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Nuestra conversación se prolongó. Pronto nos sorprendió el alba; las primeras llamadas a la oración resonaron y la luz se fue haciendo más intensa. Discutíamos, trazábamos mil futuros sombríos y discutíamos de nuevo, demasiado agotados para detenernos. Baskerville se estiró, se interrumpió en pleno vuelo, miró su reloj y se levantó como un sonámbulo, rascándose afanosamente la nuca.

– ¡Las seis ya! ¡Dios mío, una noche en blanco! ¡Con qué cara me voy a enfrentar a mis alumnos! ¡Y qué dirá el reverendo al verme volver a estas horas!

– ¡Siempre podrás decir que estabas con una mujer!

Pero Howard no estaba ya de humor para sonreír.

No quiero decir que fue una coincidencia, puesto que el azar no desempeña un gran papel en el asunto, pero me creo en la obligación de señalar que en el mismo momento en que Fazel terminaba de describirnos lo que, a juzgar por los documentos birlados por Panoff, se tramaba contra la joven democracia persa, la ejecución de un golpe de Estado había comenzado.

En efecto, según me enteré después, fue hacia las cuatro de la madrugada de ese miércoles 23 de junio de 1908 cuando un contingente de mil cosacos, mandados por el coronel Liakhov, avanzó hacia el Baharistán, sede del Parlamento, en el corazón de Teherán. El edificio fue cercado y sus salidas controladas. Al ver los movimientos de tropas, unos miembros de un anyumán local corrieron a un colegio cercano, donde habían instalado el teléfono recientemente, para llamar a algunos diputados y ciertos religiosos demócratas, como el ayatollah Belibahani y el ayatollah Tabatabay, que acudieron al lugar de los hechos antes del alba con el fin de atestiguar con su presencia su adhesión a la Constitución. Sorprendentemente, los cosacos los dejaron pasar. Sus órdenes eran prohibir la salida, no la entrada.

El número de rebeldes no cesaba de aumentar. Al amanecer eran varios cientos, entre ellos. Numerosos «hijos de Adán». Tenían carabinas pero pocas municiones; unos sesenta cartuchos cada uno. Nada que permitiera sostener un asedio. Pero, además, dudaban de usar esas armas y esas municiones. Efectivamente, se apostaron en los tejados y detrás de las ventanas, pero no sabían si debían tirar los primeros y dar así la señal de una inevitable matanza, o si debían esperar pasivamente a que los preparativos del golpe de Estado terminaran.

Ya que era eso lo que seguía retrasando el asalto de los cosacos, Liakhov, rodeado de oficiales rusos y persas, se ocupaba de disponer sus tropas y sus cañones, en número de seis ese día, instalando el más mortífero en la plaza Topjané. En varias ocasiones el coronel pasó a caballo por el punto de mira de los defensores, pero las personalidades presentes impidieron a los «hijos de Adán» hacer fuego, por miedo a que el zar usara ese incidente como pretexto para invadir Persia.

Hacia la mitad de la mañana se dio la orden de ataque. Aunque desigual, el combate fue de una violencia extrema durante seis o siete horas. Por una serie de audaces golpes de mano, los resistentes consiguieron inutilizar tres cañones.

Sólo era el heroísmo de la desesperación. Al caer el sol, izaron la bandera blanca de la derrota sobre el primer Parlamento de la historia persa. Pero varios minutos después del último disparo, Liahkov ordenó a sus artilleros que reanudaran el fuego. Las directrices del zar eran claras: no bastaba con abolir el Parlamento, había que destruir también el edificio que lo habla albergado, con el fin de que los habitantes de Teherán lo vieran en ruinas y fuera para todos y para siempre una lección.

XXXVIII

No habían cesado aún los combates en la capital cuando estalló en Tabriz el primer tiroteo. Yo había pasado a recoger a Howard a la salida de clase, ya que teníamos una cita en la sede del anyumán para ir a almorzar con Fazel en casa de uno de sus parientes. Aún no nos habíamos internado en el laberinto del bazar cuando se oyeron unos disparos, aparentemente cercanos.

Con una curiosidad teñida de inconsciencia, nos dirigimos hacia el lugar de donde había partido el ruido. A unos cien metros vimos a una muchedumbre vociferante que avanzaba: polvo, humo, un bosque de garrotes, fusiles y antorchas ardiendo, gritos que yo no comprendía, puesto que se proferían en azeri, el dialecto turco de la gente de Tabriz. Baskerville se esforzaba en traducir: «¡Muera la Constitución! ¡Muera el Parlamento! ¡Mueran los ateos! ¡Viva el Shah!» Decenas de ciudadanos corrían en todas direcciones. Un anciano arrastraba con una cuerda a una cabra asustada. Una mujer tropezó; su hijo, de apenas seis años, la ayudó a levantarse y la sostuvo hasta que ella reanudó su huida cojeando.

Nosotros también apretamos el paso hacia el lugar de nuestra cita. Un grupo de jóvenes estaba levantando una barricada en la calle: dos troncos de árbol sobre los que amontonaban, en un tremendo desorden, mesas, ladrillos, sillas, cofres y toneles. Nos reconocieron y nos dejaron pasar, aconsejándonos que nos apresuráramos porque «vienen hacia aquí», «quieren incendiar el barrio», «han jurado matar a todos los hijos de Adán».

En la sede del anyumán cuarenta o cincuenta hombres rodeaban a Fazel, el único que no llevaba fusil sino sólo una pistola, una Mannlicher austríaca que parecía no tener otra utilidad que indicar a cada uno el puesto que debía ocupar. Estaba sereno, menos angustiado que la víspera, tranquilo como puede estarlo el hombre de acción cuando se acaba la insoportable espera.

– Ya veis -nos lanzó con un imperceptible acento de triunfo-. Todo lo que anunciaba Panoff era verdad. El coronel Liakhov ha dado su golpe de Estado, se ha proclamado gobernador militar de Teherán y ha impuesto el toque de queda. Desde esta mañana se ha abierto la caza de los partidarios de la Constitución en la capital y en todas las demás ciudades, empezando por Tabriz.

– ¡Se ha propagado todo tan deprisa! -se asombró Howard.

– El cónsul de Rusia, advertido por telegrama del desencadenamiento del golpe de Estado, informó esta mañana a los jefes religiosos de Tabriz. Estos exigieron a sus partidarios que se reunieran a mediodía en el Devexe, el barrio de los camelleros. Desde ahí se dispersaron por la ciudad. En primer lugar se dirigieron al domicilio de un periodista amigo mío, Alí Nexedía; lo sacaron de su casa en medio de los gritos de su mujer y de su madre, le cortaron el cuello y la mano derecha y luego lo abandonaron en un charco de sangre. Pero no temáis, antes de esta noche Alí será vengado.

Su voz le traicionó. Se concedió un segundo de respiro e inspiró profundamente antes de proseguir.

– Si vine a Tabriz fue porque sabía que esta ciudad resistiría. La tierra que pisamos en este instante está regida por la Constitución. Desde ahora la sede del Parlamento está aquí, la sede del gobierno legítimo. Será una hermosa batalla y terminaremos por ganar. ¡Seguidme!

Y le seguimos junto con una media docena de sus partidarios. Nos condujo hacia el jardín y rodeó la casa hasta una escalera de madera cuyo final se perdía entre espesos follajes. Llegamos al tejado, cruzamos una pasarela, de nuevo subimos unos cuantos peldaños y nos encontramos en una habitación de gruesas paredes y estrechas ventanas, casi troneras. Fazel nos invitó a echar una ojeada: estábamos justo encima de la entrada más vulnerable del barrio, interceptada ya por una barricada. Detrás, unos veinte hombres, rodilla en tierra, apuntando con las carabinas.

– Hay más -explicó Fazel-. Igualmente decididos. Taponan todas las salidas del barrio. Si llega la jauría, será recibida como lo merece.

La «jauría», como él decía, no estaba lejos. Había debido de pararse en el camino para incendiar dos o tres casas pertenecientes a «hijos de Adán», pero no cedía el clamor y los disparos se acercaban.

De pronto se apoderó de nosotros una especie de estremecimiento. Por más que uno se lo espere, por muy protegido que se esté detrás de una pared, el espectáculo de una muchedumbre desatada que grita amenazas de muerte y viene derecha hacia ti es, probablemente, la experiencia más pavorosa que se puede tener.

Instintivamente susurré:

– ¿Cuántos serán?

– Mil, mil quinientos a lo sumo -respondió Fazel en voz alta, clara y tranquilizadora antes de añadir como una orden: -Ahora nos toca a nosotros asustarlos.

Pidió a sus ayudantes que nos entregaran unos fusiles. Entre Howard y yo hubo un intercambio de miradas casi divertidas; sopesamos esos fríos objetos con fascinación y repugnancia.

– Apostaos en las ventanas -dijo Fazel-, y tirad contra cualquiera que se acerque. Yo tengo que irme. ¡Les reservo una sorpresa a esos bárbaros!

Apenas había salido cuando comenzó la batalla. Aunque hablar de batalla es, sin duda, excesivo. Llegaron los provocadores, una horda vociferante y atolondrada, y su vanguardia se lanzó hacia la barricada como si se tratara de una carrera de obstáculos. Los «hijos de Adán» dispararon. Una descarga. Luego otra. Unos diez asaltantes cayeron, el resto retrocedió, sólo uno consiguió escalar la barricada, pero fue para ensartarse en una bayoneta. Resonó un horrible aullido de agonía; yo aparté los ojos.

El grueso de los manifestantes permanecía atrás prudentemente, contentándose con repetir a voz en grito: «¡Que mueran!» Luego una cuadrilla se lanzó de nuevo al asalto de la barricada, esta vez con un poco más de método, es decir, disparando contra los defensores y las ventanas de donde partían los disparos. Un «hijo de Adán» alcanzado en la frente fue la única baja de su campo. Ya las descargas de sus compañeros comenzaban a segar las primeras líneas de asaltantes.