su encanto la experiencia si se hubiera prolongado? No lo sabré jamás, ni me interesa saberlo. Un acontecimiento, por desgracia demasiado previsible, vino a ponerle fin, una visita normal y corriente, la de los abuelos.

De ordinario yo permanecía lejos de las puertas de entrada, la del biruni que lleva al alojamiento de los hombres y que es la puerta principal, y la del jardín, por la que había entrado. A la primera alerta me eclipsaba. Esta vez, por inconsciencia, por exceso de confianza, no oí llegar a la anciana pareja. Estaba sentado con las piernas cruzadas en la habitación de las mujeres fumando tranquilamente desde hacía dos largas horas un kalyan preparado por mis «hermanas» y me había adormilado allí mismo, con la pipa en la boca y la cabeza apoyada contra la pared, cuando un carraspeo de hombre me despertó sobresaltado.

XXXI

Para mi madre adoptiva, que llegó algunos segundos demasiado tarde, la presencia de un varón europeo en el corazón de sus apartamentos tenía que explicarse rápidamente. Antes que empañar su reputación o la de sus hijas, eligió decir la verdad, en un tono que quiso fuera de lo más patriótico y triunfante. ¿Quién era ese extranjero? ¡Nada menos que el farangui que toda la policía buscaba, el cómplice de aquel que había matado al tirano y vengado así a su mártir marido!

Un momento de vacilación y luego cayó el veredicto. Se me felicitaba, se alababa mi valor, así como el de mi protectora. Es verdad que, frente a una situación tan incongruente, su explicación era la única plausible. Aunque mi lánguida postura, en pleno corazón del andarun, fuera algo comprometedora, podía explicarse fácilmente por la necesidad de sustraerme a las miradas.

El honor se había salvado, pues, pero estaba claro que debía irme ya. Dos caminos se me ofrecían. El más evidente era salir disfrazado de mujer y caminar hasta la Legación americana; en resumen, proseguir el camino interrumpido algunas semanas antes. Pero «mi madre» me disuadió de ello. Había hecho una ronda exploratoria y se había percatado de que todas las callejuelas que llevaban a la Legación estaban controladas. Además, al ser de bastante estatura, un metro ochenta y tres, mi disfraz de mujer persa no engañaría a ningún soldado por poco observador que fuera.

La otra solución era, siguiendo los consejos de Yamaleddín, enviar un mensaje de socorro a la princesa Xirin. Hablé de ella a mi «madre», que lo aprobó; había oído hablar de la nieta del shah asesinado. Se la consideraba sensible a los sufrimientos de los pobres; me propuso llevarle una carta. El problema era encontrar las palabras que podría dirigirle, palabras que fueran suficientemente explícitas pero que no me traicionaran si caían en otras manos. No podía mencionar mi nombre ni el del Maestro. Me contenté, pues, con escribir en una hoja de papel la única frase que me dijo una vez: «Nunca se sabe, nuestros caminos podrían cruzarse.»

Mi «madre» había decidido acercarse a la princesa durante las solemnidades del cuadragésimo día del anciano shah, última fase de las ceremonias mortuorias. En la inevitable confusión general de los curiosos y las plañideras embadurnadas con hollín, no tuvo ninguna dificultad en hacer pasar el papel de mano en mano; la princesa lo leyó y buscó con los ojos, con temor, al hombre que lo había escrito; la mensajera susurró: «¡Está en mi casa!» Al instante, Xirín abandonó la ceremonia, llamó a su cochero e instaló a mi «madre» a su lado. Para no despertar sospechas, el carruaje con las insignias reales se detuvo ante el Hotel Prevost, desde donde las dos mujeres, cubiertas por tupidos velos, anónimas, prosiguieron a pie su camino.

Nuestro segundo encuentro se reveló apenas más locuaz que el primero. La princesa me evaluaba con la mirada, con una sonrisa en la comisura de los labios. De pronto, ordenó:

– Mañana, al alba, mi cochero vendrá a recogeros, estad preparado, cubríos con un velo y caminad con la cabeza baja.

Yo estaba convencido de que me llevaría a mi Legación, pero en el momento en que su carruaje cruzaba la puerta de la ciudad comprobé mi error. Ella me explicó:

– Efectivamente, habría podido conduciros a casa del ministro americano, allí habríais encontrado refugio, pero no hubiera sido difícil que se supiera cómo habíais llegado. Aunque tengo alguna influencia por pertenecer a la familia Kayar, no puedo aprovecharme de ella para proteger al presunto cómplice del asesino del shah. Me habría resultado embarazoso y por mí se habrían remontado hasta las valientes mujeres que os acogieron. A vuestra Legación no le habría agradado en modo alguno tener que proteger a un hombre acusado de semejante crimen. Creedme, es mejor para todo el mundo que os vayáis de Persia. Voy a conduciros junto a uno de mis tíos maternos, uno de los jefes de los bajtiaris. Ha venido con los guerreros de su tribu para las ceremonias del cuadragésimo día. Le he revelado vuestra identidad y demostrado vuestra inocencia, pero sus hombres no deben saber nada. Se ha comprometido a escoltaros hasta la frontera otomana por unos caminos que las caravanas ignoran. Nos espera en el pueblo de Shah-Abdol-Azim. ¿Tenéis dinero?