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– No teníamos ningún otro conocido común.

– No voy a ocultarte nada; tengo la conciencia tan pura como el aliento de un recién nacido. Hace dos meses aproximadamente un hombre vino a verme. Era un gigante bigotudo, pero tímido. Me preguntó si podía dar una conferencia en la sede del «anyumán», el club del que era miembro. ¿Sobre qué tema? No lo adivinarías jamás. ¡Sobre la teoría de Darwin! En la atmósfera de efervescencia política que reina en este país encontré el asunto divertido y conmovedor, y acepté. Reuní todo lo que pude encontrar sobre el sabio, expuse las tesis de sus detractores y creo que mi actuación fue aburrida, pero la sala estaba llena y se me escuchó religiosamente. Desde entonces, he ido a otras reuniones dedicadas a los temas más diversos. Hay en esas personas una inmensa sed de saber. Son también los partidarios más acérrimos de la Constitución. Suelo pasarme por su sede para enterarme de las últimas noticias de Teherán. Deberías conocerlos. Sueñan con el mismo mundo que tú y que yo.

XXXVII

Al anochecer, en el bazar de Tabriz, pocos tenderetes siguen abiertos, pero las calles están animadas: los hombres hacen tertulia en los cruces de las calles, corros de sillas de rejilla, corros de kalyan cuyo humo expulsa poco a poco los mil olores del día. Ajusté mi paso al de Howard. Torcía de una callejuela a otra sin una mirada de duda; de vez en cuando se detenía para saludar al padre de un alumno, por todas partes los chiquillos interrumpían sus juegos y se apartaban a su paso.

Al fin llegamos ante un portón devorado por la herrumbre. Mi compañero lo empujó y atravesamos un jardincillo cubierto de maleza, hasta una casa de tierra cuya puerta, después de siete golpes secos, se abrió chirriante ante una espaciosa habitación iluminada por una hilera de faroles colgados del techo, que se balanceaban sin cesar a merced de una corriente de aire. Las personas presentes debían de estar acostumbradas, pero yo tuve de pronto la impresión de haberme subido a bordo de una endeble barquichuela. No lograba fijar la mirada en ningún punto de rostro alguno y sentía la necesidad apremiante de tumbarme y cerrar los ojos unos instantes. Pero el recibimiento se eternizaba. En la reunión de los «hijos de Adán», Baskerville no era un desconocido; su llegada provocó revuelo, y, por haberle acompañado, tuve derecho a fraternales abrazos, debidamente repetidos cuando Howard reveló que yo era la causa de su venida a Persia.

Cuando creí que había llegado el momento de sentarme y apoyarme, al fin, contra la pared, un hombre alto se levantó al fondo de la habitación. Una larga capa blanca que le caía desde los hombros le designaba, sin lugar a error, como el personaje eminente de la asamblea. Dio un paso hacia mí:

– ¡Benjamín!

Me levanté, di dos pasos, me froté los ojos. ¡Fazel! Caímos en brazos uno del otro con una palabrota de sorpresa.

Para explicar esta efusión, poco conforme con su temperamento, lanzó dirigiéndose a sus camaradas:

– El señor Lesage era amigo de Sayyid Yamaleddín.

Al instante dejé de ser un visitante notable para convertirme en monumento histórico o santa reliquia; ya sólo se me acercaban con una veneración embarazosa.

Presenté a Howard a Fazel pues sólo se conocían de nombre; este último no había venido desde hacía más de un año, a pesar de que Tabriz era su ciudad natal. Por otra parte, su presencia esa noche entre esas paredes mugrientas, bajo esas luces bamboleantes, tenía algo de insólita y de inquietante. ¿No era uno de los guías de los parlamentarios demócratas, un pilar de la revolución constitucional? ¿Era el momento adecuado de alejarse de la capital? Estas fueron las preguntas que le hice. Pareció incómodo. Sin embargo, yo había hablado en francés y en voz baja. Miró furtivamente a sus vecinos y luego, por toda respuesta, me dijo:

– ¿Dónde te alojas?

– En el caravasar del barrio armenio.

– Iré a verte esta noche.

Hacia la medianoche nos reunimos seis personas en mi habitación. Baskerville y yo, Fazel y tres de sus compañeros, que me presentó única y apresuradamente, secreto obliga, por sus nombres, omitiendo el apellido.

– En la sede del anyumán me preguntaste por qué estaba aquí y no en Teherán. Pues bien, porque la capital está ya perdida para la Constitución. No podía anunciarlo en estos términos a treinta personas. Habría provocado el pánico. Pero es la verdad.

Estábamos todos demasiado consternados para reaccionar. Fazel explicó:

– Hace dos semanas vino a verme un periodista de San Petersburgo, corresponsal del Ryech. Se llama Panoff, pero firma con el seudónimo «Tané».

Yo había oído hablar de él. Sus artículos se citaban a veces en la prensa de Londres.

– Es una social-demócrata -prosiguió Fazel-, un enemigo del zarismo. Pero al llegar a Teherán, hace unos meses, consiguió ocultar sus convicciones, se las arregló para tener acceso a la Legación rusa y, no sé por qué casualidad, por qué estratagema, pudo apoderarse de unos documentos comprometedores: un proyecto de golpe de Estado que ejecutarían los cosacos para imponer de nuevo la monarquía absoluta. Todo estaba ahí escrito con pelos y señales. Soltarían a la chusma en el bazar para socavar la confianza de los comerciantes en el nuevo régimen; algunos jefes religiosos debían dirigir súplicas al shah para pedirle que aboliera la Constitución, supuestamente contraria al Islam. Por supuesto, Panoff se arriesgaba trayéndome estos documentos. Yo se lo agradecí e inmediatamente pedí una reunión extraordinaria del Parlamento. Después de exponer los hechos con todo detalle, exigí la destitución del monarca, su sustitución por uno de sus jóvenes hijos, la disolución de la brigada de los cosacos y el arresto de los religiosos involucrados. Varios oradores se sucedieron en la tribuna para expresar su indignación y apoyar mis propuestas.

De pronto un ujier vino a informarnos que los ministros plenipotenciarios de Rusia e Inglaterra se encontraban en el edificio y tenían una nota urgente que transmitirnos. La sesión se suspendió y el Presidente del Majlis y el Primer Ministro salieron; volvieron pálidos como cadáveres. Los diplomáticos habían venido a advertirles que si el shah era destituido, las dos potencias se verían en la lamentable obligación de intervenir militarmente. ¡No solamente se disponían a estrangularnos, sino que incluso nos prohibían defendernos!

– ¿Por qué ese ensañamiento? -interrogó Baskerville, aterrado.

– El zar no quiere una democracia en sus fronteras, la palabra Parlamento le hace temblar de rabia.

– ¡Pero ése no es el caso de los británicos!

– No, ¡pero si los persas lograran gobernarse como adultos, esto podría dar ideas a los indios! Inglaterra no tendría otro remedio que hacer sus maletas. Y luego está el petróleo. En 1901, un súbdito británico, Mr. Knox d'Arcy, obtuvo, por la suma de veinte mil libras esterlinas, el derecho a explotar el petróleo en todo el Imperio persa. Hasta ahora la producción ha sido insignificante, pero hace algunas semanas se descubrieron inmensos yacimientos en la región de las tribus bajtiaris. Sin duda habéis oído hablar de ello. Esto puede representar una importante fuente de ingresos para el país. Por lo tanto pedí al Parlamento que revisara el acuerdo con Londres con el fin de obtener unas condiciones más equitativas; la mayoría de los diputados estuvieron de acuerdo. Desde entonces, el ministro de Inglaterra no me ha vuelto a invitar a su casa.

– Sin embargo, fue en los jardines de su Legación donde tuvo lugar el bast -dije pensativo.

– En esa época los ingleses estimaban que la influencia rusa era demasiado fuerte y que no les dejaba del pastel persa más que la «porción congrua»; por lo tanto, nos habían animado a protestar y nos abrieron sus jardines; se dice incluso que fueron ellos los que hicieron publicar la fotografía que comprometía a Naus. Cuando nuestro movimiento triunfó, Londres pudo obtener del zar un acuerdo de repartición: el norte de Persia sería zona de influencia rusa, el sur sería coto vedado de Inglaterra. En cuanto los británicos tuvieron lo que deseaban, nuestra democracia dejó súbitamente de interesarles; como el zar, sólo veían ya en ella inconvenientes y preferían que desapareciera.

– ¿Con qué derecho? -explotó Baskerville.

Fazel le dirigió una sonrisa paternal antes de reanudar su relato.

– Después de la visita de los dos diplomáticos, los diputados se desanimaron. Incapaces de hacer frente a la vez a tantos enemigos, no encontraron nada mejor que hacer que atacar a ese pobre Panoff. Varios oradores lo acusaron de ser un falsario y un anarquista, cuyo único objetivo sería provocar una guerra entre Persia y Rusia. El periodista había venido conmigo al Parlamento y yo lo había dejado en un despacho cerca de la puerta de la gran sala para que pudiera aportar su testimonio si se revelaba necesario. Pero entonces los diputados pidieron que fuera detenido y entregado a la Legación del zar. Y se presentó una moción en ese sentido. ¡Ese hombre, que nos había ayudado contra su propio gobierno, iba a ser entregado a los verdugos! Yo, por lo general tan sereno, no pude controlarme, me subí a una silla y grité como un demente: «¡Juro por la tierra que cubre a mi padre, que si se detiene a ese hombre haré un llamamiento a los “hijos de Adán” y ahogaré en sangre este Parlamento! ¡Ninguno de aquellos que voten esta moción saldrá vivo de aquí!» Habrían podido quitarme la inmunidad y detenerme, pero no se atrevieron. Suspendieron la sesión hasta el día siguiente. Esa misma noche me fui de la capital para venir a mi ciudad natal, adonde he llegado hoy. Panoff me ha acompañado. Está escondido en alguna parte de Tabriz esperando para irse al extranjero.